jueves, 13 de diciembre de 2012

Los ateos se aburren en Navidad




              Leí hace algún tiempo que un grupo de ateos estadounidenses se quejó a las autoridades porque se aburrían en Navidad. El mismo hastío debe de postrarles en un rincón del sofá los domingos por ser el día del Señor, la Semana Santa y cualquier otra fecha de guardar. Ese tedio estéril es probable que les tenga agarrados al mando de la tele en cada ocasión en que el calendario les ponga delante el espejo de Dios y les recuerde el carácter perecedero de la condición humana, y que la certeza de que la muerte nos espera más pronto que tarde a la orilla del camino, es una forma de  descubrir que el ateísmo es, en sí mismo, una gran derrota.

            Pero cuando estos ateos pelmas se cansan de juguetear con el control remoto, empuñan el matasuegras para dar la serenata a los cristianos con la cantinela de que los iconos y las tradiciones religiosas les resultan ofensivas. En muchos colegios se han descolgado  las tallas de santos y de la Virgen de sus peanas, se han prohibido los belenes y nadie canta villancicos o se disfraza de Papá Noel. Los ateos aburridos y ofendidos quieren una Navidad sin belén, una música sin ruido, sin guirnaldas, luces ni niños Jesús. Una Navidad sin Navidad, neutra, muda, despojada de su carácter religioso; una estampa que sea una foto fija que sólo enseñe un trineo surcando un mar de nieve que viene de ninguna parte y se dirige a ningún sitio.

            Montar un pesebre en un espacio público, colgar de un web institucional una réplica de un cuadro de María, nombrar a Dios desde un tribuna parlamentaria, es hacer sonar los tambores de guerra para que acuda en zafarrancho de combate la división Panzer del laicismo feroz que muchas veces logra que su pataleta de inmensa minoría prevalezca sobre la voluntad de la mayoría. Cada vez es mayor el número de centros educativos sin árboles navideños, aulas sin crucifijo y Nochebuenas sin zambomba ni pandereta.

            Esos mismos que consideran un ataque a su sensibilidad las misas en las capillas universitarias, la asignatura de religión y los pasos de la Semana Santa, son los mismos que se ponen fanfarrones cuando los creyentes somos los ofendidos ante una exposición de “arte” blasfemo, cuando quieren mandar a un obispo a la cárcel por predicar las verdades del evangelio, o les entrar urticaria cuando la Conferencia episcopal recuerda a los católicos que no es lo mismo votar por los que defienden la vida que a aquellos que la aplastan.

            Lo ofensivo es rodear a los peregrinos en las Jornada Mundiales de la Juventud, escupirles y golpearles sólo porque pisaban las mismas calles que ellos. Lo ofensivo son las carrozas del Orgullo gay que parodian groseramente la liturgia y la indumentaria católicas. Lo ofensivo es ver las contorsiones de una “drag queen” pasada de carnes y de alcohol imitando a una bailarina de barra americana al que sólo le cubre  sus vergüenzas un tanga más delgado que un hilo dental. Lo ofensivo es que se gaste el dinero de los creyente para hacer millonarios a los matarifes de las clínicas abortistas, en pagar el sueldo de los políticos de la hoz y el martillo que quieren segar la yerba y algo más a todo lo que huela a Iglesia.

            Así que yo me voy a hacer el belén y ensayar villancicos para la Nochebuena, y si a algún ateo no le gusta que coja el mando de su tele y se ponga a adorar la caja tonta. Porque  cada uno es libre de escoger al Dios al que quiere servir.
            



martes, 11 de diciembre de 2012

La mitad más uno



          En Inglaterra se ha montado un buen pollo a cuenta de que las mujeres sean ordenadas o no como obispas de la Iglesia anglicana. Parece ser que los clérigos que cortan el bacalao en esa institución ya habían puesto a enfriar el champán y tenían apalabrada la fiesta de celebración cuando el voto en contra de los fieles de a pie les chafó el jolgorio.

