
La
muerte de su abuelo le hace hundirse en el pesimismo. Después de vivir el derrotismo
de filósofos como Taine o Renan, encuentra consuelo en la música de Beethoven y
las obras de Shakespeare y Baudelaire.
Pero
en la navidad de 1886 iba a ocurrir el acontecimiento de su vida.
"Así era el desgraciado muchacho que el 25
de diciembre de 1886 fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de
Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias
católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un
estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta
disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un
placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer,
volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del
pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban
cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la
muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del
lado de la sacristía”.

“Entonces
fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un
instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con
tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal
certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después todos los
libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han
podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el
sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una
verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho muchas veces,
reconstruir los minutos que siguieron a este instante
extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo,
formaban un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se
servía para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño
desesperado: "¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es
verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo!
¡Me ama! ¡Me llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el
canto tan tierno del “Adeste” aumentaba mi emoción”.
Claudel sintió la
presencia de Dios, no con los ojos ni con cualquier otro de los sentidos. Lo
experimentó de una forma tan nítida que le transformó por completo, y estuvo
seguro que no había sido un artificio irracional de su imaginación ni un
espejismo engañoso. Esta presencia poderosa y extraordinaria ha sido percibida
por otros conversos.

El Paul Claudel materialista y naturalista
lucho durante años con el gemelo rebelde que se había enamorado de Cristo en
una iglesia la noche de Navidad.
“Esta resistencia duró cuatro
años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y
completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y
tuve que abandonar, una tras otra, las armas que de nada me servían. Esta fue
la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que
Arthur Rimbaud escribió: "El combate espiritual es tan brutal como las
batallas entre los hombres. ¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan
fácilmente la fe, no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué
torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las
bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar -así lo pensaba-
si volvía a la verdad, me retraían de todo”.
Esa noche de Navidad, Claudel regresó a casa y
necesitó refresca su corazón árido de tantas lecturas ateas.
“Pero,
en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a
mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora tan extrañas, tomé una
Biblia protestante que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi
hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de esa voz tan dulce y a la
vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar
en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia de Jesús y, fiándome de la
palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se hubiera declarado Hijo de
Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una majestuosa simplicidad, las
impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los ojos. Cierto, lo reconocía
con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era a mí, a Paul, entre todos,
a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo tiempo, si yo no le
seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación. ¡Ah!, no necesitaba
que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él había pasado yo mi
"temporada". Esas pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué
me importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que
acababa de revelárseme?"
("Mi conversión". 10-13.).
"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí una mano firme.

“No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico. (...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!".
Paul Claudel resumía
de forma lacónicamente maravillosa el día en que un tren muy pesado se salió de
la vía de su materialismo y le arrastró con él hacia los andenes del Evangelio:
“Asistía
a vísperas en Notre-Dame, y escuchando el Magníficat tuve la revelación de un
Dios que me tendía los brazos”.
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