
Ése fue el pensamiento
que se me vino a la cabeza cuando, días pasados, mientras leía los comentarios
a un excelente post de un bloguero católico, un par de ateos trataban de
rebatir al autor recurriendo al argumentario rancio de las riquezas de la
Iglesia, el genocidio causado por las religiones o el viejo mantra de que la
ciencia está contra la fe. La primera pregunta que me escuché decir fue: ¿Qué
hacen estos ateos en misa? ¿Por qué le quitan el micrófono al cura y son ellos
los que nos dan el sermón?
Nada de lo que decían
es individuos harían plantearse su fe a ningún creyente medianamente seguro de
sus convicciones, pero la situación expone muy bien el dilema de si debemos
aceptar en nuestro blogs los comentarios de gente que se invita a sí misma, no
para debatir civilizadamente sobre las disyuntivas trascendentes del ser
humano, sino para lanzar sus tomatazos racionalistas presentando al creyente
como un ingenuo aferrado a supersticiones sin sentido que les impide disfrutar de los placeres de la vida y, de paso, amargan
la existencia a los hombres sensatos al
prevenirle sobre las penas del infierno. Soy de los que piensan que las ovejas,
aunque tengan la tentación de querer
pasar como vecinas hospitalarias, nunca deben invitar al lobo a cenar.
Al socialista y
agnóstico Harry Heine, un día un amigo le preguntó por qué ya no se construían
catedrales. La respuesta de Heine fue que los hombres de aquellos tiempos
tenían convicciones; nosotros sólo tenemos opiniones. Cuando uno escucha los
argumentos de los ateos basados en el copia y pega anticlerical, las
fabulaciones antirreligiosas, las leyendas negras sin demostrar, el hablar de
oídas y el propagar el bulo y la calumnia, no podemos dejar de sospechar que el
ciber-ateo tiene muchas más opiniones que convicciones. De otra forma no les entendería
cuando sostienen que la Iglesia debería vender sus riquezas y fundirla en lingotes
de oro. Quizás en el mundo yupi de los ateos exista algún procedimiento químico
capaz de transformar en oro, por ejemplo, el mármol con que Miguel Ángel
esculpió la Piedad, los frescos de la Capilla Sixtina o el
baldaquino de Bernini
Para encontrar las
respuestas adecuadas muchas veces sólo hay que formular primero las preguntas
correctas. Los eternos misterios del hombre ¿por qué existe el universo?, ¿de
dónde venimos?, ¿adónde vamos? o ¿por qué siempre estamos insatisfechos?, para el
creyente, a la luz de la fe, las respuestas que halla siempre están iluminadas
por el foco de Dios, y todas las piezas le encajan. El incrédulo, que no acepta
la premisa básica de un poder eterno y creador ajeno al espacio y al tiempo,
construye hipótesis y formula teorías que no se satisfacen a sí mismas y que, detrás de cada puerta donde resuelve la respuesta a un
incógnita, se encuentra también con un nuevo interrogante en una infinita
búsqueda de enigmas sin resolver.
Giovanni Papini era un
hombre atormentado, ateo y profundamente antirreligioso que escribía obras
blasfemas en las que ponía en boca de sus personajes frases ésta:
- Hombres: haceos todos ateos, y pronto, Dios mismo, vuestro Dios, os lo
pide con toda su alma.
Pero en su obra Un hombre acabado, Papini reconoce su
profunda infelicidad:
-
Todo está acabado, todo perdido, todo cerrado. No hay nada que hacer.
¿Consolarse? No. ¿Llorar? Para llorar hace falta un poco de esperanza. Y yo no
soy nada, no cuento nada y no quiero nada. Soy una cosa, no un hombre. Tocadme,
estoy frío, frío como un sepulcro. Aquí está enterrado un hombre, que no puede
llegar a ser Dios.
El hombre pagado de sí mismo de otro tiempo, el
escritor que se burlaba de Dios, comienza a suplicar en su desesperación:

El ateo insatisfecho, por fin, encontró a Cristo, y
durante años vivió para rescatar sus obras blasfemas y destruirlas. Enamorado
para siempre de la figura de Jesús, Papini gritaba:
“Cristo está vivo. Es una experiencia emocionante, que encuentra todo
convertido: Cristo está vivo. Oh Cristo, tenemos necesidad de ti, de ti solo.
Tú nos amas… Viniste para salvar, naciste para salvar, te hiciste crucificar
para salvar, tu misión y tu vida es la de salvar y tenemos necesidad de ser
salvados”.
¿Qué buscan los ateos
en los sitios creyentes? ¿Hacernos partícipes de su paraíso en la tierra? Que
no se molesten. Su paraíso de libertad absoluta, sexo banal, placer sin límites
y relativismo moral, no hacen felices a nadie. Ni siquiera a sí mismos. Las
iglesias están llenas de antiguos vivalavida
que lo probaron todo en los supermercados del materialismo, y después de
darse una panzada en los festines del hedonismo, volvieron más insatisfechos
que cuando entraron.
Así se sentía el poeta
holandés Pieter van der Meer mientras era ateo:
“La tierra, dentro de miles o millones de años, será
inhabitable y por fin perecerá. Entonces, será como si este planeta no hubiese
existido jamás, todo será arrinconado en el vacío del olvido. Nadie llevará ya
en sí la memoria de lo que aquellos extraños seres, que un día vivieron en la
tierra y se llamaban hombres, realizaron y sufrieron... Todo habrá sido
perfectamente inútil y esta comedia, que habrá durado miles de años y de la que
nadie habrá sido espectador, podía igualmente no haber tenido lugar. ¿No es
esto de una vertiginosa ridiculez? ¿No es para aullar de angustia y refugiarse
en la muerte?

Poco a poco,
empieza a dudar:
“¿Qué significa la vida, a cuyo término está la muerte, ese inmenso
agujero negro donde vamos cayendo uno tras otro como piedras? Decididamente es
una perfecta estupidez tomarse la vida en serio si no existe el alma. Pero
¿acaso las religiones no son más que un hermoso sueño, bellas mentiras
consoladoras a las que el hombre se aferra ante la perspectiva de desaparecer
tragado por la noche espantosa de la muerte? ¿Contienen una realidad o no son
más que quimeras? Sigo perplejo ante los enigmas. ¿Dónde puedo encontrar la
verdad?
La verdad la
encontró en la fe, y tan grande fue el cambio en su vida que acabó ordenado
sacerdote. Si este holandés, que durante tanto tiempo fue un hombre errante,
viviera hoy y fuera un ateo furibundo como en sus tiempos jóvenes, muy
probablemente estaría comentando como incrédulo en las bitácoras de los creyentes
para lanzar sus proclamas materialistas, quizás tratando de pescar para su
causa a muchas personas piadosas. Y a lo mejor, como este poeta holandés
errante, pudiera ocurrir que fuera a pescar en las aguas de la fe y acabara
siendo pescado.
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