Desde los días en
que Judas vendió su alma en la lonja de los traidores y decidió que poner
precio al mismo Dios no valía más de treinta monedas, la barca de la Iglesia
tiene un problema con los que se enrolan a bordo como tripulantes y acaban
saboteándola desde dentro como corsarios amotinados.
Arriano fue
sacerdote y después obispo antes de convertirse en uno de los mayores herejes
de la cristiandad. Richelieu, además de cardenal, no le importó ponerse al lado
de los protestantes que buscaban la aniquilación de los católicos con tal de
apuntalar sus intereses perversos, ni tampoco le preocupó su condición de
religioso para vivir y morir con un hombre inmensamente rico. A lo largo de la
historia, los malos ejemplos y las vidas disolutas de clérigos y consagrados
han servido a los enemigos de Dios para cargarse de munición contra la fe. La
corrupción de algunos papas medievales, los curas pederastas, los teólogos
heréticos, han sido utilizados como carbón con que se atizan las calderas del
odio antirreligioso y el combustible que pone en marcha el anticlericalismo y
el ateísmo viscerales.
El mismo Jesús nos
puso sobre aviso advirtiéndonos de que los hijos de las tinieblas eran más
espabilados que los herederos de la luz. Quizás por eso los cristianos que dan
un mal paso parece como si trabajasen de agentes dobles y que han sido reclutados por el mismo
Satanás. En las últimas décadas ha surgido un nuevo ateísmo que se fundamenta
en la idea de que la religión es causa
de todos los males del hombre, que es urgente suprimirla en todos los ámbitos
de la sociedad porque es la causa primera para que el ser humano sea un ser
infeliz y eternamente insatisfecho. Para hacer arraigar esa idea lanzan bulos e
infunden sospechas contra todo lo católico y, si los hechos no confirmar sus
teorías, se prescinden de los hechos y se refuerza la teoría. Lo mismo da decir
que el anillo papal cuesta millones de euros, que el pontífice calza zapatos de
Prada o que el Vaticano es el mayor accionista en el tráfico de armas. Poco
importa que todo sea una formidable patraña siempre que haya oídos dispuestos a
escucharlas y lenguas destructivas prontas a propagarlas. Que la verdad no
estropee un buen titular, sobre todo si ese titular nos muestra fotos trucadas
como la del Papa haciendo el saludo nazi o a algún monseñor empuñando un rifle
de largo alcance.
Cada cinco minutos
muere un cristiano a causa de su fe, cada año el número de sus víctimas asciende
a 105.000; se estima que durante el siglo XX hubo casi cuarenta millones de
mártires por proclamar la fe en Cristo. Pero nadie habla de ello.
Mientras lees este
post, millones de sacerdotes, religiosos, misioneros y voluntarios católicos
atienden hospitales, hospicios, asilos de ancianos, escuelas y universidades.
Llevan la palabra de Dios, atienden a enfermos, acogen a los refugiados, llevan
alimentos y sanan a leprosos, afectados de la malaria o el sida, dan consuelo a
los ancianos en los últimos años de su vida; recorren el mundo casi sin alforja
ni equipaje, se aventuran en zonas de conflicto y son blanco fácil para los
señores de la guerra, los intolerantes religiosos o la hostilidad atea y
laicista. Pero nadie habla de ello.
Cada día se repite
miles de veces el acompañamiento a los que viven solos y desahuciados, el
consuelo a viudas y huérfanos, se conforta con los sacramentos a los que el pan
del mundo no les alimenta lo suficiente; se lleva la esperanza a los que ya
nada les queda de ella, se acoge al inmigrante y se reparten sopas calientes a
los sin techo. Pero nadie habla de ello.
Los enemigos de la
fe saben que el creyente con pedigrí no deja que su mano izquierda sepa lo que
ha hecho su derecha. Huye de las fotos, rechaza el protagonismo de las
noticias. Sabe que cuando cosen una herida de guerra, enseñan a leer o ponen
vacunas, no hay una cámara cerca para fotografiar el momento.
Cada año se producen
en el mundo cientos de miles de muertos a causa de los errores médicos.
Conocemos casos de aviones que se estrellan, vehículos a los que les falla los
frenos o se les gripa el motor, motocicletas que causan accidentes y muertos,
máquinas que amputan brazos y puentes que se caen, pero a nadie pierde la fe en
la industria aeronáutica, en la General Motors o en los fabricantes de
tecnología industrial. Entre la población de pederastas, violadores y asesinos
en serie, habrá cirujanos, abogados o relojeros, pero, como es razonable, por
el mal ejemplo de esos individuos a nadie se le ocurre perder la fe en la
medicina, el derecho o los relojes suizos.
Los cristianos
honestos son seres entregados y humildes. No han recibido el premio Nóbel, ni
sus fotos ni sus nombres salen ni saldrán nunca en los periódicos. No les
persigue una corte de fotógrafos de prensa, maquilladores y aduladores
profesionales que ponen la alfombra bajo sus pies por donde quiera que pisan.
No hay nadie que les diga cómo tienen que sonreír o cómo mentir con elegancia
ante las preguntas comprometidas. Sus vidas y sus obras nadie las llevará a la
pantalla. Ellos oran y laboran en silencio mientras encomiendan a Dios el alma
de los amigos y de los enemigos mientras zurcen ropa gastada, podan las rosas o
cocinan a fuego lento un puchero de verduras y de amor.
Los buenos cristianos
nunca serán noticia; sólo lo son los que con sus malos ejemplos enfangan el
buen nombre de los seguidores de Jesús. Con esa cruz también tenemos que cargar.
Desde el día de Pentecostés en que los discípulos salieron por los caminos de
la tierra de dos en dos, justos y pecadores debemos transitar juntos, aunque el
sudor y el sacrificio de los justos muchas veces no da para pagar el salario de
los pecadores.