-Sí, lo juro.
Este diálogo lo habremos escuchado
decenas y hasta centenares de veces a través del cine y la televisión. Un testigo
sube al estrado y pone a Dios por testigo de que cuanto va a decir es cierto.
En ocasiones, cuando las pruebas
forenses no sitúan al acusado con las manos en la masa, cuando no hay rastro de
indicios documentales, cuando se carece de móvil, medios y oportunidad, la
carga de la acusación recae sobre la veracidad de los testigos. Es entonces
cuando el ojo de la desconfianza presta su atención y pone su vista sobre la
persona que, sencillamente, pasaba por ahí en el momento en que ocurrieron los
hechos. Se investiga su vida, se saca a la luz si debe multas de tráfico, paga
los impuestos o si pega a su mujer; se escarba en su basura, se le enfrenta a
amigos y vecinos buscando de qué pata cojea o si esconde algún cadáver en el
armario. En muchos casos el testigo parece la persona encausada porque, al fin
y al cabo, esa persona que da su palabra de que las cosas ocurrieron tal y como
él las cuenta es el que debe responder con su testimonio de la libertad o la
condena a presidio a aquel a quien acusa.

Pero no somos de fiar. Se
abandonan los hijos, olvidamos nuestros deberemos como padres en los años más
difíciles de nuestros hijos, las parejas se rompen por la infidelidad –es decir,
por no haber cumplido con nuestra palabra dada-; por todas partes nos llegan
noticias de estafas y de fraudes, de políticos que se enriquecen con el dinero
del pueblo o de listillos que nos vacían los bolsillos con falsos paraísos o
negocios piramidales. Detrás de todo este caos, hay una persona o un grupo de
ellas que ha faltado a su palabra dada. Y en sus fraudes y mentiras descubrimos
que no son personas de honor. Durante esta última crisis financiera hemos
sabido de bancos y de inversores que engañaron a sus clientes y siguieron
viviendo tan ricamente como si el asunto no fuera con ellos.

Para
el caballero cristiano de la edad media, la palabra dada era casi un
sacramento. Un creyente sabía que debía responden ante Dios de sus promesas. En el verano de 1522, los
habitantes de la isla de Rodas vieron aparecer la impresionante flota otomana.
Temblando los contaron: trescientos navíos. Y por si fuera poco el propio Sultán
Soliman en persona los dirigía. El Gran Maestre de la Orden
de San Juan, que
gobernaba la isla, Felipe de Villiers, después de contemplar a su enemigo,
recontó sus fuerzas: seiscientos caballeros y seis mil soldados. Pocas fuerzas
para enfrentarse a los 100.000 hombres de solimán. Resistir se antojaba
imposible. Pero desde el 29 de agosto en que empezó el asedio hasta el 21 de
diciembre en que Rodas se rindió, los asaltantes perdieron ¡80.000 soldados! Y si el Gran
Maestre enarboló la bandera blanca no fue por su voluntad sino por salvar a las
mujeres, ancianos y niños, “cuya sangre hubiera caído sobre mi cabeza”.
El Sultán dijo de él que “Por tener un servidor como tú, yo daría uno de mis
reinos”. Al día siguiente de la rendición, el Sultán, confiado
en la palabra del Gran Maestre, visitó la ciudad con un pequeño séquito, tan
pequeño que sus visires le advirtieron del peligro que corría al exponerse de
aquella manera. Pero el Sultán, conocedor de la valía del Maestre, respondió: “Su
palabra me basta”. Y así fue.

La Cruz y el Microscopio (8)
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