La
mayoría de nosotros habremos contemplado alguna vez la construcción de grandes
maquetas levantadas con fichas de dominó. Durante semanas, quizás meses,
extraordinarios artistas de lo minúsculo logran alzar grandes imperios a escalas:
ciudadelas, torreones, pórticos, basílicas, estadios, catedrales. Esas
colosales construcciones son dispuestas en un ensamblaje milimétrico a través
de invisibles vasos comunicantes conectados con la pericia de un cirujano.
Finalmente, con la pieza que remata la obra, un pequeño impulso no más violento
que una caricia desata una fuerza de cataclismo que avanza como un víbora
asesina que escala alturas, desciende rampas, describe círculos, atraviesa vías
de tren, penetra por boca de túneles y ríos de juguete demoliendo torres y
basílicas, desbordando lagunas, liberando una cólera infernal que, en pocos
segundos, convierte en un montón de chatarra sin vida una fabulosa obra de
ingeniería.
Decía Einstein que era más fácil descomponer un
átomo que deshacer un prejuicio. Quizás por eso a lo largo de los siglos los
difamadores siempre han acumulado éxito y fortuna. En el siglo XIX, Mary Monk
escribió la autobiografía Awful
Disclosures en la que contaba
su pasado de novicia en un convento canadiense. Allí las religiosas servían de
esclavas sexuales para obispos y cardenales. Salvo los títulos de Mark Twain,
nadie logró nunca vender tantos ejemplares en aquella época, superando las
300.000 copias. Pero tuvo que ser su madre la que la desenmascaró: Mary Monk ni
profesó como monja ni siquiera fue nunca católica.
Ya Tertuliano en el siglo II lo advertía: Si el Tíber baja caudaloso o el
Nilo muy bajo, si el cielo permanece cerrado o la Tierra se mueve, si llegan la
peste o la hambruna, el grito es: “Los cristianos al león!”. Desde entonces los seguidores de
Jesús eran culpables de todo: se volvían incestuosos, organizaban orgías,
incendiaban ciudades, practicaban canibalismo. Insistiendo en la Antigua Roma,
con la Damnatio Memorae se condenaba el recuerdo de una persona
tras su fallecimiento. Se proscribía su memoria, se borraba su nombre en las
inscripciones de piedra y su estirpe era obligada a cambiar los apellidos
familiares. En este siglo XXI también tenemos ilustres calumniadores
anticatólicos, se llamen Dan Brawn o Pepe Rodríguez.
Cada día que pasa la promesa de Cristo que nada
ni nadie podrí destruir su Iglesia se hace más cierta. A lo largo de estos más
de dos mil años esa Iglesia ha sobrevivido al Imperio Romano, a las invasiones
bárbaras, ha resistido al martirio de los primeros siglos, de la Revolución
Francesa, de la Mexicana, de la Guerra Civil española, a los cuatro mil
sacerdotes asesinados por los nazis; ha sabido sobreponerse al pecado de muchos
de sus miembros, a la división del protestantismo, al comunismo, al telón de
acero, al materialismo, al relativismo moral, y ha dejado en ridículo a
Napoleón, Nietche, Voltaire, Marx, Stalin, Hitler, y a los miles de pepitos
grillos que a cada dos por tres nos anuncian la agonía de la Iglesia.
Los enemigos de la Iglesia buscan nuestra
apostasía. Pero no debemos olvidar que, por cada ejemplo de corrupción católica
que nos citen, podremos contestarles con mil testimonios de santidad. Si nos
citan al Papa Borgia o Pablo IV, nosotros podremos recordarles a San Pedro,
Juan XXIII o Juan Pablo II. Si nos hablan de las docenas de curas pederastas
que nos avergüenzan a todos, les remitiremos al medio millón de sacerdotes
ejemplares repartidos por el mundo, fieles a la Iglesia, al evangelio, a
Cristo. Si nos hablan de algunas leyendas negras católicas, les mostraremos las
muchas realidades blancas católicas. Podremos hablarles de los miles de
misioneros aventurados en selvas remotas, en aldeas devastadas por la guerra,
la enfermedad y el hambre, de hombres y mujeres que lo dejaron todo, que son
los primeros en llegar y los últimos en marcharse, perdidos en ciudades sin
nombre estragadas por las epidemias y el asesinato, y que llegan para levantar
escuelas, llevar alimento y medicinas, mostrar consuelo y repartir cariño a
miles de seres mutilados por la metralla, estragados por el sida o consumidos
por la lepra y la disentería. Hombres y mujeres al cuidado de hospicios y
ambulatorios, asilos y leproserías, cárceles y hospitales, curando llegas,
cerrando hemorragias, apretando una mano cuando ya nadie la acaricia. Podremos
hablarles de la inmensa contribución de la Iglesia al arte y la cultura: las
cientos de maravillas góticas que siembran Europa, las obras de tantos genios
de la pintura, de la escultura, de la música, de la arquitectura, de la poesía
y de la mística; genios todos ellos que sin el impulso de la fe católica serían
menos genios y menos artistas. Podremos hablarles de la tradición y de la
historia. Nuestros pueblos tendrían que reinventarse de nuevo si les despojáramos
de sus fiestas patronales; nuestros padres, hermanos e hijos no serían
reconocibles si no les llamáramos por sus nombres de pila cristiana. Si de un
manotazo quitáramos todo lo que el mundo le debe a la Iglesia, tendríamos que
comenzar de nuevo la historia, porque hasta todos aquellos que vivieron como
oposición a la fe habrían perdido buena parte de su razón vital.
Nuestra fe católica ha dado figuras como San
Francisco de Asís, la Madre Teresa o el Padre Pío; místicos como Santa Teresa o
San Juan de la Cruz; filósofos como San Agustín y Sto. Tomás de Aquino;
artistas como Miguel Ángel o Leonardo; arquitectos como Gaudí, Herrera o
Bernini; las misas de Mozart, el Mesías de Hendel o el Ave María de Schubert.
Debemos comportarnos orgullosamente católicos,
bajo esa fe inconmovible que no desfallece ni ante la muerte de un hijo, que no
desmaya por la devastación del terremoto o la furia del huracán, que no se
acobarda ante la difamación. Hablo de esa fe dotada de una fuerza
extraordinaria que sujeta nuestra mano y que impide que golpeemos a quien nos
arremete, gritar a quien nos chilla, ofender a quien nos insulta; que produce
el milagro que convierte los panes y los peces cuando el salario no llega y las
fuerzas se agotan, cuando la esperanza parece inútil; la que nos impide
traicionar a la esposa, abandonar a los hijos o saltar al precipicio.
Los católicos ya hemos cedido mucho terreno ante
el feminismo, el marxismo, el proabortismo, los lobbys gays, el relativismo
moral, los esclavos-pensadores del progresismo y la eutanasia. Nos han robado a
Dios de las escuelas, de la televisión, de las leyes de la sociedad. Eso no les
parece suficiente. También quieren arrebatárnoslo de nuestros hogares, de
nuestras conciencias, de nuestras vidas. Pero, aunque sólo nos quede un palmo
de trinchera que defender, aquí estaremos, con Cristo, con María, con la
Iglesia, hasta el último aliento.