            Cuando se quiere cambiar la doctrina por la mitad más uno de los votos, siempre habrá quien saque el espejo del evangelio para afear las máscaras del modernismo con los que quieren disfrazar la teología de la cruz con las modas de cada época. Cuando Cristo reunía a los discípulos, lo hacía para instruirlos y para que luego pudieran ir, de dos en dos, pateando los caminos y aspirando el polvo de las aldeas llevando intacto el depósito de la fe que les confió. No les pidió que, a mano alzada, votaran si el divorcio debería ser pecado, si se debía caer en la tentación con alegría y sin remordimiento, o si los bienaventurados en lugar de los pobres de espíritu y los limpios de corazón, debían ser los que promueven el aborto, los que matan por compasión o los que se forran con los negocios del sexo. Jesús daba el mensaje y no admitía componendas. Dejó dicho que los cielos y la tierra pasarían –tiempos y modas-, pero no sus palabras, el manual de instrucciones de obligado cumplimiento que debe cumplir a rajatabla cualquier cristiano con pedigrí.

            Una fe que no se toma a sí mismo en serie cuando se deja engatusar por el viento de los siglos y que flirtea una y otra vez con las voces que le gritan que se adapte al signo de los siglos, es una fe que no mana del evangelio. Las confesiones protestantes han ido aguando el caldo del cristianismo a base de rebajarlo con doctrinas heréticas hasta convertido en una aguachirle y una sopa boba que a nada sabe y nada alimenta al espíritu. Es una fe que ha dejado de ser vocacional para convertirse en funcionarial.

            La Iglesia católica es la que sigue remando en contra del viento, la que es abucheada, perseguida, ridiculizada por los mismos que se llaman abanderados del progreso. Ella nada puede cambiar de la esencia evangélica sin traicionar al cristianismo, porque es una simple depositaria del tesoro que le fue confiado. Los mandamientos no tienen fecha de caducidad, aunque muchos de ellos ya han sido abolidos por la autoridad terrena. Y mientras la Iglesia siga predicando lo mismo ahora que hace dos mil años, tendremos la seguridad de que, aunque no reciba el aplauso de la crítica y del público, tampoco habrá traicionado a Cristo.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Cuando el Búmeran te alcanza






              Después de permanecer varios días en el hospital, me entristece saber que ha vuelto a ocurrir. Y ya ha pasado muchas otras veces. He tecleado la dirección de un blog al que seguía desde hace tiempo y, al otro lado de la pantalla, un mensaje fatídico me informa que esa bitácora ha sido cancelada.

            Lo más probable es que el autor del sitio se cansara de escribir. Puede que se le agotaran las ideas o las palabras, que le acuciara la impaciencia, que le desarmara la falta de resultados, que le sobreviniese una enfermedad o que el vértigo de la derrota le hiciera hundirse en el silencio; quizás le desarmó el hastío de verse, como el Bautista, predicando en el desierto. De oír sólo el eco de su propia voz que, como un búmeran, regresara al lugar de partida desde donde fue lanzado porque no halló por el camino un sitio en el que fuera acogido y diera fruto.

            El desánimo es el peor compañero de viaje con el que se puede compartir la tarjeta de embarque cuando uno emprende una aventura. Y sí, dar testimonio de la fe es un deporte de alto riesgo, un lanzarse al vacío con el arnés pendiendo de un hilo y la mochila cargada de piedras. El bloguero católico es un romántico sin cura al que le hierve la sangre por llevar el nombre de Jesús a todas las aldeas de la tierra, ya estén a la vuelta de la esquina, ya se encuentre perdida en los rincones más remotos del Amazonas o en las entrañas heladas del Ártico.

            Escribir un post sobre la fe es repicar una campana con la esperanza de que su redoble atraiga la atención de un público que necesita, muy a pesar suyo, refrescarse el alma con el agua pura del Evangelio. Pero ese acto de escribir es una pasión solitaria a la que se entregan los idealistas en busca de una respuesta. Por desgracia, ese gesto del evangelizador es, en ocasiones, un timbre que suena detrás de una puerta al que nadie acude a responder.

            Porque el ser humano es un animal sociológico. Vivimos con otros, gracias a otros y pensando y haciendo las cosas por otros y para otros. El zapatero, el carpintero o el sastre no sabrían de su oficio si antes otros no se lo hubieran enseñado. El catedrático fue antes profesor, mucho antes alumno y, el comienzo de sus días, un niño analfabeto que balbuceaba sin sentido. El trayecto que le llevó desde la ignorancia infantil a la cátedra universitaria estuvo sembrado de puertos de montaña y lugares de paso donde otros le fueron instruyendo. Aprendemos con la esperanza de que nuestros conocimientos sirvan a otros; cocinamos para otros, recibimos los sacramentos por medio de otros, para vivir necesitamos la calefacción, la electricidad o el agua que otros han transformado en fuente de vida. El ingenio humano ha logrado diseñar un fórmula uno porque antes otros pioneros, primero, inventaron la rueda, luego el carro, más tarde un tercero se le ocurrió añadirle una carrocería, después colocarle un motor y alimentarlo con combustible. Cuando alguien, sea en el campo que sea, logra colocar la última pieza que remata una obra, es porque delante de él infinidad de manos y voluntades se han gastado y han envejecido entregados a esa tarea construyendo sueños ladrillo a ladrillo.


