miércoles, 22 de septiembre de 2010

Oración Misionera


Te pedimos, Señor, por todas las almas consagradas, que han sido escogidas por Ti para que trabajen en tu viña, que, a la orden de tu llamada, han dejado todo lo que estaban haciendo, los aparejos de la labranza, las herramientas del taller o los utensilios del escritorio, y se han ofrecido por Ti como jornaleros de tu reino.

Por todos los sacerdotes, religiosas y religiosas; por los seminaristas que se preparan para ser vendimiadores tuyos; por los que están siendo llamados a la vocación y aún son incapaces de reconocer tu voz en un mundo ajetreado y ruidoso en el que hay que gritar mucho para hacernos entender.

Por todos ellos que, al sonido de Tu voz, han dejado trabajos y estudios, el taller, la oficina o la universidad, se han despedido de sus familias, han renunciado al matrimonio y a los hijos, a las comodidades de la vida moderna y parten hacia donde Tú les necesitas. Protégelos siempre, Jesús. Ellos son los que llevan Tu palabra donde nadie te conoce, los que proclaman la noticia de tu evangelio, ellos son los que ven tu rostro de crucificado en el hermano que sufre en el cuerpo y en el alma, en el enfermo, en el oprimido, en el que huye, en el que padece el hambre, la guerra, la marginación, en el que no saber leer o en el que ya no tiene esperanza.

Son sus manos Tus manos, Señor, para cuidar al enfermo, al que no se vale por sí mismo, para acariciar al que sólo ha recibido golpes y dolores. Sus ojos son Tus ojos para obsequiar con una mirada compasiva al que sólo contemplan con rencor. Sus labios los Tuyos cuando anuncian el Evangelio. Ellos son los que te prestan su Cruz a la Tuya, y te ofrecen generosamente su luchas, sus esfuerzos, sus miedos, su cansancio, la indiferencia con que son recibidos muchas veces, la hostilidad cuando son atacados, la ingratitud con que es correspondida su entrega gratuita.

Protégelos, Señor, porque ellos han obedecido tu mandato de ir por el mundo y predicar la buena noticia. Que el Espíritu Santo los guíe y los ilumine, les fortalezca en la prueba y les renueve en el dolor, para que permanezcan fieles a su consagración, al Evangelio, a la Iglesia y a Ti, Señor Jesús, porque no hay hombro, por fuerte que sea, que puede cargar su cruz sin que Tú la sostengas.

Amén.

sábado, 18 de septiembre de 2010

De Santos y Sacrílegos


Se cuenta que la misas del padre Pío, celebradas antes de que cantase el gallo, duraban como dos horas en una iglesia donde no cabía un pecador más. Los que vieron celebrar al fray capuchino nunca podrán olvidar el rostro del sacerdote que, en cada celebración, moría místicamente, su éxtasis de amor y dolor que doblegaba la voluntad del extraviado más impenitente, desarmaba asesinos, arreglaba matrimonios contrariados y volvía a la gracia a herejes que acudían donde el santo sólo para burlarse de él.
Hoy, en nuestras iglesias, ya no abunda tanto misticismo. Los sagrarios han sido arrinconados en capillas laterales, se han retirado los reclinatorios, desmontado los confesionarios y desclavadas de sus peanas las imágenes religiosas. De los comulgatorios no tenemos noticias desde que Pablo VI clausuró el Vaticano II. En nuestros templos católicos de occidente mucha gente ya ni reza. Muy pocos se reclinan en el momento de la consagración ante aquel cuyo nombre al ser oído –nos dice san Pablo- toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Particularmente dolorosa me parece la actitud de las religiosas, esposas de Cristo, que permanecen de pie mientras el sacerdote transforma el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.
Si uno quiere confesarse debe ir peregrinando de iglesia en iglesia buscando quien lo haga. Si entras en la iglesia antes de comenzar la misa, te sacude un griterío de mercadillo. He visto a catequistas yendo a comulgar mientras mastican chicle, he visto a celebrantes dar la eucaristía como si estuvieran repartiendo tortas de maíz. He visto a gente a acudir al altar con menos ropa que vergüenza. Ya nadie predica sobre el demonio o el infierno, ya casi no se habla de pecado.
Pero lo más trágico es el trato que se da a la Eucaristía. Muchos de los que ayudan a dar el sacramento no han sido nombrados por el Obispo como ministros extraordinarios. Los que damos catequesis y ensayamos con los niños el momento de recibir su primera comunión, sabemos que las hostias se desprenden en partículas pequeñísimas que se agarran a los dedos. Si no se tiene cuidado, caen al suelo. Y en cada una de esas partículas pequeñísimas que caen al suelo está Jesús en cuerpo, alma y divinidad. Qué doloroso es saber que muchas veces estamos pisoteando a nuestro Señor.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Los Ateos toman el Púlpito II


