Ya desde los tiempos en que el
Génesis nos anunció que Caín mató a Abel, al ser humano se nos ha recordado no
sólo que hay buenos y malos, sino quiénes son los buenos y quiénes los
villanos.
David
y Goliat, los tres mosqueteros y Richelieu, Batman y Joker, las hadas madrinas y las madrastras enamoradas
de un espejo, a lo largo de los siglos multitud infinita de honestos y corruptos nos han ido señalando
de qué lado deben estar nuestras simpatías. A veces, la memoria sólo alcanza
para recordar a monstruos como Hannibal
Lecter o Freddy Krueger, Hitler o Stalin.
La
Industria cinematográfica se ha encargado de decirnos en quién debemos enfocar
nuestras filias o a quién dirigir nuestras fobias. Es así como han surgido los
estereotipos en el cine. Estos arquetipos vienen a imponernos a quién amar y a
quién odiar. El lenguaje del celuloide
simplifica lo complicado y a través de personajes o de historias nos
cuelan la ideología con que el director quiere que traguemos.
El
científico loco, la rubia despampanante, la amiga desinteresada que siempre
acude a tomar café cuando peor se pone la cosa, el viejo misterioso, el poli
bueno y el poli malo, los personajes latinos que siempre actúan de sospechosos
habituales ya sea atracando la gasolinera, dirigiendo un cartel de la droga o
apuñalando por la espalda. Son esos secundarios imprescindibles que aparecen en
cualquier momento en que la historia está en punto muerto. Luego están los
lugares comunes como el vehículo que no logra arrancar cuando el protagonista se
dispone a huir, todos los chinos saben
artes marciales y en Seatle siempre llueve.
En
las últimas décadas han surgido dos nuevos estereotipos de héroes y villanos.
Los buenos que están en la cresta de la ola son los homosexuales. Son siempre
los más guapos, los más jóvenes, los que llevan de la mano a la viejita para
que cruce la calle. Son los primeros en llegar y los últimos en marcharse, los
más limpios, los que mejor bailan, los que pronuncian los mejores discursos y
los que nos hacen llorar a lágrima viva. Y si han logrado adoptar a un niño,
son los que mejores los crían. En ellos nunca verás una verruga que los afea ni
una camisa mal planchada, ni les cogerán ni con una factura sin pagar. Todos han cursado al menos una carrera y
tienen soluciones para todo. Estadísticamente no son más del dos por ciento,
pero en las aldeas televisivas donde pueblan son de un número tan grande como
para llenar estadios.
El
gran malo de nuestro tiempo es el católico. Yo no sé si el cine ha hecho tan
famosos a los mafiosos por ser gánsteres o por ser católicos. Los hemos visto
en las películas metidos en un sótano de cuatro metros cuadrados, bajo una luz
mortecina y contando fajos de billetes hasta el amanecer, mientras una niebla
de humo de tabaco les hace entornar los ojos. Siempre van bien vestidos, con
sombreros de ala y trajes de buen paño italiano. Se cargan a familias enteras disparando
un revólver a quemarropa o con una ráfaga de metralleta que empuñan con una
mano mientras con la otra engullen un trozo de pizza. Son personajes capaces de
la extorsión, el contrabando, el tráfico de estupefacientes, la trata de
blancas y el adulterio. Y después de perpetrar semejantes tropelías se van a la
iglesia a bautizar a un ahijado o a confesar los crímenes.
Los
sicópatas religiosos son casi siempre católicos. Si hay un malo, malo, muy
malo, tiene muchas posibilidades de ser católico. Si hay un atracador de
bancos, un extorsionador, el secuestrador de una niña, un cura pederasta o un
contable corrupto, ahí debe haber un católico. Católico y malvado es un tópico
cinematográfico como John Wayne y las películas de vaqueros. En las filmes de
misterio siempre hay un monje albino con ojos de cristal que en cuanto te
descuides verterá matarratas en la sopa. Según los ideólogos de Hollywood, los
católicos siempre escondemos un secreto que nos avergüenza y que, de saberse, cambiaría el curso de la historia. Nos pasamos la vida buscando el Santo Grial
para robárselo a los descendientes del Rey Arturo, que en paz descanse. Al
parecer, en los sótanos del Vaticano existen unas mazmorras donde la curia
tiene encerrado desde hace dos mil años a un enano alcahuete al que se le
tortura a pellizcos y que en cuanto
agarre la puerta empezará a cantar la Traviata.
Yo
no sé ustedes, pero hace mucho que no veo por la calle a un sacerdote con
hábito. Es más fácil ver un burka que
un alzacuello. Pero los guionistas
cinematográficos se empeñan en mostrarnos a curas malos y además todos llevan
hábito.
Lo
que Hollywood no sabe y no quiere saber, es que en cada iglesia, en cada misa
que se consagre el pan y el cáliz, ahí un Santo Grial, y lejos de esconderlo,
llamamos a todos a que pasen y contemplen el mayor milagro de la creación.
totalmente de acuerdo hermano, es lamentable como se utiliza, television, cine, etc... para inculcar el odio, curiosamente siempre hacia los mismos, y como quieren cambiar la sociedad con mensajes subliminales, que afortunadamente cada vez son menos subliminales, y cada vez mas personas se da cuenta de quien es quien en esta sociedad.
ResponderEliminarGracias por este bello blog, y que siga siendo un canal de gracias y bendiciones.
ResponderEliminarMe gusta todo lo que dice.
DTB!!
SL2!!