lunes, 30 de julio de 2012

El Síndrome del Mesías


Un médico que ejercía en un hospital estadounidense, se ofreció a pasar sus vacaciones en Nigeria asistiendo a los misioneros que atendían a los enfermos de las poblaciones vecinas. Ya en África, el primer golpe lo recibió al descubrir que la clínica a donde acudió de voluntario carecía de los aparatos, los medicamentos y los instrumentos  básicos con que hacer las curas más elementales. Muchos de los pacientes dormían sobre colchonetas en el suelo y sus acompañantes debían llevar con ellos la comida con que alimentar a sus familiares.

En Norteamérica este doctor era un especialista muy prestigioso. Había llevado a cabo intervenciones delicadas con gran éxito. Pero hasta aquella aldea remota del continente negro llegaban enfermos afectados de males como la tuberculosis o la malaria. Muchos morían antes de ser atendidos. Sin utensilios de cirugía, sin fármacos adecuados, el galeno se sentía como un sabio inútil incapaz de afrontar las operaciones más sencillas.

Un día llegó a la consulta un joven afectado por una grave enfermedad. En la zona del corazón se había acumulado líquido y, salvo una intervención muy peligrosa que requería de herramientas de las que no disponía, el hombre fallecería. A pesar de todos los riesgos y que las posibilidades de éxito eran escasas, se decidió a intervenir. Con una determinación más audaz que el artefacto más sofisticado, logró extraer el líquido del corazón del muchacho y salvarlo.

Después de la euforia inicial tras el éxito de la operación, a los pocos días volvió la desilusión del facultativo al ver cómo cada día expiraban tantos pacientes por patologías que en cualquier hospital del primer mundo tendrían fácil remedio. El joven curado advirtió la tristeza de aquel hombre blanco que le había salvado la vida y le soltó a quemarropa:
-Tú aún te preguntas para qué viniste hasta aquí. Yo te lo diré: viniste por mí.

Es posible que aquel doctor que viajó miles de kilómetros con su bata verde y su currículum cargado de menciones cum laude, al enfrentarse a la realidad se dejó vencer por el síndrome del Mesías. Esa pandemia que, a lo largo de los siglos, ha doblegado la voluntad de tantos hombres buenos.

Cuando Thomas Alva Edison inventó la bombilla, no le salió a la primera. Durante casi tres años tuvo la paciencia de probar con seis mil fibras diferentes: vegetales, minerales, animales e incluso humanas –ensayó hasta con un pelo de la barba pelirroja de uno de sus colaboradores-. Antes del éxito, efectuó casi mil intentos. Tantos, que uno de sus ayudantes le preguntó si no se desanimaba con tantos fracasos.
-¿Fracasos? No sé de qué me hablas. Con cada descubrimiento me enteré de un motivo por el cual una bombilla no funciona. Ahora ya sé que hay mil maneras de no hacer una bombilla.

Gustavo Adolfo Bécquer es el poeta preferido de los corazones románticos y los espíritus melancólicos. Sus poemas se estudian en los institutos y universidades y su obra es reeditada una y otra vez desde hace casi  de siglo y medio. Pero sabemos que fue un hombre atormentado, víctima de pasiones delirantes y amores contrariados, que nació pobre, vivió pobre y murió pobre, como lo definió Azorín. Jamás llegó a conocer el éxito de su obra, pero no por ello sus lectores seguimos fascinados con las rimas que, cada primavera, harán que vuelvan las oscuras golondrinas que aprendieron los nombres de tantos enamorados.