Cuando escribí la primera parte de este artículo y lo publiqué en Infocatólica, nunca pensé que el título resultase tan profético. A los pocos minutos de publicarse en un portal tan creyente como éste, ya había cola de ateos dándose codazos a ver quién era el primero en coger el micrófono y lanzar sus diatribas antirreligosas. Eso sí que es madrugar como Dios manda.
La mayoría de los comentarios era de gente que se presentaba a sí mismo como ateos más felices que unas maracas que no piensan en Dios casi nunca. Bendito sea el Señor: el día que se escribe un artículo sobre ellos estaban todos leyendo InfoCatólica, que como todo el mundo sabe, aún no ha pedido la entrada en la asociación de Ateos del Mundo Uníos.
La idea del artículo era ésta: los ateos están preocupados por el más allá mucho más de los que ellos confiesan. Y lo escribo en un portal católico destinado a un público abrumadoramente católico, o al menos, de gente creyente. Si yo estoy equivocado, ¿cómo es que la mayoría de los comentarios son gente no creyente, absolutamente feliz en su condición, que han sido llamados a zafarrancho de combate cuando se les ha nombrado? Si no piensan en Dios, ¿qué hacen leyendo webs donde sólo se habla de Él? No me imagino en la misa de doce del domingo llena de ateos que interrumpen la homilía para cuestionar el sermón. O como si una asociación de vegetarianos se presentan cada día, a la hora del almuerzo, en un grill de carne de la pampa argentina para sabotear la carta de platos.
Se nos exige de los cristianos que seamos coherentes con nuestra fe, quizás vaya siendo hora de que los incrédulos nos prediquen, no con la blasfemia o el anatema, sino con el ejemplo. Y aquí entra en juego la tradicional y bien ganada fama de la progresía: respeta lo que yo opino, y yo te respetaré a ti siempre que pienses como yo.
Debo reconocer que algunos de los comentarios de los que no están de acuerdo es de gente sensata con el que se podría discutir serenamente sin que salten los plomos. El problema es cuando entra en escena el mítico copia y pega de los carecen de argumentos propios y recurren a las falacias que circulan por la red sobre la Iglesia y los consagrados, donde se hace sangre con ellos, casi siempre sin razón. Sobre este asunto sólo diré una cosa: Vamos haber si queda claro de una vez por todas: en España, de los impuestos sólo los que quieren pueden destinar parte de ellos a sufragar la obra de la Iglesia. Y yo con mi dinero hago lo que me da la gana. Por el contrario, a los católicos no nos preguntan si queremos financiar todos los chiringuitos anticatólicos que, con dos secretarias metidas en un cuarto trastero fundan cualquier asociación donde se denigre a los creyentes. Financiamos a sindicatos y partidos que nos tienen manía, los mataderos bebés del doctor Morín y otros cofrades, o ayudamos a pagar las bacanales del día del orgullo Gay. Y no me hablen de la cultura, que también con ella nos sentimos insultamos: a cualquier becario sin trabajo y sin talento se le sufraga una exposición fotográfica o de lo que sea si hay de por medio alguna imagen religiosa que sea ultrajada. A falta de santos que canonizar, el progresismo bienpensante ha elevado a los altares del éxito a cualquier mediopensionista anticlerical.
No os gusta la Iglesia, pero no dejáis de imitarla. Se pide certificados de apostasía, pero para rellenar el hueco se inventa el bautismo laico, la primera comunión laica, el entierro laico, y Dios nos libre de que algún haragán se le ocurra fundar la Iglesia Laica, porque ya me veo a Zerolo de cardenal primado.
Uno de los comentaristas escribió: “La religión prohíbe, restringe mi vida”. Estoy convencido que ésta es la clave para entender el ateísmo. El debate se debe centrar en qué creen los ateos, y mejor dicho, ¿el problema de los ateos es que no creen en Dios, o que no quieren creer en Él?, o más precisamente, ¿no será que necesitan que Él no exista? Si no te importa la moral de la Iglesia, si te da igual lo que diga, por qué te opones a ella. Y cuando habla la Iglesia, habla para los católicos.
Cuando el creyente se pone a enfrentar su fe con el que no cree, espera de éste que explique por qué es un descreído, cuáles son los pilares sobre los que asienta su posición. Pero ya vemos visto que casi toda su munición agnóstica se basa en prejuicios, en refritos volterianos, lugares comunes antirreligiosos, medias verdades y mentiras flagrantes; en pocas palabras, no en mostrar por qué piensan así sino más bien qué es lo me fastidia de Dios. Si se me aceptara el consejo, les pediría a los no han sido agraciados con el don de la fe, que no manchen el sagrado nombre de Dios con la blasfemia o el insulto a lo sagrado, porque ya habías quedado que no creías en Él. Y, por favor, daos cuenta de que cuando habláis de teología hacéis el ridículo. Sería bueno primero aprender, por lo menos, el padrenuestro.
No se me ha pasado nunca por la cabeza visitar foros de agnósticos o ateos. No necesito acudir a ellos para confrontar la resistencia y el músculo de mis convicciones. Mi fe en Jesús es tan sólida como para no tener la tentación de darme una vuelta por allí. El día que lo haga será porque mis creencias se sostienen sobre el delgadísimo hilo de un cabello.

