La primera vez que oí aquella
música fue en 1982. Entonces yo era un joven insatisfecho y rebelde que estaba
cansado de vagabundear sin rumbo buscando un paraíso humano que no existía.
Arrastraba mucho barro en las sandalias y un montón de piedras en la mochila.
Con
todo ese lastre que me aplastaba, lo que yo no podía sospechar es que había emprendido un camino muy largo y
había andando en círculos para encontrarme al final en el mismo punto de
partida: yo sólo buscaba a Dios.
A
rastras, alguien logró llevarme a la iglesia y que asistiera a una misa diez
años después de la última que oí. Si cierro los ojos y trato de verme a mí
mismo cómo yo me sentía esa mañana de domingo, me contemplo sentado en el
banco, con la cabeza hundida por el peso de una montaña colosal y derramando un
montón de lágrimas que caían copiosamente como si dentro de mí brotase un
manantial oculto e imparable cuyo cauce arrastraba muchas penas y muchas
luchas.
Fue
entonces cuando escuché por primera vez El Pescador de
Hombres:
Tú
has venido a la orilla,
No has buscado ni a sabios y a ricos,
Tan sólo quieres que yo te siga.
No has buscado ni a sabios y a ricos,
Tan sólo quieres que yo te siga.
Ese
ritmo cadencioso de vals –un, dos, tres; un, dos, tres- iba meciendo mi
espíritu herido desde la base a la cresta de la ola en un vaivén purificante y
adormecedor que traía consuelo y esperanza para un guerrero cansado como yo me
sentía. Me vi de pronto surcando el mar de Galilea, subido y bajado suavemente
por una marea de esperanza nueva y renacida.
Señor, me has mirado a los ojos,
sonriendo has dicho mi nombre,
sonriendo has dicho mi nombre,
en la arena he dejado mi barca,
junto a Ti buscaré otro mar.
Esa mañana de domingo se cayeron las
costras que me convertían en un ciego funcional, y pude contemplar que allí
estaba Jesús mirándome a los ojos y pronunciando mi nombre. Durante años yo
había recalado en mares tormentosos, en peceras de tiburones, había naufragado
una y mil veces hasta que, aquel día, Cristo me tendía su mano y me invitaba a
faenar en otros mares.

A través de sus letras, el maestro y
el sacerdote nos hizo abrir los ojos para que viésemos la sonrisa de Jesús
mientras pronunciaba nuestro nombre. Nos hizo ver que Cristo nos necesita para
amar porque la vida es un largo caminar por el desierto bajo el sol, que somos
trigo del mismo sembrador, triturados bajo la piedra del dolor, que somos en la
tierra la Iglesia peregrina que es semilla de otro reino. Nos hizo fijarnos en
María como ejemplo de todas las madres que no se cansan nunca de esperar el
regreso de los hijos ausentes, y que nos veríamos juntos en la misa porque es
una fiesta muy alegre. Y que al final, cuando la pena nos alcance por el
hermano perdido, hallemos en la fe la esperanza. Y todos, como Cesáreo, un día
seamos llevados a la luz, seamos devueltos a la vida.
Gracias, Maestro
No sabía nada del autor de la canción, creo que se le conoce muy poco y me alegro de haberte leído. Yo no puedo escucharla sin llorar.
ResponderEliminarSaludos