Esteban lleva treinta años buscando a Dios, pero aún no lo sabe. A los
trece años tuvo su primer encuentro sexual, a los catorce vomitó la primera
borrachera y lió el primer porro; a los dieciocho, el carnet de conducir, el
primer coche y la primera novia.
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Desde entonces cada verano cambia de coche y de novia. Pasó del hachís a la
heroína, se casó tres veces y se separó otras tantas. Buscando el vértigo de
los que desprecian la muerte, practicó paracaidismo, pesca submarina y
puenting; viajó por medio mundo, ejercitó el yoga, el reiki, la meditación
trascendental y se unió a la Nueva Era. Consultó el porvenir con echadoras de
cartas e invocadores de espíritus. En otra época a Esteban le dio por el
coleccionismo. De lo que fuera: de relojes de oro, de cuadros carísimos y de
cachivaches sin nombre que amontona en cualquier parte.
Cada puerta que abre se le antoja que será la definitiva, que habrá llegado a
la meta. Detrás de ella, surgen siempre nuevos umbrales que traspasar, puentes
que debe cruzar, desafíos que es necesario afrontar.
Un viernes por la noche, después de apurar el último güisqui y de que se
apagaran las brasas del último porro, se vio conduciendo solo, hacia las
afueras, donde los lugares no tienen nombre y las personas como él huyen de sí
mismos. Paró en lo alto de un mirador. La tierra parecía cortada a cuchillo
sobre un acantilado de rocas puntiagudas y asesinas. El mar estaba al final de
un abismo infinito. Un cuerpo arrojado desde allí haría que cualquier cuerpo,
por pesado que fuera, se desintegrara en lo que el diablo se restriega un ojo.
Le sedujo la idea, Un salto y se acabaría la eterna búsqueda, los cuadros, la
bebida, los espiritistas. La tentación era más poderosa que un chute de
heroína. Cuando iba a levantar la pierna para arrojarse, se encontró a su lado
con un viejo que le miraba. No decía nada, sólo le observaba. Y allí permaneció
junto a él una, dos, tres horas. Se marchó Estaban y también el viejo. Volvió
al otro día, y el anciano ya le esperaba. Intercambiaron unas pocas palabras,
cosas sobre el tiempo, lo mal que está el mundo, lo que cuesta llegar a final
de mes. Tres semanas más tarde, Esteban ya no iba allí para matarse, sino
atraído por aquel anciano de sonrisa bondadosa y maneras de santo que tanta paz
le transmitía. ¿Cuál era el secreto de su felicidad siendo tan viejo y tan
pobre? ¿Y si la alegría austera del viejito se pudiese aprender y no fuese necesario seguir buscando
Gracias, hoy me siento al lado de un viejecito asi leyendo esta entrada, me viene muy bien para la tristeza que me invade.
ResponderEliminarUn abrazo.