Cada viernes noche, al terminar la reunión de
alcohólicos anónimos, Juanjo une sus manos a la cadena de brazos que se toman
de la mano para recitar la oración de serenidad:
-Señor, concédeme la serenidad para aceptar
las cosas que puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar,
y la sabiduría para reconocer la diferencia.
Juanjo
lleva diez años sin probar ni gota. En la mesilla de noche guarda un montón de
chapas donde recuerda los días que ha estado sobrio. Son las medallas del héroe
que ha ganado pequeñas peleas a la botella tras haber permanecido abstemio a
los treinta, a los sesenta, a los noventa días; en el primer aniversario o a
los diez años. Juanjo sabe que esas insignias son picas que ha podido enterrar
tras coronar montañas colosales mientras ascendía con las manos temblorosas y
sacudido como un muñeco por el delirium
tremens: dolores de cabeza, temblores, vómitos, alucinaciones. Cada paso
hacia la cima era un día alejándose en dirección contraria a su debilidad, y un
aplazamiento de la deuda contraída con el borrachito acreedor que es su
voluntad quebradiza. Sabe que el contacto con un copa, aspirar el aroma de un
licor, ver como cae un hilo de güisqui sobre el fondo de un vaso o cómo rompen
las burbujas del champán, liberarían esa sed diabólica que, durante muchos
años, le convirtió en ese hombres destruido y destructor que malogró su
matrimonio, le hizo perder a sus hijos, acabar sin trabajo y sufrir rechazo
social.
El
ex borracho, el ex ludópata, el ex toxicómano, saben que siempre deben convivir
con el duplicado enfermizo que un día fueron. El golpeo inofensivo de unas
copas al chocar un brindis, una tragaperras que dispara de improviso su música
hipnotizadora que nos invita a jugar, el
encuentro casual con un antiguo camello, son las trampas habituales que la
casualidad tiende a diario a quienes un
día dejaron sus hábitos embrutecedores y les devuelven de nuevo a la arena
donde deben fajarse contra sus propias debilidades.
El
convertido es siempre un pecador en rehabilitación. La eucaristía, la
confesión, la oración son nuestras chapas de vivir en sobriedad, las medallas
que hablan de las conquistas que las que hemos salido victoriosos contra
nuestro yo más detestable.
Andrés
fue un hombre que en su juventud fue un gran mujeriego, un juerguista al que se
le veía en todas las fiestas colgado de una mujer en cada brazo. En el sentido
bíblico, conoció a más mujeres que la que podía recordar, conquistas furtivas y
anónimas de las que muchas veces no supo ni su nombre. Y fue un tarambana hasta
que se enamoró de una mujer creyente. Se casaron, tuvieron seis hijos y eran
considerados como cristianos intachables.
Pero
un día la tentación llamó a la vida de Andrés en forma de secretaria, y ahí
comenzó su calvario. Empezó con un cruce de miradas, luego vinieron las
palabras con doble sentido, las conversaciones picantes y el acercamiento
físico. Andrés se decía a sí mismo que todo era un inofensivo juego de
seducción, una distracción tonta de hombre maduro y que, mientras no cruzase la
frontera que acaba en la cama, de nada tenía que avergonzarse.
Ésa
fue la primera jugada maestra que ganó el demonio. Superadas sus defensas
morales, era cuestión de tiempo que la presa se rindiese. Después falló en la
oración, dejó de confesarse, en la misa estaba distraído. Ya el enemigo había
logrado que le entregase todas las armas que tenía para defenderse, y sólo
quedaba el asalto final.
Ese
hombre virtuoso ya no podía pensar en otra cosa que en la secretaria. En sus
ojos verdes, sus rasgos alargados, las pestañas de muñeca, su andar de pasarela
moviéndose junto a él insoportablemente hermosa. Lo siguiente que ocurrió fue inventarse
un viaje de negocios, alquilar una habitación en un hotel de lujo y marcharse
un fin de semana.
