
Pero en la del último día mi
compromiso con los contrayentes era más fuerte que mis prejuicios a las uniones
civiles. Así fue que me presenté con mi ropa de domingo, recién afeitado y oliendo
a colonia italiana, estreché muchas manos, di algunos besos y unos pocos
abrazos, y con una sonrisa tan grande como para tragarme un buzón de correos, me senté en medio de un público al que no
había visto en mi vida tratando de pasar desapercibido en el cuarto de hora que
duró la ceremonia.
No hubo marcha nupcial, ni lluvia
de arroz ni pétalos de rosas. La juez citó medio código civil y el secretario
se arrancó con unos versos laicos tipo “Eres
un sueño, una esperanza, un sol/ hecha carne y deseo sin control”. No hubo padrinos sino testigos, el poder del
celebrante no lo hacía con la autoridad de la Iglesia, sino de la Constitución,
y decretó la unión no en nombre de Dios, sino del Rey.
Todo fue de una austeridad casi
de camposanto, de una sencillez tan utilitaria que tuve la impresión que acaba
de asistir al momento en que un funcionario expedía un certificado, y no al
enlace sagrado de dos personas que han decidido unir sus vidas para siempre.
Esto ocurrió el mismo día que me
entero que, en los últimos diez años, en España han pasado de casarse cinco
parejas cada mil habitantes, a poco más de tres y media. Quizá pudiera
explicarse por la legalización de las uniones gays y el divorcio exprés. Ése
que te permite que a los tres meses puedes romper el vínculo porque tu esposa
ronca o el marido se niega a limpiarse los zapatos en el felpudo antes de
entrar en casa. Hay hojillas de afeitar que tienen una vida más larga que
muchos matrimonios. Es la banalidad de la sociedad de hoy. Si el Estado no se
toma en serio esa institución tan básica, ¿por qué lo habrían de hacer sus
ciudadanos?
Vemos todos los días como la
televisión y los medios de comunicación trivializan sobre las bondades del
divorcio. Conozco familias en las que conviven hermanos de tres o cuatro padres
distintos y que viven con la pareja de la madre que no es progenitor de
ningunos de ellos. Nos están haciendo creer que en cada ruptura no hay seres
humanos desgraciados e hijos que acaban siendo rehenes de sus padres, como
parte del botín de unos cónyuges que se despedazan uno al otro hasta ver cuál
de ellos se lleva la mayor parte de la galera hundida.
Escuché una vez la respuesta de
un cardenal a la pregunta de por qué la Iglesia se oponía al matrimonio de las
parejas del mismo sexo si ellas no se iban a celebrar en lugar sagrado. Porque
entre un matrimonio entre cónyuges hombre y mujer –respondió- y una unión entre
sólo hombres o sólo mujeres, hay la misma diferencia entre un billete verdadero
de quinientos euros y otro falso. A base de circular los falsos, los verdaderos
pierden valor.
Creo que esto es lo que está
ocurriendo. Para los nuevos españoles el matrimonio es un billete de monopoly
que vale lo mismo que nada.