Van Gogh llegó a pintar novecientos cuadros y mil seiscientos dibujos en unos diez años. Sin embargo, mientras vivió apenas logró vender unos pocos. Murió sin blanca, pero hoy día es uno de los pintores de cuyas obras más se han escrito y mejor se han pagado.
Fracaso fue el que debió sentir Juan el Bautista cuando, a pesar del ayuno casi permanente, de andar pregonando por todos los caminos de Tierra Santa la buena noticia de Jesucristo y congregar multitudes de seguidores, se llamaba a sí mismo como la voz que predicaba en el desierto. Fracaso debió de ser el sentimiento que atormentó a Abraham cuando quiso salvar a Sodoma si encontraba cincuenta personas justas. Después de regatear con el Señor en un diálogo maravilloso, logró que Dios se conformase con hallar sólo a diez hombres buenos con los que poder salvar a todo un pueblo. Pero el Señor no es Diógenes que se hubiese conformado con encontrar a un hombre honesto. Abraham  ni siquiera reunió ese número de diez, y Sodoma fue destruida. Fracaso fue el que acompañó durante los treinta años en que oró y lloró Mónica por la conversión de su hijo, Agustín de Hipona, cuando pareció que las plegarias las esparcía el viento y no llegaban al cielo.

Tomás de Kempis escribió La Imitación de Cristo mientras vivió recluido en un monasterio hasta que murió a los noventa años. Ese libro es del que más ediciones se han publicado después de la Biblia, y ha sido el abrevadero en el que han bebido tantos santos y tantos místicos, pero la primera vez que su obra fue impresa fue tras el fallecimiento de Kempis. 

San Pablo escribía sus epístolas a plazos en los altos que hacía en el camino, mientras tejía tiendas  con Aquila y Priscila, estaba preso o se recuperaba de los intentos de asesinato que sufrió. Eran cartas dirigidas a comunidades pequeñas y eran leídas en asambleas reducidas. Esos textos viajaban por desiertos, bajaban barrancos y atravesaban montañas, probablemente a lomos de mulo o en carretas destartaladas. Es muy posible que alguna vez se perdieran y volvieran a recuperarse, que tuvieron que ser escondidas ante el acoso de los perseguidores de los cristianos. Cuando las escribió es razonable pensar que el apóstol jamás calibró el alcance que llegarían a tener en el futuro para la cristiandad. Durante décadas, incluso siglos, esas cartas tan profundas tuvieron un público muy escaso, pero operaron como la gota que va erosionando hasta perforarla, segundo a segundo, la roca milenaria. Para entonces, la masa crítica de los fieles logró que, dos mil años después, los textos San Pablo sean proclamados cada día en iglesias, asambleas y hogares por millones de personas, creyentes o no, de todo el mundo.

El mismo Jesús también debió padecer la desolación de la derrota. Cuando visitó al pueblo donde se crió, no pudo ser profeta en su tierra ni obrar ningún milagro al no hallar a gente con fe. Los mismos que el Domingo de Ramos le vitoreaban Hosanna, Hosanna, fueron los que, camino del Calvario, pedían su crucifixión. Fracasado debió saberse cuando Pedro, al que le confió el timón de la Iglesia, le negó no una, sino tres veces. Fracaso que le llevó a llorar sangre cuando pidió por tres veces a sus discípulos más amados que rezaran junto a él, y las tres veces los halló durmiendo. Pero quizá el mayor de los fracasos fue saber que uno de los doce que eligió fue el que le traicionó y le vendió.

Si algo debemos aprender los católicos es a convivir con el fracaso. Iniciamos a los niños en el camino de la fe, estamos con ellos durante años impartiéndoles catequesis, les acompañamos el día de su primera comunión, y luego ya desaparecen de nuestra vida. Durante la misa, en ocasiones miramos a nuestro alrededor y empezamos a echar de menos a caras de gente conocida que se sentaban en los bancos junto a nosotros, y que ahora se han esfumado sin dejar rastro porque encontraron pasatiempos más entretenidos que asistir a los oficios. Nos cuesta santiguarnos cuando bendecimos la mesa, decimos “salud” en lugar de “Jesús”, eludimos la polémica cuando se habla de religión y callamos como muertos cuando atacan nuestra fe.
El día de Pentecostés, aquel obrero vehemente y temeroso que sólo sabía de pesca y de remendar redes, rompió de cuajo todas las ataduras que le ataban a la camilla de su cobardía cuando el Espíritu Santo le inyectó de una sola vez un chute con sus siete dones. El libro de los Hechos nos cuenta después cómo Pedro salió a la plaza y largó un sermón en que en un solo día convirtió a tres mil. Los pesimistas dirán que hoy necesitaríamos de tres mil santos para cambiar a un solo pecador.