Cuando
el pecado nos cautiva sentimos una sensación de alegría física que nos
hace deslizarnos por una pendiente suave y excitante, por un vértigo
cosquilleante que se acumula en el estómago y nos obliga a mantener los ojos
cerrados para no ver que el guía que
maneja esa montaña rusa no es otro que un monstruo.
El
ser humano siempre viaja con una serpiente enroscada al cuello que le tienta a
comer manzanas prohibidas. El hombre viejo es ese cobrador del frack que se
presenta en los peores escenarios de nuestra vida para avergonzarnos con cobrar
una deuda atrasada. Es ese personaje siniestro con gabán y sombrero de gánster
que, a lo largo de la existencia, nos persigue implacablemente. Hay temporadas
en que parece que le hemos perdido la pista. Le damos esquinazo si sabemos
poner de por medio la tierra de la oración y la vida austera. Otras veces nos
pisa los talones y debemos enfrentarnos de cara con esa réplica fea del antiguo
hombre de pecado que fuimos.
Ya
en el bar del hotel, antes de subir a la habitación, la secretaria de Andrés se
encaminó a los lavabos a retocarse el maquillaje. Cuando él fue a pagar las
copas, se le cayó al suelo la foto de su familia. En ese cartón de 9,5x7 vio
pasar toda su vida. Los ojos congelados de los suyos cobraron vida, y comenzaron
a mirarle como si estuvieran allí mismo, no al otro lado de un papel gastado y
amarillento. Se dio cuenta de que su infidelidad no era cosa que le incumbía a
él solo. Si la llevaba a cabo, tenía que pasar por encima de una gigantesca
montaña de traiciones. Traicionaría sus votos matrimoniales, a su mujer, a sus
hijos, a cuantos le tenían por un modelo de esposo y de creyente, traicionaría
veinte años de su vida, traicionaría a Dios. Su adulterio sería una victoria
siniestra de todo lo que había odiado desde los días en que se casó.
Mientras
recogía del suelo la foto, notó la mirada de Dios que le observa desde aquella
instantánea en la que posaba junto al resto de los suyos, y echó de menos a
Cristo. Ése que nos coge por los hombros cuando estamos borrachos y nos lleva a
casa, descalza nuestros pies y nos mete en la cama, el que vela nuestros
sueños, la fuerza que nos hace dar un paso más cuanto estamos reventados, ese
ilusionista fabuloso que saca palomas de los pañuelos y nos devuelve la fe
cuando menos confianza tenemos. Pero también el que se aparta si le rechazamos
y se queda en segundo plano porque respeta nuestra libertad de seguirle o de
rechazarle.
Andrés
pensó en la mujer prohibida que de un momento a otro volvería de los lavabos, y
en la legítima que aguardaba en casa ajena a la traición. Pensó en el antes y en el después del pecado que iba cometer, y en el durante. Un solo
momento de alegría física partiría en dos su vida e iba a dejar un roto
profundo en su vida. Se confesaría, sí; Dios le perdonaría, también, pero le
iba a quedar un remiendo áspero en su alma, una costura mal acabada que siempre
notaría con el roce de los recuerdos. No había recambio para el traje de su
espíritu. Debía vestir con él para siempre.
Andrés
pagó la cuenta y telefoneó a su mujer.
-¿Qué
tienes para cenar? –le preguntó a su esposa-. Ya salgo para casa.
También
los pecadores tenemos un lugar donde nos reunimos para reconocer los frágiles
que somos. En cada celebración de la misa, los arrepentidos damos un paso al
frente y le decimos.
-Ya
sabes quién soy, Señor. Perdóname porque he pecado contra el cielo y contra ti.
Madre mia. Cuanta verdad encierra esta entrada. Llevo un rato meditando lo leido, sintiendo la culpa y la necesidad de la reconciliación y la alegria que se que me espera tras obrar como se que debo en esos acontecimientos de mi vida en los que en malo pone la trampa y Dios los medios para no caer siempre en ellas.
ResponderEliminarBendición hermano, sin duda el Espiritu te ilumina con tan sabia forma de llegar a nosotros.
Clarísima explicación de la frase bíblica: "el que dice que no tiene pecado es un mentiroso".
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