
Andrés quedó impresionado y se
preguntó: “¿Quién es éste hombre que
convierte el agua en vino?”.
Se atrevió a lanzarle un reto:
-Ahí
tengo esa miseria de agua. Ven, y conviértela en vino.
Pero
no acudió ese hombre que convierte el agua en vino.
Sólo
venía, de mes en mes, la carta de aquel sacerdote que se presentó como servidor
del buen Dios.
Andrés
agradecía estas cartas que lo aliviaban, aunque fuera por breves momentos, de
la angustiosa monotonía de su vida carcelaria. Es que ahora se hallaba en el
castillo de Thierry, en el pabellón de estricta seguridad, celda tan estrecha
que puesto de pie y estirados los brazos tocaba ambas paredes con los dedos, y
sabía además que día y noche lo vigilaban por la mirilla enrejada de su puerta.
Cierto
día, que leía con aburrimiento el Evangelio que le había regalado su amigo, el
cura, leyó el episodio de Jesús clavado en la cruz. Al leer el ruego del ladrón
arrepentido: Nosotros estamos pagando lo
que merecemos por nuestros crímenes, pero éste no ha hecho nada malo, sintió
una conmoción dentro de sí mismo, sobre todo cuando el ladrón le dijo a Jesús: ¡Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu
reino!
Andrés
leyó también la generosa respuesta de Jesús: Hoy estarás conmigo en el Paraíso.
Estos
pasajes bíblicos le ofrecieron, le hicieron ver la bondad de Jesús. Pero él
quería probar en sí mismo esa bondad de Jesús, y así le dijo:
-Si
esta misma noche, a las dos y media vienes a despertarme y estar conmigo,
conoceré que todo esto que se narra en el Evangelio es verdad.
Pero
era casi imposible que él pudiera despertar a esa hora, ya que en la cárcel
todas las noches le suministraban un fuerte somnífero para impedir que
escapase.
Sin
embargo, a las dos y media, Andrés fue despertado por la voz de alguien que le
decía.
-Andrés,
soy Yo… Jesús, el que fue crucificado. Vengo porque tú me has citado para esta
hora.
Eran
exactamente las dos y media de la madrugada.
Por
segunda vez oyó el recluso la misma voz tan clara, tan amorosa, que le dejó
traspasada el alma:
-Andrés,
Soy Yo. Vengo porque me has llamado.
Al
mismo tiempo, los muros dejaron paso a una claridad magnífica como si el cielo
descendiera al horrible calabozo y Andrés vio al Señor que le mostraba las
manos heridas, los pies heridos, el costado abierto…
Y
entonces, Andrés Levais, el gánster peligroso, el escapado de varias cárceles,
el que lanzaba puñetazos y salivazos a quienes intentaban detenerlo, quedó
iluminado, anonadado, convertido.

Cinco
horas más tarde, cuando pasaban lista a los presos, lo encontraron en la misma
postura: de rodillas, llorando, clamando a Dios. Con inmensa gratitud
confesaba:
-Yo
le había gritado que viniera para cambiarme el agua en vino, pero Él ha venido
para cambiarme la oscuridad en luz, la desesperación en alegría, los pecados en
gracia de Dios.
Así
lo repetía a sus compañeros de prisión, convertido en predicador cristiano con
enorme admiración de todos ellos: así lo ha confesado públicamente por escrito.
La
conversión de Andrés, ocurrida el 12 de junio de 1969 en la cárcel de Thierry,
impresionó tanto a los otros presos y a los funcionarios, y fue tan sincera y
tan perseverante que, pasados seis años, el propio director del penal consiguió
que el Ministerio de Justicia lo pusiera en libertad cuando aún le faltaban
varios años para cumplir su condena. Andrés Levais empleó esa libertad para
anunciar a muchas personas, especialmente a sus antiguos conocidos, que “debemos amar a Jesús porque Él nos amó
primero”.
Su
testimonio, tanto en persona como grabado en cinta magnetofónica, circula por
las cárceles y conmueve los corazones. No pocos se han convertido, y no ha
faltado quien ha pedido el bautismo.
Un
día le dijeron:
-Eres
un privilegiado: tú has visto a Jesús con sus llagas, por eso tu fe es tan
grande.
-Los
privilegiados son ustedes. Jesús le dijo al apóstol que no quería creer: “Porque me has visto, Tomás, has creído.
Felices los que creen sin haber visto”. Esos son ustedes: Yo vi a Jesús
cuando vino a buscarme y a perdonarme. Por eso creen en Él y no me canso de
darle gracias. Ustedes creen sin haber visto: ¡los privilegiados son ustedes!
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