            Nadie escribe para sí mismo. Nadie es lo suficientemente narcisista para vivir contemplándose el ombligo mientras a su paso se desbordan los ríos, se estremece la tierra o el hambre y la guerra se llevan por delante a pueblos enteros. El escritor –incluso el más humilde de los blogueros- necesita de otros, de su aplauso y de su crítica: es el despertador ruidoso que le saca de la cama y la adrenalina que le espolea el ánimo cuando está por los suelos. Lo que menos le conviene es el silencio, que es ese gas dulce que te van entonteciendo hasta retirarte de la circulación, un asesino mudo que va aniquilando a su paso cualquier rastro de vida, cualquier soplo vital sin dejar huellas, volcar los jarrones o hacer añicos la porcelana china.

            Cuando el Señor nos advirtió que hasta de la última palabra tendríamos que dar cuenta, sabía de lo que hablaba. También de nuestros silencios deberemos responder. Porque a veces hablamos cuando tenemos que callar y callamos cuando deberíamos haber hablado. Una palabra puede acariciar pero también matar; un mal consejo puede desgraciar una vida o hacer descarrilar un tren. Pero el silencio puede hacer que un amor se marchite o que un bloguero pierda la fe.

            Demóstenes prefería las palabras que salvan a las que gustan. Horacio advirtió que la palabra dicha no sabe volverse atrás, y Kipling sentenció que ellas son la más potente droga utilizada por la humanidad, porque sirven para amar  y para odiar, para sortear muro y cavar zanjas, para el abrazo y para la pelea.

            No estoy de acuerdo con Confucio cuando dijo que el silencio es un amigo que jamás traicionada. Miles Davis escribió que ese mismo silencio es más fuerte que un ruido. Y, en efecto, cuando callamos en el momento en que es más necesaria que nunca nuestra voz, actuamos como cómplices necesarios de los que cierran blogs o hacen callar, de una pedrada, el canto de un ruiseñor.

            Yo doy un paso al frente y me declaro culpable. Culpable de mis silencios y de mis olvidos, de no haber sabido pronunciar a tiempo una palabra de consuelo, de dar una palmada amistosa, de emitir un comentario afectuoso, una invitación a seguir adelante ante el esfuerzo del corredor de fondo que está a punto de coronar una cima y las piernas le tiemblan y la fatiga le hace desfallecer, y al que sólo un grito de ánimo puede salvarle de morir en la orilla antes de cruzar la meta.

            Corren malos tiempos para la fe. El mundo está de fiesta y el cristiano es ese pájaro de mal agüero al que nadie invita a la feria de las vanidades. Esta modernidad pervertida y pervertidora  hoy se entretiene más que nunca deslumbrada por las luces cegadoras del vino y las rosas, de la carcajada frívola y el licor de garrafa. Este botellón lo organiza el mismo anfitrión eterno que un día quiso ser igual que Dios, y que reina ahora sobre los corazones de tantos que han expropiado el valle de lágrimas y han instalado en su lugar un chiringuito donde hacen negocio las multinacionales del sexo, los carteles de la droga y los precursores de la cultura de la muerte. Es un rastro inmenso de charlatanes de feria que nos venden la mercancía envenenada que pregonan los lanzadores de chismes y calumnias que un día tras otro se asoman a las pantallas de la televisión, de los que se proclaman nuevos mesías y quieren quitar la Navidad y desterrar al Niño Jesús.

            Por todo ello hoy, más que nunca, hacen falta blogueros que denuncien que ese baile frenético al que se ha entregado el hombre tiene los días contados, que después de la fiesta viene la resaca, que tras la orgía hay que pagar la factura y recoger los platos rotos. Hacen falta blogueros como hacen falta profetas que nos hagan ver que el güisqui no es tan inofensivo como el agua, que siembren de palabras el camino para que los que regresen de los paraísos artificiales no se pierdan, que sus reflexiones sean como las migajas de pan que riegan los senderos para que reconozcamos el camino correcto oculto entre las hojas muertas o enterrados en el barro fresco.