Después
de permanecer varios días en el hospital, me entristece saber que ha vuelto a
ocurrir. Y ya ha pasado muchas otras veces. He tecleado la dirección de un blog
al que seguía desde hace tiempo y, al otro lado de la pantalla, un mensaje
fatídico me informa que esa bitácora ha sido cancelada.
Lo más probable es que el autor del
sitio se cansara de escribir. Puede que se le agotaran las ideas o las
palabras, que le acuciara la impaciencia, que le desarmara la falta de
resultados, que le sobreviniese una enfermedad o que el vértigo de la derrota
le hiciera hundirse en el silencio; quizás le desarmó el hastío de verse, como
el Bautista, predicando en el desierto. De oír sólo el eco de su propia voz
que, como un búmeran, regresara al lugar de partida desde donde fue lanzado
porque no halló por el camino un sitio en el que fuera acogido y diera fruto.
El desánimo es el peor compañero de
viaje con el que se puede compartir la tarjeta de embarque cuando uno emprende
una aventura. Y sí, dar testimonio de la fe es un deporte de alto riesgo, un
lanzarse al vacío con el arnés pendiendo de un hilo y la mochila cargada de
piedras. El bloguero católico es un romántico sin cura al que le hierve la
sangre por llevar el nombre de Jesús a todas las aldeas de la tierra, ya estén a
la vuelta de la esquina, ya se encuentre perdida en los rincones más remotos
del Amazonas o en las entrañas heladas del Ártico.
Escribir un post sobre la fe es
repicar una campana con la esperanza de que su redoble atraiga la atención de
un público que necesita, muy a pesar suyo, refrescarse el alma con el agua pura
del Evangelio. Pero ese acto de escribir es una pasión solitaria a la que se
entregan los idealistas en busca de una respuesta. Por desgracia, ese gesto del
evangelizador es, en ocasiones, un timbre que suena detrás de una puerta al que
nadie acude a responder.

Porque el ser humano es un animal
sociológico. Vivimos con otros, gracias a otros y pensando y haciendo las cosas
por otros y para otros. El zapatero, el carpintero o el sastre no sabrían de su
oficio si antes otros no se lo hubieran enseñado. El catedrático fue antes
profesor, mucho antes alumno y, el comienzo de sus días, un niño analfabeto que
balbuceaba sin sentido. El trayecto que le llevó desde la ignorancia infantil a
la cátedra universitaria estuvo sembrado de puertos de montaña y lugares de
paso donde otros le fueron instruyendo. Aprendemos con la esperanza de que
nuestros conocimientos sirvan a otros; cocinamos para otros, recibimos los
sacramentos por medio de otros, para vivir necesitamos la calefacción, la
electricidad o el agua que otros han transformado en fuente de vida. El ingenio
humano ha logrado diseñar un fórmula uno porque antes otros pioneros, primero,
inventaron la rueda, luego el carro, más tarde un tercero se le ocurrió
añadirle una carrocería, después colocarle un motor y alimentarlo con
combustible. Cuando alguien, sea en el campo que sea, logra colocar la última
pieza que remata una obra, es porque delante de él infinidad de manos y
voluntades se han gastado y han envejecido entregados a esa tarea construyendo
sueños ladrillo a ladrillo.
Nadie escribe para sí mismo. Nadie
es lo suficientemente narcisista para vivir contemplándose el ombligo mientras
a su paso se desbordan los ríos, se estremece la tierra o el hambre y la guerra
se llevan por delante a pueblos enteros. El escritor –incluso el más humilde de
los blogueros- necesita de otros, de su aplauso y de su crítica: es el
despertador ruidoso que le saca de la cama y la adrenalina que le espolea el
ánimo cuando está por los suelos. Lo que menos le conviene es el silencio, que es
ese gas dulce que te van entonteciendo hasta retirarte de la circulación, un
asesino mudo que va aniquilando a su paso cualquier rastro de vida, cualquier soplo
vital sin dejar huellas, volcar los jarrones o hacer añicos la porcelana china.
Cuando el Señor nos advirtió que
hasta de la última palabra tendríamos que dar cuenta, sabía de lo que hablaba.
También de nuestros silencios deberemos responder. Porque a veces hablamos
cuando tenemos que callar y callamos cuando deberíamos haber hablado. Una
palabra puede acariciar pero también matar; un mal consejo puede desgraciar una
vida o hacer descarrilar un tren. Pero el silencio puede hacer que un amor se
marchite o que un bloguero pierda la fe.
Demóstenes prefería las palabras que
salvan a las que gustan. Horacio advirtió que la palabra dicha no sabe volverse
atrás, y Kipling sentenció que ellas son la más potente droga utilizada por la
humanidad, porque sirven para amar y
para odiar, para sortear muro y cavar zanjas, para el abrazo y para la pelea.
No estoy de acuerdo con Confucio
cuando dijo que el silencio es un amigo que jamás traicionada. Miles Davis
escribió que ese mismo silencio es más fuerte que un ruido. Y, en efecto,
cuando callamos en el momento en que es más necesaria que nunca nuestra voz,
actuamos como cómplices necesarios de los que cierran blogs o hacen callar, de
una pedrada, el canto de un ruiseñor.
Yo doy un paso al frente y me
declaro culpable. Culpable de mis silencios y de mis olvidos, de no haber sabido
pronunciar a tiempo una palabra de consuelo, de dar una palmada amistosa, de
emitir un comentario afectuoso, una invitación a seguir adelante ante el
esfuerzo del corredor de fondo que está a punto de coronar una cima y las
piernas le tiemblan y la fatiga le hace desfallecer, y al que sólo un grito de
ánimo puede salvarle de morir en la orilla antes de cruzar la meta.
Corren malos tiempos para la fe. El
mundo está de fiesta y el cristiano es ese pájaro de mal agüero al que nadie
invita a la feria de las vanidades. Esta modernidad pervertida y pervertidora hoy se entretiene más que nunca deslumbrada por las luces cegadoras del vino y las rosas, de la carcajada frívola y el
licor de garrafa. Este botellón lo organiza el mismo anfitrión eterno que un día
quiso ser igual que Dios, y que reina ahora sobre los corazones de tantos que
han expropiado el valle de lágrimas y han instalado en su lugar un chiringuito
donde hacen negocio las multinacionales del sexo, los carteles de la droga y
los precursores de la cultura de la muerte. Es un rastro inmenso de charlatanes de
feria que nos venden la mercancía envenenada que pregonan los lanzadores de chismes
y calumnias que un día tras otro se asoman a las pantallas de la televisión, de
los que se proclaman nuevos mesías y quieren quitar la Navidad y desterrar al
Niño Jesús.
Por todo ello hoy, más que nunca,
hacen falta blogueros que denuncien que ese baile frenético al que se ha
entregado el hombre tiene los días contados, que después de la fiesta viene la
resaca, que tras la orgía hay que pagar la factura y recoger los platos rotos.
Hacen falta blogueros como hacen falta profetas que nos hagan ver que el
güisqui no es tan inofensivo como el agua, que siembren de palabras el camino
para que los que regresen de los paraísos artificiales no se pierdan, que sus
reflexiones sean como las migajas de pan que riegan los senderos para que
reconozcamos el camino correcto oculto entre las hojas muertas o enterrados en
el barro fresco.