«El Reino de los Cielos es semejante a un
hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía,
vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la
hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos del
amo se acercaron a decirle: “Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo?
¿Cómo es que tiene cizaña?” El les contestó: “Algún enemigo ha hecho esto.”
Dícenle los siervos: “¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?” Díceles: “No,
no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos
crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores:
Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo
recogedlo en mi granero."»” Mateo 13,24-30
Antoñita
acaba de cumplir ochenta años. A su edad, ya le han practicado varias
operaciones, sufrido algunas caídas y se le han roto un par de costillas.
Además de la artrosis, las debilidades de la memoria y los achaques de la
vejez, Antoñita cree que goza de buena salud.
Por
eso cada tarde de jueves, de octubre a junio, reúne a su grupo de niños para
darles la catequesis. Así lleva cuarenta años, dando gratis lo que recibió
gratis, sin un mal ejemplo, sin un grito, sin una falsa sonrisa.

Nunca
ha venido ningún periodista a contar sobre su apostolado silencioso, ni su
nombre ha salido en los periódicos ni hay nadie que la tenga por heroína. Como
tampoco ocupan titulares los cientos de miles de sacerdotes honestos, los
millones de voluntarios católicos que entregan su tiempo a lo largo del mundo
asistiendo ancianos, visitando enfermos, repartiendo desayunos y almuerzos en
los comedores sociales, la multitud inmensa de almas consagradas que gastan la
vida haciendo el bien. Como las religiosas de clausura que oran y laboran por
la conversión de los corazones, para que las manos dejen de empuñar las armas y
los hijos pródigos regresen a casa. Como
los miles de misioneros perdidos en aldeas remotas dando de comer al hambriento
y vistiendo al desnudo, enseñando al que no sabe o consolando al afligido.
Conocí a un hombre en mi
parroquia que viajó cincuenta kilómetros para devolver cinco euros a un
camarero que se había equivocado con el cambio, y a una viuda que siempre hace
un plato de comida de más por si algún pobre llama a la puerta. De entre los
cristianos católicos comprometidos abunda la gente buena, las personas
sencillas y honradas que nunca se saltan las colas, pagan los impuestos y
devuelven lo prestado, que ni mienten ni engañan, que no es ni envidiosa ni
alcahueta.
Junto a ellos, creciendo junto al
trigo, florece también la cizaña. Como el arzobispo que lleva años consagrando
impuramente mientras mantenía relaciones con una amiga de la infancia. Mucho se ha hablado de los sacerdotes pederastas;
nos llegan noticias de alguno otro que sisó el dinero del cepillo y otros que
fueron sorprendidos haciendo circular pornografía con menores. En estos casos
siempre hay mil y un periodistas para coger la parte por el todo y elevar la
anécdota a la categoría de juicio general contra la Iglesia y todos los
católicos. El pecado de unos pocos debemos
sufrirlos todos los demás, las Antoñitas, los misioneros y las
religiosas de todo el mundo. La debilidad y la miseria de un puñado de
pecadores nos señalan al resto, nos anatemizan y nos condenan por igual. Ése es
el salario del creyente honrado: poner nuestro hombro para ayudar a Cristo a
cargar el peso de la miseria humana, seamos trigo o cizaña.
Entonces despidió a la multitud y se fue a casa. Y se le acercaron
sus discípulos diciendo: «Explícanos la parábola de la cizaña del campo.» El
respondió: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es
el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del
Maligno; el enemigo que la sembró es el Diablo; la siega es el fin del mundo, y los segadores
son los ángeles. De la misma manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en
el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que
recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y
los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes.
Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga
oídos, que oiga. Mateo 13,26-43