La
Revolución francesa fue algo más que la igualdad, la liberad y la fraternidad,
la guillotina, Robespièrre y la toma de la Bastilla. Para los católicos fue una
época de purificación y de martirio. En la región de la Vandée se calcula que
más de ciento veinte mil creyentes fueron asesinados por no dejarse someter a
los dictados del terror revolucionario. Se nacionalizaron los bienes del clero,
se desmanteló la red educativa católica, se abolieron los votos religiosos; los
sacerdotes pasaron a ser funcionarios del Estado y los sacerdotes que se
negaban a jurar como apóstoles de la nueva religión laica eran asesinados.
Miles de religiosos y monjas fueron ejecutados; cuarenta mil fueron obligados a
huir del país, las obras de arte fueron destruidas, se cambió la adoración a
Cristo por el culto a la diosa Razón.
Después de las matanzas de
sacerdotes durante aquel período terrible, uno de los jefes de la República que
había asistido al saqueo de las iglesias y al genocidio de los consagrados, se
dijo así mismo:
-Ha llegado el momento de reemplazar
a Jesucristo; voy a fundar una religión enteramente nueva que esté de acuerdo
con el progreso.
Al cabo de unos años, el inventor
Reveillère-Lapauz acude desconsolado a Bonaparte, que por entonces era primer cónsul.
-¿Lo creerías, Señor? Mi religión,
tan linda, no prende.
-Ciudadano, colega –dijo Bonaparte-,
¿tenéis seriamente la intención de hacer la competencia a Jesucristo? No hay
más que un medio; haced lo que Él. Haceos crucificar un viernes y tratad de
resucitar el domingo.
El siguiente relato, ambientado en
la revolución francesa, son palabras que dirigió Monseñor Gaume a un ateo. Para
fijar mejor la idea, podemos trasladar la acción desde el siglo XIX al XXI, la
guillotina por la cámara de gas o la silla eléctrica, los pescadores del río
Loira francés, por cualquier banco de pesca de los océanos y mares del mundo, y
veremos lo actual del ejemplo y cómo, por muchos siglos que han pasado o que
pasaran, el asombroso surgimiento del cristianismo sólo pudo haber ocurrido
porque Dios está detrás moviendo los hilos de toda la trama:
“-Puesto que pretendéis que la
conversión del mundo por un judío crucificado es una cosa muy natural y muy lógica,
¿por qué, después de tantos siglos, nadie ha repetido jamás el experimento?
Ensayadlo vos mismo, os lo ruego. Nunca empresa alguna fue más digna de un gran
corazón: vuestra filantropía, vuestra compasión por el género humano, doblegado
bajo el yugo de la superstición, os prohíben rehusar el experimento propuesto;
conocéis los elementos del problema y los tenéis al alcance de la mano.
Un día bajáis a las orillas del
Loira, llamáis a doce marineros y les decís: “Amigos míos, dejad vuestras barcas y vuestras redes, seguidme”. Ellos
os siguen; subís con ellos a la inmediata colina y, apartándoos un poco, los
hacéis sentar sobre el césped y les habláis de la siguiente manera:
“-Vosotros me conocéis, sabéis que
soy carpintero e hijo de un carpintero. Hace treinta años que trabajo en el
taller de mi padre. ¡Pues bien! Estáis en un error; no soy lo que vosotros
pensáis. Aquí donde me veis, yo soy Dios; yo soy quien ha creado el cielo y la
tierra. He resuelto hacerme conocer y adorar en todo el universo hasta el fin
de los siglos. Quiero asociaros a mi gloria. Aquí tenéis mi proyecto: empezaré
recorriendo, durante algún tiempo, las campiñas de Nevers, predicando y
mendigando. Se me acusa de diferentes crímenes, y yo me ingenio de tal modo que
me hago condenar a muerte y conducir al cadalso. Ése es mi triunfo”.