martes, 7 de septiembre de 2010

Los Ateos toman el Púlpito


Me parece que fue Henrich Böll el que dijo que no le gustaban los ateos porque se pasaban el día hablando de Dios. Algunos de ellos como el biólogo británico Richard Dawkins poseen en propiedad una cátedra de ateísmo en la Universidad de Oxford, y no para de escribir libros y dictar conferencias donde proclama que Dios es sólo un espejismo. Resulta una divertida paradoja: alguien que no cree en el Altísimo ha logrado acumular una gran fortuna a costa de él.
Nunca he creído que el destino me pudiera ser revelado consultado el horóscopo o que la buena o la mala ventura lograsen ser descifradas leyendo las rayas de la mano. No creo en escobas voladoras, varitas mágicas, unicornios ni caballos alados. Nunca me convencieron los que afirman haber sido abducidos por extraterrestres, los que dicen haber visto al monstruo del lago Ness, los que se fueron de acampada con el Hombre de las Nieves o los que aún esperan que entre los escombros de alguna ruina antiquísima encuentren la huella del minotauro. Que cada de lunático le encienda una vela a su extravagancia de cabecera.
Pero lo que no se me ocurriría nunca es fundar la asociación contra los Chalados que creen en el Unicornio, prohibir los cuentos de hadas o ponerle un piso a un club de fans del agnosticismo donde pudieran reunirse dos o más científicos que, en el nombre de la razón, lucharan por prohibir las leyendas urbanas o desenmascarar al Hombre del Saco. Para los incrédulos es tan esperpéntico creer en Dios como en el Ratoncito Pérez, de ahí que no salgo de mi asombro cuando observo que son legión los ateos profesionales que derrochan tiempo y fortuna tratando de convencer y convencerse de que vivir religiosamente es tan inútil como ladrarle a la luna.
Que Dios se apiade de ellos. Si no de su alma, al menos de su sentido común, porque tiene muy mala cara eso de no creer en Dios y dedicarle su vida a Él, aunque sea de forma tan lucrativa. No hay nadie más creyente que el ateo que se empeña en demostrar su incredulidad. Nadie que no temiese estar equivocado se aferraría con tanta pasión a demostrar lo evidente. Y es que hay mucha visceralidad, mucha pasión, demasiado encono en las posturas antirreligiosas. Cuando se es tan vehemente negando la nada, se descubre al hombre que teme descubrir al Todo.
Hace algunos años, en una estación de tren alemana alguien había escrito un grafiti transcribiendo la conocida sentencia de un filósofo de aquel país: “Dios ha muerto.” Nietzsche”. Poco después, otra voz anónima le había replicado: “Nietzsche ha muerto”. Dios”. Ésta es la gran tragedia del ateísmo: durante miles de años se ha afanado proclamando que Dios ha sido asesinado, pero su cadáver no aparece. Si nada significada nada, ¿para qué molestarse?

