
En Norteamérica este doctor era
un especialista muy prestigioso. Había llevado a cabo intervenciones delicadas
con gran éxito. Pero hasta aquella aldea remota del continente negro llegaban
enfermos afectados de males como la tuberculosis o la malaria. Muchos morían
antes de ser atendidos. Sin utensilios de cirugía, sin fármacos adecuados, el
galeno se sentía como un sabio inútil incapaz de afrontar las operaciones más
sencillas.
Un día llegó a la consulta un
joven afectado por una grave enfermedad. En la zona del corazón se había
acumulado líquido y, salvo una intervención muy peligrosa que requería de
herramientas de las que no disponía, el hombre fallecería. A pesar de todos los
riesgos y que las posibilidades de éxito eran escasas, se decidió a intervenir.
Con una determinación más audaz que el artefacto más sofisticado, logró extraer
el líquido del corazón del muchacho y salvarlo.
Después de la euforia inicial
tras el éxito de la operación, a los pocos días volvió la desilusión del facultativo
al ver cómo cada día expiraban tantos pacientes por patologías que en cualquier
hospital del primer mundo tendrían fácil remedio. El joven curado advirtió la
tristeza de aquel hombre blanco que le había salvado la vida y le soltó a
quemarropa:
-Tú aún te preguntas para qué
viniste hasta aquí. Yo te lo diré: viniste por mí.
Es posible que aquel doctor que
viajó miles de kilómetros con su bata verde y su currículum cargado de
menciones cum laude, al enfrentarse a
la realidad se dejó vencer por el síndrome del Mesías. Esa pandemia que, a lo
largo de los siglos, ha doblegado la voluntad de tantos hombres buenos.

-¿Fracasos? No sé de qué me
hablas. Con cada descubrimiento me enteré de un motivo por el cual una bombilla
no funciona. Ahora ya sé que hay mil maneras de no hacer una bombilla.
Gustavo Adolfo Bécquer es el
poeta preferido de los corazones románticos y los espíritus melancólicos. Sus
poemas se estudian en los institutos y universidades y su obra es reeditada una
y otra vez desde hace casi de siglo y
medio. Pero sabemos que fue un hombre atormentado, víctima de pasiones
delirantes y amores contrariados, que nació pobre, vivió pobre y murió pobre,
como lo definió Azorín. Jamás llegó a conocer el éxito de su obra, pero no por
ello sus lectores seguimos fascinados con las rimas que, cada primavera, harán
que vuelvan las oscuras golondrinas que aprendieron los nombres de tantos
enamorados.
Van Gogh llegó a pintar
novecientos cuadros y mil seiscientos dibujos en unos diez años. Sin embargo,
mientras vivió apenas logró vender unos pocos. Murió sin blanca, pero hoy día
es uno de los pintores de cuyas obras más se han escrito y mejor se han pagado.
Fracaso fue el que debió sentir
Juan el Bautista cuando, a pesar del ayuno casi permanente, de andar pregonando
por todos los caminos de Tierra Santa la buena noticia de Jesucristo y
congregar multitudes de seguidores, se llamaba a sí mismo como la voz que
predicaba en el desierto. Fracaso debió de ser el sentimiento que atormentó a
Abraham cuando quiso salvar a Sodoma si encontraba cincuenta personas justas.
Después de regatear con el Señor en un diálogo maravilloso, logró que Dios se
conformase con hallar sólo a diez hombres buenos con los que poder salvar a
todo un pueblo. Pero el Señor no es Diógenes que se hubiese conformado con
encontrar a un hombre honesto. Abraham ni siquiera reunió ese número de diez, y
Sodoma fue destruida. Fracaso fue el que acompañó durante los treinta años en
que oró y lloró Mónica por la conversión de su hijo, Agustín de Hipona, cuando
pareció que las plegarias las esparcía el viento y no llegaban al cielo.
Tomás de Kempis escribió La Imitación de Cristo mientras vivió
recluido en un monasterio hasta que murió a los noventa años. Ese libro es del que
más ediciones se han publicado después de la Biblia, y ha sido el abrevadero en
el que han bebido tantos santos y tantos místicos, pero la primera vez que su
obra fue impresa fue tras el fallecimiento de Kempis.
San Pablo escribía sus epístolas
a plazos en los altos que hacía en el camino, mientras tejía tiendas con Aquila y Priscila, estaba preso o se
recuperaba de los intentos de asesinato que sufrió. Eran cartas dirigidas a
comunidades pequeñas y eran leídas en asambleas reducidas. Esos textos viajaban
por desiertos, bajaban barrancos y atravesaban montañas, probablemente a lomos
de mulo o en carretas destartaladas. Es muy posible que alguna vez se perdieran
y volvieran a recuperarse, que tuvieron que ser escondidas ante el acoso de los
perseguidores de los cristianos. Cuando las escribió es razonable pensar que el
apóstol jamás calibró el alcance que llegarían a tener en el futuro para la cristiandad.
Durante décadas, incluso siglos, esas cartas tan profundas tuvieron un público
muy escaso, pero operaron como la gota que va erosionando hasta perforarla,
segundo a segundo, la roca milenaria. Para entonces, la masa crítica de los
fieles logró que, dos mil años después, los textos San Pablo sean proclamados
cada día en iglesias, asambleas y hogares por millones de personas, creyentes o
no, de todo el mundo.

