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Hace
algunos años, en el metro Washington, un hombre se sentó en una silla y comenzó
a tocar el violín. Era enero y hacía un frío espantoso, pero durante cuarenta y
cinco minutos aquel joven interpretó seis obras de Bach. En ese tiempo se
calcula que pasaron por delante del músico alrededor de mil personas.
Tuvo
que pasar casi tres minutos para que el primer hombre se parara ante el
violinista, pero hasta poco después no fue cuando recibió de una mujer la
primera moneda: la arrojó rápidamente en la lata sin detener su marcha. Un
momento más tarde, alguien se apoyó contra la pared para escucharle, pero
enseguida miró el reloj y continuó su camino. El que más atención prestó fue un
niño de tres años, que luchó durante unos segundos con su madre para que le
permitiera quedarse a escuchar, pero su madre le cogió del brazo mientras el
chiquillo volteaba la cabeza hacia atrás buscando al músico. Esta circunstancia
se repitió con otros niños, y sus padres actuaron de la misma forma que la
primera madre. En los tres cuartos de hora que duró el concierto callejero,
sólo siete personas se detuvieron y otras veinte dieron dinero. En total, el
músico recaudó unos treinta y dos dólares. Cuando acabó de tocar, no hubo ni
aplausos ni reconocimiento.
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Si
nos fijamos en los distintos personajes, tenemos en primer lugar a una masa
anónima que pasa delante del violinista sin fijarse en él; para éstos el músico
es absolutamente invisible. Están los que echan unas monedas en el bote pero
sin pararse a observar el espectáculo, la calderilla que dejan es para
satisfacer una caridad de oficio, una entrega sin amor, mecánica, lo mismo
darían la limosna a un mono saltimbanqui, a un comedor de fuego o a un
mimo. Aparecen después los niños que se empeñan en quedarse y las madres
que les empujan a seguir caminando. Para los críos la prisa es una cosa de
mayores y lo miran todo con los ojos nuevos de la inocencia. No entienden por
qué sus madres les impiden quedarse y observar, qué emergencia es la
que les acucia. Está la chica que le reconoció, paralizada tanto por la entidad
del artista y del valor de su violín, como por el desconocimiento del público
hacia la categoría del músico y de la incapacidad para reconocer su pericia
artística. Finalmente, está Joshua Bell, el violinista, aclamado días antes en
Boston por un público numeroso y entendido y que, si careciera del éxito de los
ambientes elitistas, a duras penas sobreviviría como artista callejero en una
gran ciudad. Seguiría siendo el mismo gran artista interpretando con la
maestría de un genio las obras de Bach desde las notas sacadas con un
instrumento de millones de dólares, pero nada de eso le salvaría de pasar
inadvertido.
Jesús
es ese artista anónimo y prodigioso que toca cada día para nosotros obras
maestras mientras nos sale al encuentro como alguien invisible y extraño, al
que quizá a veces arrojamos unas monedas sin amor camino del trabajo. Ese
virtuoso único que despliega un tesoro de valor infinito para que los cojamos a
manos llenas, donde hay metida en un cofre sin fondo una fortuna que nunca se
agota.
A
veces el corazón anhela la vida reposada de los monasterios, donde la
existencia se saborea despacio y los instantes transcurren a cámara lenta como
captadas por las lentes de esas cámaras ultramodernas que nos permiten observar
cómo estalla una palomita de maíz, la explosión de una flor o cómo, en lo que
dura un parpadeo, una oruga se transforma en mariposa. Cuántas veces Cristo
pasa inadvertido por nuestra vida, incluso de las mismas iglesias, y apenas le
dirigimos una mirada o un rezo distraído, pero Él sigue igual de tenaz tocando
la más maravillosa de las músicas de la manera más increíble esperando que
alguien le preste un poco de atención.
Conocia esta historia y me parece algo no solo insolita sino que realmente pone a prueba lo que hemos llegado a ser. Yo personalmente reconozco que de ir sola, me hubiese parado menos tiempo del que hubiese querido y sin duda hubiese reconocido el talento, aunque no al artista por mi falta de cultura. Eso si, de haber ido con alguno de mis hijos seguro que me quedo hasta el final del repertorio. Eso me hace ver una vez más el porque mi vocación, que en un momento dado de mi vida se me desveló hacia el matrimonio y ser madre, cuando era otra la que yo esperaba. Los hijos son un flotador que nos salvan. Me pongo en la situación mientras te leo y es la conclusión a la llego con respecto a mi vida, la de dar gracias a Dios una vez más por los hijos que me ha dado. Estos monstruitos que ademas de sacarme de quicio, también son el ancla que me ayudan a afirmarme.
ResponderEliminarGracias por contarnos las cosas como lo haces.
Un abrazo.
Si no cambias y os haceis como los ninos,no entrareis en el Reino de los Cielos.
ResponderEliminarQue lastima que dejemos que las experiencias de la vida, nos haga esconder a ese nino que todos llevamos por dentro.
Preciosa entrada.
Mil bendiciones.