El Valor de lo Insignificante

Pero, quizás veinte, treinta y
hasta cincuenta años después, el mundo sigue girando sobre el mismo eje
torcido; el dinero y el sexo continúan sujetando los hilos que mueven los
sueños de los humanos, y el hambre y la injusticia, la sangre y las lágrimas
nos recuerdan que el hombre sigue siendo un lobo para el hombre.
Una sola persona no podría
acarrear toda el agua de un océano, derruir una montaña o leer todas las
palabras que hayan sido escritas jamás. Pero esa misma persona podría ser el
que coloque o culmine la primera o la última piedra de cualquier edificio
colosal, el que corone una cima que otros antes no pudieron explorar o el
atleta que sea el que porte el testigo y cruce la meta en una carrera de
relevos.
A cada uno de nosotros a veces la
vida nos desarma. Nos desnuda frente a la inmensidad del caos y nos empuja a
llorar en el rincón en donde se desconsuela los ángeles que llevan heridas de
plomo en sus alas. Perdemos la esperanza, nos maniata el pesimismo, parece que
nada de lo que hacemos vale la pena, que nada tiene sentido y nada alcanza su
fin. Dar unas monedas a un hambriento, prodigar una sonrisa, reprimir una
palabra de ira o sarcasmo, dar los buenos días a quien nos vuelve la cabeza,
tal vez no cambien el mundo, pero ayudan a transformarlo.
Es inútil pretender fletar un
buque gigantesco con las bodegas cargadas de alimentos con los que cubrir las
necesidades de pueblos enteros del tercer mundo; pero quizá con esa humilde
limosna logremos saciar el hambre del pobre de la esquina más próxima. El
hombre bueno se engrandece cada día con pequeños gestos, el mundo es un poco
menos caótico cuando en medio de la batalla resplandece una sonrisa. Las
carreras de un crío, la madre que se afana en el hogar, el conductor que nos da
paso, la persona que se agacha a recogernos las cosas que se nos han caído, todos
ellos nos recuerdan que Dios sigue llamando a los bienaventurados que llenarán
la tierra.