En España son también un ejército los insignes propagandistas anticatólicos. De vez en cuando me llegan noticias de las deposiciones intelectuales que evacúan gente como Rosa Montero o Maruja Torres. Son tan graciosas en su patetismo anticlerical, que siempre que leo algo de ellas me recuerdan a la niña del Excorcista. En cuanto son rociadas con un poco de agua bendita, la cabeza comienza a girarles en círculos y escupen una baba gelatinosa y verduzca. Se les pone delante el espejo de la Iglesia y de inmediato se retuercen con convulsiones de poseído.
Voltaire se declaró enemigo de la Iglesia; estaba convencido de que podía destruirla con el solo impulso de sus teorías y durante toda su vida respiró por los pulmones del odio y la enemistad hacia todo lo católico. Pero, mientras agonizaba, pidió un confesor y se reconcilió con la Iglesia. Nietzsche, por su parte, malvivió sus últimos doce años en un centro psiquiátrico y murió como un loco desesperado. Ni siquiera falleció como un chalado feliz. También Napoleón creyó que podía acabar con el catolicismo y así se lo hizo saber a un alto representante vaticano en una ocasión. “No podrá, majestad –le advirtió el nuncio-. A la Iglesia no hemos podido destruirla ni los propios católicos. Es un yunque que ha gastado muchos martillos”. En efecto, contra ella ha fracaso el Imperio Romano, sobrevivió a las invasiones bárbaras y fue la que conservó el arte y la civilización occidental en monasterios y desde allí la devolvió al mundo. Los bárbaros arrasaron Europa y destruyeron imperios y ejércitos poderosos como el romano, pero no lograron doblegar a la Iglesia que, con la bondad de la madre y la paciencia de la maestra, luego evangelizó a esos mismos pueblos salvajes. La Iglesia sobrevivió a la revolución francesa, al odio republicano en España y a la revolución cristera en México, a Hitler y a Stalin. El comunismo le quitó el micrófono pero no le apagó la voz, le arrebató el turno de palabra pero no impidió que se expresara. El Telón de Acero confinó al clero a campos de extermino, pero la Iglesia está acostumbrada a renacer desde las catacumbas y, desde ellas, ofició misas, ordenó sacerdotes y consagró obispos.
El gran error de los ateos es pensar que matando en el hombre la idea de Dios acaban con el mismo Dios. Se olvidan de que la fe es un don gratuito que concede el creador, cuando quiere, a quien quiere, donde quiere. No importa que, en nombre del racionalismo, la revolución, el marxismo o la ilustración se cierren conventos e iglesias, se incauten colegios, se quemen templos y catedrales, se destierren a religiosos y misioneros, se pasen a cuchillo, se fusilen o martiricen a millones de creyentes. No importa que impongan el ateísmo por decreto, que se profanen los lugares sacros, se destruyan el arte y la tradición religiosa, se prohíban las prácticas cristianas. Todo ello es tan inútil como pretender que, impidiendo hablar del pasado, se acabe al mismo tiempo con la memoria.

miércoles, 1 de septiembre de 2010


Un día, -nos cuenta la Madre Teresa de Calcuta- iba por la calle y me encontré con una niña que estaba tosiendo, y casi muerta de frío con un vestido roto y sucio. Pedía limosna con cara de hambre. Todos pasaban de largo. Aquel espectáculo me irritó y me hizo exclamar interiormente: “Pero ¿cómo Dios permite esto? ¿Por qué no hace algo para que esto no suceda?”. De momento la pregunta quedó sin respuesta. Pero por la noche, en el silencio de mi habitación, pude oír la voz de Dios que me decía: “Claro que hice algo para solucionar estos casos, te he hecho a ti”.