
Una
hora más tarde, en el autobús, dos adolescentes van sentadas tecleando sus
teléfonos a velocidad frenética. En medio de ellas está una señora de mediana
edad.
-¿Con
quién hablas, hija?
-Con
mi amiga Amanda.
-¡Jesús,
qué madrugadora! ¿Y dónde está ella ahora?
-Ahí,
al lado tuyo.
Facebook, Tuenti, Whatsapp, Bluethooh, son
términos que parecen extraídos de la jerga de robots que habitan planetas gobernados
por máquinas y artificios de acero. Pero no, están aquí y dirigen nuestras
vidas.
Vemos
a nuestros hijos entretenidos compulsivamente hablando por el móvil, navegando
en la red de estos terminales, descargando audios o intercambiando fotos.
Llegan a casa y acampan a vivir frente a la pantalla del portátil tratando de
llenar una nueva hoja del álbum infinito de las instantáneas expuestas en la plaza pública de Twitter. Nadie tiene un segundo de
silencio sin que perciba el murmullo de una máquina taladrando los sesos con
ritmos raperos o manteniendo una conversación insulsa con el compañero de clase
o con la misma novia con la que acaba de pasar las últimas ocho horas. En esta
sociedad tecnológica, es un don nadie el que no tiene abierta una cuenta en la red social o ha
logrado agregar al menos a cien amigos.
Machado
escribió una vez que quien habla solo espera hablarle a Dios un día. Ahora
preferimos charlar hasta aburrirnos con cachivaches de todo tipo antes de ponernos
delante de la voz interior que nos marca el rumbo o corrige el camino
equivocado.

Ahora
todas las niñas quieren ser princesas, la primera actriz, la solista del grupo
de éxito, la que mejor baila, la reina de la fiesta o la más guapa del
universo.

Hemos
consentido que las nuevas tecnologías sean la maestra de nuestros hijos, su
guía moral; le hemos entregado la custodia a esa bestia de ojo cuadrado y rabo
de cobre que nos entretiene con caramelos envenenados. Los padres hemos dejado
que nuestros pequeños sean rehenes inconscientes y felices de una tecnología
que nos maneja a su antojo.
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