Durante su juventud, el pintor holandés Rembrandt
alcanzó el éxito, la fama y la fortuna, pero en los últimos años se vio
arrastrado por la tragedia personal y la ruina económica. Pintó con asombroso
talento escenas bíblicas en las que vertía tanto su conocimiento agudo y profundo de los retratos evangélicos,
como la fuerza y el genio de una mente extraordinariamente dotada para la
composición artística. Quizás su mayor sobra fue El Regreso del Hijo Pródigo.
Otro holandés y autor de otro Regreso del Hijo Pródigo, fue el
sacerdote Henri J.M. Nouwen. Este autor católico dejó escritos más de veinte obras
espirituales que contaron con un público numeroso y entusiasta tanto entre
católicos como entre protestantes.
Obsesionado por la obra de Rembrandt,
Nouwen viajó hacia Rusia y, en el museo del Hermitage de san Petersburgo,
disfrutó de cerca del cuadro original durante muchas horas, a solas en un museo
desierto donde contempló, observó y meditó una y otra vez en presencia de la
obra original. Al paso de la luz sobre el tiempo, el lienzo iba contando
historias distintas, la claridad iluminaba o difuminaba a los personajes según incidiesen
sobre ellos el sol del mediodía o la
luminosidad mortecina del ocaso. Personajes que por la mañana parecían
sepultados bajo una niebla de claroscuros, al atardecer emergían en planos
donde sobresalían sobre el resto.
Nouwen escribió El Regreso del Hijo Pródigo con una réplica de la obra que le
acompaña haya donde fuera. Mientras nos va descubriendo los secretos de la obra
de Rembrandt, el sacerdote va presentando a los personajes uno por uno. A
medida que va profundizando en los secretos de la pintura, Nouwen está
convencido que la fuerza de atracción que ejerce sobre él el lienzo se debe
exclusivamente a que se identifica con el personaje del hijo que vuelve a la
casa del Padre.

La
primera fase consistió en mi experiencia de ser el hijo menor. Los largos años
de enseñanza en la universidad, así como mi intensa implicación en los asuntos
de América Central y del Sur, habían hecho que me sintiera algo perdido. Había
ido de un sitio a otro, había conocido gente de todo tipo y formado parte de
cantidad de movimientos. Pero al final me sentía sin hogar y muy cansado.
Cuando vi la manera tan tierna que tenía el padre de apoyar las manos en los
hombros de su joven hijo y de acercarlo a su corazón, sentí muy profundamente
que aquel hijo perdido era yo y que quería volver como lo hacía él para ser
abrazado como él. Durante mucho tiempo pensé en mí mismo como en el hijo
pródigo que vuelve a casa, anticipando el momento de ser recibido por mi Padre.
El autor entonces decide mirar al Hijo
Pródigo a través del espejo retrovisor para que le devolviese la imagen del
personaje cuando emprendió la marcha:
Regresar es volver al hogar después
de haberlo abandonado, un volver después de haberse ido. El padre que da la
bienvenida al hijo está muy contento porque éste estaba perdido y había sido
encontrado, (Lc 15,32). La inmensa alegría al volver el hijo perdido
esconde la inmensa tristeza de la marcha. El encuentro deja detrás la
separación; la vuelta a casa esconde bajo su manto el momento de la partida.
Mirando el regreso, tierno y lleno de alegría, siento que debo atreverme a
saborear los tristes acontecimientos que le precedieron. Sólo cuando tenga el
coraje de profundizar en lo que significa dejar el hogar, podré entender de
verdad lo que es volver a él. El amarillo con matices marrones de la ropa del
hijo parece bonito cuando se observa en rica armonía con el rojo del manto del
padre; pero lo cierto es que el hijo va vestido con harapos que delatan la
miseria que ha dejado atrás. En el contexto de un abrazo apasionado, nuestra
ruina interior puede parecernos hermosa, pero su única belleza proviene de la
compasión que despierta.
La primera sorpresa para el sacerdote, es que alguien
le hace ver que quizás él no sea el hijo menor, el que vuelve después de haber
lapidado la fortuna en mujeres y juergas, sino el otro hijo, el fiel que
permaneció a su lado:
Francamente, nunca había pensado en
mí mismo como en el hijo mayor, pero una vez que Bart me enfrentó a esa posibilidad, miles de ideas
comenzaron a darme vueltas por la cabeza. Lo primero que pensé es que,
efectivamente, soy el mayor de mis hermanos; después, caí en la cuenta de lo
obediente que había sido a lo largo de mi vida. Cuando tenía seis años ya
quería ser sacerdote y nunca cambié de opinión. Nací, fui bautizado, confirmado
y ordenado en la misma iglesia y siempre obedecí a mis padres, a mis
profesores, a mis obispos y a mi Dios. Nunca me fui de casa, jamás perdí el
tiempo ni malgasté el dinero en búsquedas sensuales. (Lc 21,34). Durante toda
mi vida fui responsable, tradicional y hogareño. Pero, con todo, había estado
tan perdido como el hijo menor. De repente, me vi de una forma totalmente
nueva. Vi mis celos, mi cólera, mi susceptibilidad, mi cabezonería, mi
resentimiento y, sobre todo, mi sutil fariseísmo. Vi lo mucho que me quejaba y
comprobé que gran parte de mis pensamientos y de mis sentimientos eran
manejados por el resentimiento. Por un momento me pareció imposible que alguna
vez hubiera podido pensar en mí como en el hijo menor. Con toda seguridad, yo
era el hijo mayor, pero estaba tan perdido como su hermano, aunque hubiera
estado toda mi vida.
