San
Agustín escribió que quien salva un alma, asegura su propia salvación.
Arquímedes pedía una palanca para mover el mundo; los creyentes de hoy
necesitamos recitar un millón de avemarías para conmover el ánimo de un solo
pecador.
Todos tenemos un impenitente de
cabecera, un alma particularmente querida por la que pedimos con esfuerzo
redoblado por el padre alcohólico, el hijo que se gasta el sueldo y consume la
salud y destruye la paz de los que le rodean a causa de los estragos del juego,
el sexo o la droga, el amigo blasfemo que escupe sobre el santo nombre de Dios.
Por ellos rezamos novenas, ofrecemos misas o multiplicamos ayunos y
penitencias.
Pero, a veces, esa tarea se presenta
como un echar andar siempre cuesta arriba, sin llanuras donde repose nuestros
pies exhaustos ni puertos de avituallamiento; sin que sople viento favorable
que te empuje, aunque sea un poquito. Antes al contrario, el caminar del
evangelizador –profesional o vocacional como los blogueros- es un trabajo
sufrido, gris, de pequeñas recompensas y grandes desiertos, de pocos aplausos y mucho bregar en el escenario del mundo con un público difícil más
dispuesto al rechazo y al tomatazo que a los vítores y al hosanna.

Los ojos de la sociedad están
puestos hacia donde apuntan los potentes reflectores que colocan sobre el
primer plano del escenario a quien mete más goles, lleva más público a los
conciertos o cuentan con más seguidores en las redes sociales. En casi todos
los casos, son personajes que no llevan vidas modelos o que de sus
comportamientos visibles dudosamente podríamos sacar provecho moral alguno.
En la sombra, lejos de la algarabía
trompetera del que más entradas vende o más éxitos ha colocado en las vistas de
los números uno, los cristianos seguimos ofreciendo lo mismo al mismo precio
que hace dos mil años –lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis-, porque la
buena nueva de Cristo es un elixir sin fecha de caducidad.
