jueves, 27 de septiembre de 2012

El Cielo no responde (y 4)


La escritora francesa Marguerite Duras dijo: “No creo en Dios pero hablamos muy a menudo”. Este nadar entre dos aguas propio de los que buscan sin saber que lo hacen, se releja con nitidez en el pensamiento de Jean Serment: “He pasado toda mi vida en tensión, como un arco, pero nunca he sabido dónde apuntar y lanzar la flecha”.

            Frente al misterio del dolor humano y el mal en el mundo, el hombre sin fe, como Camus, se pregunta dónde está Dios, por qué permite el sufrimiento de los débiles. A lo largo de todas las épocas, las distintas religiones han querido aportar una respuesta a este dilema que para muchos les resulta insuperable. En el Antiguo Testamento, la enfermedad y las calamidades sufridas por las personas eran fruto de los pecados de sus antepasados. En el Islam, vemos cómo en países como Afganistán o Arabia Saudí, la mujer violada no sólo no es una víctima de un acto cruel, sino que se la considera colaborador de él. En uno y otro país nos llegan casos de mujeres que han sufrido esta agresión y son obligadas a casarse con su violador, e incluso son condenadas a doscientos latigazos y penas de cárcel.

            En el hinduismo, las desgracias que ocurren a los seres humanos son fruto de las malas acciones obradas en las vidas anteriores de los parias que la sufren, y deben pagar con su karma hasta que a lo largo de muchas existencias consecutivas, sus errores sean corregidos por siglos de penitencia. Es frecuente ver a los hinduistas haciendo abluciones en las orillas del río Ganges y cómo, en medio de tantos devotos religiosos, puede verse a enfermos terminales sacudidos por convulsiones. Nadie de los que les rodean acudan a socorrerle y le dejan morir solos porque ése es su karma.

            Sólo el cristianismo puede iluminar ese misterio oscuro que es el sufrimiento humano. Cristo, desde su nacimiento, no se privó de saborear, palpar y oler la fragilidad humana. Nació entre bestias y ruinas porque nadie quiso hospedarle. Al poco de nacer hubo de huir y sufrir exilio porque Herodes le buscaba para matarle. Él, que era Dios y merecía el reconocimiento de su condición divina, debió vivir durante treinta años en una vida discreta y escondida, aprendiendo un humilde oficio lejos de la gloria del mundo. Cuando salió a predicar debió escuchar murmuraciones y calumnias, le acusaron de brujería, de hacer magia negra, de no respetar el sábado, de ser un pobre judío que se proclamaba a sí mismo como Hijo de Dios. Fue traicionado por uno de los mismos que eligió para llevar la buena noticia a todas partes, fue encarcelado y condenado con un simulacro de juicio ni pruebas. En su cabeza le encajaron un casco de púas afiladísimas contra la cual hundieron látigos y palos. Su cuerpo fue desgarrado espeluznantemente por cientos de latigazos de verdugos que se ensañaron con gran vehemencia sobre su espalda. Sin fuerzas, con el hombro desgarrado por una llaga descomunal que dejó el hueso al descubierto, fue obligado a cargar el madero mientras una multitud enfebrecida le lanzaba insultos y blasfemias, gritos y amenazas, le escupían, le empujaban, le zarandeaban, se burlaban de Él. En la cruz, sus manos y sus pies fueron perforados por clavos que quebraron sus huesos y le desgarraron la carne con un dolor insoportable. Mientras agonizaba, su cuerpo desgarrado y torturado se movía sin descanso de un lado a otro buscando un segundo de alivio, rebotaba en dirección contraria y, sin fuerzas, volvía a hacer el recorrido contrario buscando otro instante de paz.

            Que nadie diga que Dios es indiferente al dolor humano, que se cruza de brazos y mira hacia otro lado mientras un niño se ahoga en la piscina, un adolescente la emprende a tiros o un avión cae al mar. Dios se hizo hombre y fue calumniado, torturado y ajusticiado como el peor de los criminales. Él no habla de oídas, ha experimentado nuestra fragilidad humana y se ha calzado la piel del hombre, sabe de lo que hablamos y sentimos cuando alguien mira al cielo y le dice: ¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

            Jesús no sólo sufrió el dolor sino que además nos hizo ver en él una fuente de salvación y un camino a la gloria sin fin. “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados que yo os aliviaré”. “El que quiera salvarse, que tome su cruz y me siga”. “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados, bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos, bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos verán a Dios”. “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron”.

            Cristo no sólo se vistió con el traje del sufrimiento humano, sino que nos hacer ver que el dolor no es gratuito ni arbitrario, que no queda sin recompensa, que las lágrimas y la sangre, la enfermedad y la muerte, pueden convertirse en vales al portador para ingresar por la puerta del paraíso. En palabras del padre Nouwen “Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados. Ésta es la inesperada noticia: nuestra aflicción encierra una bendición oculta. ¡No son objeto de bendición los que consuelan sino los que sufren! De algún modo, a pesar de nuestras lágrimas, hay un regalo escondido. De algún modo, a pesar de nuestros lamentos, se dan los primeros pasos de la danza. De algún modo, el dolor que nos ocasionan nuestras pérdidas es parte de nuestros cantos de agradecimiento”.

            Dostoievski, que experimentó una profunda conversión religiosa cumpliendo condena en una cárcel rusa, hizo esta declaración de amor incondicional a la figura de Jesús:

            “Soy hijo de este siglo, de la incredulidad y de las dudas y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez Dios me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y perfecto que Cristo. Pero además –y lo digo con un amor entusiasta- no puede haber nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y si se probase que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad”.

La Cruz y el Microscopio (14)