martes, 19 de octubre de 2010

Hombres Pobres, Pobres Hombres

La Madre Teresa de Calcuta conoció una vez a un hombre “que era tan pobre que lo único que poseía era dinero”. Otra religiosa, la hermana María Jesús, acaba de volver de Senegal, un país de aplastante mayoría musulmana. Los cristianos son allí una minoría que cuenta con una fe orgullosa y entusiasta, que celebran hermosas eucaristías ungidas de cantos donde la presencia de la gracia podría pesarse en básculas industriales. “Soy cristiano”, le confesaba a la hermana un anciano mostrando la cruz de su pecho, como las que cuelgan del cuello de los obispos. Es gente sin recursos en un país azotado históricamente por plagas y sequías, que vive mirando al cielo siguiendo el rastro de las nubes y el barrunto de la lluvia. Apenas tienen para dar de comer a sus numerosas familias, pero son felices, y es una dicha de gente sencilla que nos transporta a los tiempos de Jesús. Allí, en el corazón de África, entre estos cristianos hambrientos, parece que Jesús acaba de pasar por sus aldeas con la noticia fresca de su resurrección. Él ya vive allí y su presencia es una huella palpitante que lo toca y lo transforma todo. Ésa es la sociedad de los hombres pobres que son inmensamente ricos en valores cristianos.

Sin embargo, en nuestras iglesias occidentales ya no abunda tanta espiritualidad. Los sagrarios han sido arrinconados en capillas laterales, se han retirado los reclinatorios, desmontado los confesionarios y desclavadas de sus peanas las imágenes religiosas. De los comulgatorios no tenemos noticias desde que Pablo VI clausuró el Vaticano II. En nuestros templos católicos de Europa mucha gente ya ni reza. Muy pocos se reclinan en el momento de la consagración ante aquel cuyo nombre al ser oído –nos dice san Pablo- toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Particularmente dolorosa me parece la actitud de las religiosas, esposas de Cristo, que permanecen de pie mientras el sacerdote transforma el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre. Si uno quiere confesarse debe ir peregrinando de iglesia en iglesia buscando quien lo haga. Si entras en el templo antes de comenzar la misa, te sacude un griterío de mercadillo. He visto a catequistas yendo a comulgar mientras mastican chicle, he visto a celebrantes dar la eucaristía como si estuvieran repartiendo tortas de maíz. He visto a gente a acudir al altar con menos ropa que vergüenza. Ya nadie predica sobre el demonio o el infierno, ya casi no se habla de pecado.

La forma tibia de vivir nuestra fe en la vieja Europa tiene mucho que ver con que aquí el poder políticamente correcto se ha empeñado en echar a gorrazos a Jesús de su historia para que, borrándolo del pasado, no lo reconozcamos en el presente ni le busquemos en el futuro. El continente que evangelizó el mundo se siente orgulloso de sus conquistas sociales, de la fuerza de su economía, de sus leyes progresistas bajo cuyo paraguas se guarecen tantas aberraciones morales.

En contraposición a las raíces cristianas de Europa, la civilización atea se ha instalado en nuestra vida. No podemos negar el progreso técnico ni los avances sociales, pero, en ocasiones, se han levantado de espaldas a Dios o en contra de Él. Las clínicas abortistas abundan casi tanto como las franquicias de McDonald, el feminismo y la cultura homosexual han logrado imponer sus doctrinas en buena parte de Occidente; las leyes del aborto que se reforman son para ampliar plazos o para añadir nuevos supuestos por donde las vidas de tantos no nacidos se extinguen en los sumideros de la muerte; la eutanasia es mostrado como algo justo con un valor universal como la educación o el derecho al voto. Los que creemos en Dios casi nos da miedo confesarlo y nos miran como al invitado molesto de una fiesta que tiene cara de querer comerse el último pastel de la bandeja. Es una Europa que sólo se arrodilla ante sí misma, hinchada de soberbia, que respira por el bolsillo o la bragueta.