Había
trabajado mucho en la granja de mi padre, pero nunca había disfrutado
completamente de la alegría de estar en casa. En vez de estar agradecido por
todos los privilegios que había recibido, me había convertido en una persona
resentida: celosa de mis hermanos y hermanas menores que habían corrido tantos
riesgos y que, a pesar de todo, eran recibidos tan calurosamente. Durante mi
primer año en Dayreak, aquel comentario tan perspicaz de Bart siguió iluminando
mi vida interior.
Pero la cosa no quedó ahí. Un nuevo ladrillazo, todavía más fuerte, volvió
a sacudir la conciencia del Padre Nouwen cuando otro amigo le sugirió que, en
realidad, él se veía reflejado en el padre de la parábola:
Pero iban a suceder más cosas. En los
meses que siguieron a la celebración del treinta aniversario de mi ordenación
como sacerdote, fui entrando en una profunda oscuridad interior y comencé a
sentir una intensa angustia. Llegué a un punto en que ya no me sentía a salvo
en mi comunidad y tuve que marcharme para buscar ayuda y trabajar directamente
en mi curación profunda. Los pocos libros que me llevé trataban de Rembrandt y
de la parábola del hijo pródigo. En el tiempo que viví en un lugar aislado,
lejos de mis amigos y de mi comunidad, encontré gran consuelo en la lectura de
la tormentosa vida del gran pintor holandés y en el aprendizaje de más datos
acerca de la trayectoria agonizante que le llevó a pintar su magnífica obra.
Durante horas me quedaba mirando los
espléndidos dibujos y cuadros que pintó entre dificultades, desilusiones y
tristezas, y llegué a comprender cómo de su pincel emergió la figura de un
anciano casi ciego abrazando a su hijo en un gesto de perdón y compasión. Una
persona tiene que morir muchas veces y derramar muchas lágrimas para poder
pintar un retrato de Dios con tanta humildad.
Aquellas palabras me cayeron como un jarro
de agua fría, porque, después de todos aquellos años viviendo con el cuadro y
mirando al anciano sosteniendo a su hijo, jamás se me ocurrió que el padre era
quien expresaba más plenamente mi vocación en la vida.
Sue no me dio la oportunidad de protestar:
«Toda tu vida has estado buscando amigos, suplicando afecto; has estado
interesado en miles de cosas, has rogado que te apreciaran, que te quisieran,
que te consideraran. Ha llegado la hora de reclamar tu verdadera vocación: ser
un padre que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles explicaciones y sin
pedirles nada a cambio. Mira al padre de tu cuadro y verás lo que estás llamado
a ser. Nosotros, en Daybreak, y la mayor parte de la gente que te rodea, no
necesitamos que seas un buen amigo o un buen hermano. Lo que necesitamos es que
seas un padre capaz de reclamar para sí la autoridad de la verdadera
compasión».
Mirando al anciano vestido con aquel manto
rojo, sentía una profunda resistencia a pensar en mí de aquella forma. Me
identificaba más con el joven derrochador o con el rencoroso hijo mayor. Pero
la idea de ser como aquel anciano que no tenía nada que perder porque ya lo
había perdido todo y sólo le quedaba dar, me abrumaba. Sin embargo, Rembrandt
murió cuando tenía sesenta y tres años y yo estoy más cerca de esa edad que de
la de cualquiera de los dos hijos. Rembrandt buscaba ponerse en el lugar del
padre; ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo?
El año y medio que ha pasado desde que Sue
Mosteller me lanzó el reto ha sido un tiempo de empezar a exigirme mi
paternidad espiritual. Ha sido una lucha lenta y muy dura, y todavía a veces
siento deseos de permanecer en el papel de hijo y no crecer nunca. Pero también
he saboreado la inmensa alegría de los hijos que vuelven a casa, la alegría de
imponerles las manos en un gesto de perdón y bendición. He empezado a conocer
lo que significa ser un padre que no hace preguntas sino que lo único que
quiere es acoger a sus hijos en casa.
El padre Nouwen paseó el espejo de la conciencia por
cada uno de los personajes, y en todas se vio reflejado. En el hijo manirroto y
lujurioso que lapidó la fortuna en vino y mujeres, pero que, tocado primero por
la miseria y después por la gracia, recogió sus bártulos y se puso en camino
hacia la casa del padre.
En el hijo mayor, el mayordomo fiel, el heredero
intachable al que nada había que reprochar, pero al que la envidia y el
resentimiento le devoraban, porque quizás él quiso ser como el hermano pequeño
pero al que le faltó valor para lograrlo.
En el padre, que era el último puerto en el que
amarran todas las naves inservibles. Que probablemente vivió en su juventud una
época de frivolidad y desenfreno; que quizás también fue el hijo rencoroso y
engreído que hizo las cosas por deber y no por amor, y que al final de la vida,
en su abrazo ampara a todos porque en él acoge también a los múltiples pasados
que fueron sucediendo en su vida.