Nunca antes la evangelización había contado con medios tan formidables para difundir la fe. Estaciones de televisión como la EWTN que emiten programación católica las veinticuatro horas; estaciones como Radio María, canales apologéticos en Youtube, cuentas en las redes sociales, un número considerable de miles de blogueros que predican en los púlpitos de la blogosfera. Y quizá nunca, como ahora, los resultados nos parecen tan escasos.

                Edison decía que muchos fracasos de la vida han sido de hombres que no supieron darse cuenta de lo cerca que estaban del éxito cuando se rindieron, y que las personas no son recordados por el número de veces que fallaron, sino por las ocasiones en que triunfaron. Poetas, pintores, místicos y santos, todos cargaron la pesada mochila del fiasco. Muchos de ellos pudieron sentirse tentados de considerar inútil cualquier esfuerzo y abandonar la lucha a mitad del camino. La mayoría logró un triunfo diferido que no pudieron disfrutar, pero su esfuerzo fue la lluvia fina y tenaz que empapó el camino donde levantamos hoy los santuarios en los que alabamos al Señor.

                En mayor o menor medida, todos somos tocados por esa parálisis fatal que es el pesimismo. Contagiados por esta sociedad actual del éxito fulgurante, la movilización de masas y las listas de éxitos, el evangelizador de hoy publica bitácoras con la confianza que, desde el primer día, recibamos miles de visitas. Los predicadores modernos sueñan con llenar estadios, los escritores católicos con que sus obras se reediten sin parar, los misioneros carismáticos con que, al imponer las manos, se levanten de sus sillas de ruedas los paralíticos, que los tuertos y los ciegos vuelvan a ver, y que hasta algún muerto resucite.

                Pero sólo somos profetas de andar por casa, de rosario, zapatilla y albornoz. Nos han ordenado que echemos la semilla y aguardemos a la cosecha, pero nos parece poco el grano recibido para la inmensidad de los trigales que esperan ser sembrados. Nos ahoga la responsabilidad de la tarea formidable ante la pequeñez de nuestras fuerzas, porque el mal ejemplo de un solo cristiano deshonesto logra más apóstatas que el trabajo sucio de un millón de ateos furiosos. Dios logra mejores resultados con un solo corazón limpio que con un ejército de propagandistas faltos de caridad. Nunca podremos cambiar el mundo nosotros solos, pero podemos y debemos transformar las realidades próximas que nos sobrecogen por su injusticia. Dios no nos pide ningún milagro: ésos corren de su cuenta.

5 comentarios:

  1. Excelente texto hermano Saulo ! Muestra una realidad y deja clara la actitud necesaria en esta y en todas las épocas para difundir y vivir el cristianismo. Un saludo fraterno, invocando a Cristo.

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  2. Me encanta el blog, y me quedo! ...Saludos desde Paraguay!

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  3. Hermoso post. Gracias Hermano Saulo. Te invito a visitar mi blog www.susanatopasso.blogspot.com

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  4. Pues muy bien. Ser uno mismo y con sus llamadas y creencias. Si los demás valoran que valoren, si olvidan que olvidan; yo prefiero el olvido. Es horrible permanecer en boca de otros.

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  5. Gracias Hermano Saulo que bien hace recordar que sigamos sembrando con fidelidad aunque nunca veamos la cosacha y aunque hayan muchos fracasos un solo exito para Gloria de Dios, una sola alma que se acerque a El vale la pena el esfuerzo.Hilda

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