Si algo debemos aprender los
católicos es a convivir con el fracaso. Iniciamos a los niños en el camino de
la fe, estamos con ellos durante años impartiéndoles catequesis, les
acompañamos el día de su primera comunión, y luego ya desaparecen de nuestra
vida. Durante la misa, en ocasiones miramos a nuestro alrededor y empezamos a
echar de menos a caras de gente conocida que se sentaban en los bancos junto a
nosotros, y que ahora se han esfumado sin dejar rastro porque encontraron
pasatiempos más entretenidos que asistir a los oficios. Nos cuesta santiguarnos
cuando bendecimos la mesa, decimos “salud” en lugar de “Jesús”, eludimos la
polémica cuando se habla de religión y callamos como muertos cuando atacan
nuestra fe.
El día de Pentecostés, aquel
obrero vehemente y temeroso que sólo sabía de pesca y de remendar redes, rompió
de cuajo todas las ataduras que le ataban a la camilla de su cobardía cuando el
Espíritu Santo le inyectó de una sola vez un chute con sus siete dones. El
libro de los Hechos nos cuenta
después cómo Pedro salió a la plaza y largó un sermón en que en un solo día
convirtió a tres mil. Los pesimistas dirán que hoy necesitaríamos de tres mil
santos para cambiar a un solo pecador.

Edison
decía que muchos fracasos de la vida han sido de hombres que no supieron darse
cuenta de lo cerca que estaban del éxito cuando se rindieron, y que las
personas no son recordados por el número de veces que fallaron, sino por las
ocasiones en que triunfaron. Poetas, pintores, místicos y santos, todos
cargaron la pesada mochila del fiasco. Muchos de ellos pudieron sentirse
tentados de considerar inútil cualquier esfuerzo y abandonar la lucha a mitad
del camino. La mayoría logró un triunfo diferido que no pudieron disfrutar,
pero su esfuerzo fue la lluvia fina y tenaz que empapó el camino donde
levantamos hoy los santuarios en los que alabamos al Señor.
En
mayor o menor medida, todos somos tocados por esa parálisis fatal que es el
pesimismo. Contagiados por esta sociedad actual del éxito fulgurante, la
movilización de masas y las listas de éxitos, el evangelizador de hoy publica
bitácoras con la confianza que, desde el primer día, recibamos miles de
visitas. Los predicadores modernos sueñan con llenar estadios, los escritores
católicos con que sus obras se reediten sin parar, los misioneros carismáticos
con que, al imponer las manos, se levanten de sus sillas de ruedas los
paralíticos, que los tuertos y los ciegos vuelvan a ver, y que hasta algún
muerto resucite.
Pero
sólo somos profetas de andar por casa, de rosario, zapatilla y albornoz. Nos
han ordenado que echemos la semilla y aguardemos a la cosecha, pero nos parece
poco el grano recibido para la inmensidad de los trigales que esperan ser
sembrados. Nos ahoga la responsabilidad de la tarea formidable ante la pequeñez
de nuestras fuerzas, porque el mal ejemplo de un solo cristiano deshonesto
logra más apóstatas que el trabajo sucio de un millón de ateos furiosos. Dios
logra mejores resultados con un solo corazón limpio que con un ejército de
propagandistas faltos de caridad. Nunca podremos cambiar el mundo nosotros
solos, pero podemos y debemos transformar las realidades próximas que nos
sobrecogen por su injusticia. Dios no nos pide ningún milagro: ésos corren de
su cuenta.
Excelente texto hermano Saulo ! Muestra una realidad y deja clara la actitud necesaria en esta y en todas las épocas para difundir y vivir el cristianismo. Un saludo fraterno, invocando a Cristo.
ResponderEliminarMe encanta el blog, y me quedo! ...Saludos desde Paraguay!
ResponderEliminarHermoso post. Gracias Hermano Saulo. Te invito a visitar mi blog www.susanatopasso.blogspot.com
ResponderEliminarPues muy bien. Ser uno mismo y con sus llamadas y creencias. Si los demás valoran que valoren, si olvidan que olvidan; yo prefiero el olvido. Es horrible permanecer en boca de otros.
ResponderEliminarGracias Hermano Saulo que bien hace recordar que sigamos sembrando con fidelidad aunque nunca veamos la cosacha y aunque hayan muchos fracasos un solo exito para Gloria de Dios, una sola alma que se acerque a El vale la pena el esfuerzo.Hilda
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