En
la novela de Truman Capote “A sangre fría”, uno de los personajes hace un
paralelismo de lo que podría ser la eternidad que, desde que leí la obra hace
algunos años, me ha parecido una de las mejores alegorías de lo que podría ser
el tiempo sin tiempo, la eternidad.
Sin ser una cita textual, viene a
decir más o menos así:
“Si un pájaro empezara a
transportar, grano a grano, toda la arena que hay en la playa más inmensa que
pudiera existir, llevarla al otro lado del mundo, y volver a hacer el viaje de
vuelta, cuando ese ave termine de vaciar esa playa tan enorme, grano a grano,
ése sólo sería el primer segundo de la eternidad.
No se puede entender la relación de
Dios con el sufrimiento humano sin considerar la promesa de eternidad. Cuando
un padre levanta las manos al cielo buscando justicia por el hijo asesinado, en
medio de la tragedia y el mayor de los sufrimientos, el corazón humano presenta
el último recurso ante la Justicia Divina con el convencimiento de que Él
reparará el dolor y el desorden causado por el mal ciego y arbitrario.
Frente a la tragedia del dolor
humano, Dios dispone de dos comodines para congraciarse con el hombre: el de la
justicia y el de la misericordia. Con ambos pagará generosamente las obras de
los verdugos y la tragedia sufrida por los inocentes. Y el tiempo de Dios no es
el tiempo del hombre, no son horas y días contados que pasan fugaces. Él
dispone de toda la perpetuidad para afrentar al injusto y premiar a sus
víctimas. Sin la premisa de lo que nunca se acaba, sin poner sobre el tablero
de juego los ases de la justicia y de la
misericordia, no podemos decir que Dios se retira del juego antes de tiempo o
que Dios es indiferente al mal del mundo.
Imaginemos dos pasajeros que viajan
de noche en un vagón de metro. Ambos se bajan en la misma estación, atraviesan
el andén al mismo tiempo y salen a la calle por la misma boca de metro. El
hombre es un violador; la mujer será su víctima. Conociendo el final de la
historia, los que no creen en Dios a causa del mal en el mundo, razonarían que,
si ese ser tan bueno al que llamamos Dios existiese, fulminaría al violador
repugnante con el sablazo de un infarto, le arrollaría un camión o le llovería
sobre su cabeza un trozo de cornisa del tamaño del Titánic. A la mujer la
dejaría que llegase a su casa y que aquel día sólo fuese uno de tantos otros
donde no pasa nada.
Pero Dios es padre de ambos, de la
víctima y también del bárbaro. A los dos seguirán amando por igual y a los dos
dará cada día la oportunidad del arrepentimiento y la conversión. Además, la
historia puede que no acabase ahí. Puede que, fruto de ese delito tan sucio, la
mujer se quede embarazada y, a pesar de todo el griterío de la sociedad actual
fascinada por escoger el camino fácil y la vía utilitaria, decida tener a su
hijo. Que después lo dé en adopción o que lo críe ella misma, que el hogar
donde se eduque el pequeño sea un sitio de amor, que fruto de esa felicidad
familiar salga un niño, un joven más tarde y un adulto finalmente dotado de un
gran amor al prójimo. Que ese hijo de una violación funde un hogar para niños
sin techo, un centro de acogida para los parias de la tierra o una granja donde
se rehabilitan toxicómanos o ludópatas; que ese ejemplo arrastre a otros a dar
limosnas para que más niños abandonados o enfermos compulsivos en busca de redención
tengan una cama caliente, una sopa en la mesa y una esperanza de recuperar el
mando sobre sus vidas; que muchos otros jóvenes sin esperanza vean en ese
ejemplo una forma de dar sentido a sus vidas caóticas, que se unan a esas
fundaciones, que su testimonio llame a otros a hacer lo mismo, y que estos
otros se muevan por el mundo haciendo una obra buena. Y además de todo esto, al
violador que tenemos sentado en el banquillo le puede ocurrir como aquel que
causó la muerte a Santa María Goretti mientras intentaba forzarla, que el
ejemplo de su víctima le transformó. Dios conoce mejor que nadie su oficio y
siempre tiene un plan B.
La
Cruz y el Microscopio (12)
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