“Algunos días después de mi muerte,
vosotros recorreréis las calles de Nevers, detenéis a los que pasan y les
decís: Oíd la gran novedad. Aquel carpintero que vosotros conocíais, que ha
sido a condenado a muerte por el tribunal y guillotinado en estos últimos días,
es Hijo de Dios. Él nos ha encargado de decíroslo, y de ordenaros que le
adoréis con nosotros; de lo contrario iréis al infierno. Para tener la dicha y
el placer de adorarle, todos vosotros, hombres y mujeres, pobres y ricos,
debéis empezar reconociendo que vosotros y vuestros padres y todos los pueblos
civilizados no habéis sido hasta aquí más que unos idiotas, y que os habéis
engañado al adorar groseramente al Dios de los cristianos.
“Después debéis arrodillaros a
nuestros pies, decirnos vuestros pecados, aun los más secretos, y hacer todas
las penitencias que nos parezcan bien imponeros. Luego os complaceréis en dejar
que se burlen de vosotros y os insulten, sin decir una palabra; consentiréis
que os encarcelen, sin oponer la menor resistencia, y finalmente, os
entregaréis para ser decapitados en una plaza pública, creyendo allá en lo
íntimo de vuestro corazón que nada más grato podía aconteceros.
“No debo ocultároslo: todo el mundo
se burlará de vosotros; no importa, vosotros hablaréis siempre. El comisario de
policía os prohibirá que prediquéis mi divinidad: vosotros no le haréis caso, y
seguiréis predicándola con doblado fervor. Os arrestarán nuevamente, os
azotarán; dejaos azotar. Finalmente, para imponeros silencio, os cortarán la
cabeza: dejaos cortar la cabeza; entonces todo marchará a las mil maravillas.
“Cuando todo esto haya sucedido,
habremos obtenido un triunfo completo; todo el mundo se querrá convertir, yo
seré reconocido como el verdadero Dios, se me adorará en Nevers, en París, en
Roma, en Londres, en San Petersburgo, en Constantinopla, en Pekín.
“Bien pronto el taller de mi padre
se convertirá en una hermosa capilla, a la que acudirán turbas de peregrinos de
los cuatro puntos cardinales. En cuanto a vosotros, seréis mis doce apóstoles,
doce santos, cuya protección se invocará en todo el universo. ¡Qué gloria para
vosotros! Convertir el mundo no es más difícil de lo que acabo de deciros, y
ése es mi proyecto. Como veis, es muy sencillo, muy frágil, muy conforme a las
leyes de la naturaleza y de la lógica. Puedo contar con vosotros, ¿verdad?
Es fácil adivinar cómo sería recibido
semejante discurso. Me parece oír a los buenos marineros, furiosos por la burla
de que son objeto, increpar entre amenazas a su autor; me parece verlos
descender a la ciudad y anunciar por todas partes que el carpintero fulano ha
perdido la cabeza… Y no me extrañaría oír que, ese mismo día de los homenajes
divinos, gozaría del privilegio indiscutido de ocupar el primer puesto entre
los locos.
Sin embargo, notémoslo bien, el
proyecto del carpintero de Nevers, que es, sin duda alguna, lo sublime de la
locura, no es más insensato que el de Jesús de Nazaret, si Jesús no es más que
un simple mortal. ¿Qué digo? Es mucho menos absurdo todavía. Un carpintero de
Nevers no lleva desventaja a un carpintero de Nazaret; un francés guillotinado
no es inferior a un judío crucificado; doce marineros del Loira valen tanto, si
no más que doce pescadores de los pequeños lagos de Galilea.
Hacer adorar a un ciudadano francés
del siglo XIX es menos difícil que adorar a un judío en el siglo de Augusto. En
el primer caso, sólo sería preciso apartar a los pueblos de una religión,
contraria a todas las pasiones. En el segundo caso, era necesario arrancar a
los pueblos de una religión que halagaba todos los malos instintos del hombre.
Así, pues, cuando se quiere explicar
el establecimiento del cristianismo por causas humanas, se llega con la mayor
facilidad al último grado de lo ridículo. Y, sin embargo, no hay efecto sin
causa: haga lo que quiera el incrédulo, el cristianismo es un hecho, y este
hecho importuno se yergue ante él con toda su sublimidad. Si, pues, no hay
causa humana que pueda explicar el establecimiento del cristianismo, hay que
reconocer una causa divina.
La
Cruz y el Microscopio (10)