Pero tanto progreso técnico y tantos avances sociales no han traído la felicidad. No debería sentirse orgullosa esta Europa de su juventud sin ideales, consumidora compulsiva que muere de suicidio o de sobredosis, que destaca por organizar botellones, ocupar edificios abandonados y buscar el placer sensual de una forma utilitaria y mecánica. No debería sentirse orgullosa Europa de las tasas de drogadicción y alcoholismo que se disparan año a año, del aumento endiablado de las rupturas matrimonios, del sufrimiento de los hijos que se quedan atrapados en medio del fuego de los padres peleados. No debería sentirse orgullosa de la violencia de género, de la pornografía que ya está a alcance de cualquiera en Internet o en televisión. No puede sentirse orgullosa del turismo del sexo, del fracaso académico. No puede sentirse orgullosa de esa juventud que ha huido de la Iglesia para refugiarse en las tabernas donde Satanás organiza botellones y expende cocaína; esa juventud educada sin valores que se ríe de sus padres y agrede a sus profesores, que considera una gracia propia del Club de la Comedia pegar a compañeros de clase y lanzar al mundo las imágenes en portales de video. No es para estar orgullosa de saber que sólo los chismosos profesionales y los holgazanes de oficio y beneficio de la telebasura son los que se han encaramado en la cresta de la ola, donde allí medran, adulteran conciencias y reparten credenciales de buenos y malos.

Esta es la Europa que no cree en Dios o que dice no necesitarlo, pero donde ahora abundan más que nunca adivinadores, echadores de cartas, brujos, sectas satánicas. No cree en Dios pero nuestra vida se ha llenado de ídolos de carne y hueso, de cantantes ante los cuales se rinden, que llenan estadios, que congregan multitudes ante cuyas puertas hacen colas hasta con días de antelación para escucharlos y verlos desde lejos apenas un par de horas. O se adoran a los deportistas, se les dedica la mitad de la vida a seguir sus carreras o analizar sus éxitos y fracasos.

Y cuando esta sociedad orgullosa de su cartera y de sus conquistas de alcoba regresa al hogar y se encierra en la intimidad de sus casas, debe calmar el inmenso vacío que les deja la vida ahogando su sinsentido en lingotazos de güisqui o esnifando un chute de heroína, y luego enciende la televisión a volumen de escandalera y se consuela con las mentiras oficiales que nos cuenta los noticieros, porque es la puerta falsa con la que huyen de los remordimientos, ese acreedor pesado que nos acusa sin tregua ni misericordia.

Otro día la Madre Teresa de Calcuta, de visita en este primer mundo que niega a Cristo, confesó: “He ido esta tarde por vuestras calles, he entrado en vuestras casas y he encontrado una pobreza mayor que en la India. La pobreza del alma, la pobreza del amor “

domingo, 17 de octubre de 2010

De Cospedales y Malthusianos

Es legendaria la sorna gallega que sale a relucir, sobre todo, en momentos de aprieto. No sé si ustedes se acordarán de la UCD, aquel partido que fundó Adolfo Suárez y que gobernó España durante algunos años. Pues era una especie de jaula donde convivían juntos caimanes, orangutanes y periquitos. Durante algún tiempo todo fue armonía, hasta que al orangután le dio por desplumar al periquito y el caimán tuvo a tiro de mandíbula al gran simio. Aquello fue el sálvese quien pueda y las mujeres y los niños primero. En medio de la descomposición del partido, mientras el barco se hundía y en la cubierta la orquesta entonaba el "Nearer, my God, to Thee" (Mas Cerca, Oh Dios de ti) hasta que se hubo agotado el último salvavidas, Pío Cabanillas, otro gallego socarrón, lanzó una de sus frases lapidarias: “Yo ya no sé si soy de los nuestros”.

Cuando estuvo más enconada la refriega política sobre la última reforma del aborto, María Dolores de Cospedal se oponía a la nueva ley alegando que ésta no contaba con el consenso social. Con semejante argumento no me extraña que los matarifes abortistas lograran ampliar la licencia para que las trituradoras de bebés funcionasen a más revoluciones, o que ahora echen humo las cajas registradoras donde se cobra el peaje a las madres que no quieren ser madres.

Que no me hablen del consenso general como termómetro de la buena salud de sociedad. Poned frente a la televisión durante tres meses a media docena de doctores en astrofísica sentados frente a un televisor mientras obedecen con un movimiento de cabeza los péndulos que manejan las Esteban y los Wyomings, y cuando alguien, tres meses después, les apague el aparato, se levantarán media docena de idiotas convencidos de que el pan brota de los árboles o que avanzando hacia el horizonte hallaremos un valle remoto donde todos los hombres son inmortales, los músicos nacen con piano de cola y que al otro lado de donde se pone el sol, podremos, por fin, contemplar cómo llueve café en el campo. Eso sí, seguirán siendo media docena de idiotas con doctorado en astrofísica, porque nadie les va a quitar lo bailao.

En nombre del consenso el aborto ha arrojado a las alcantarillas a cientos de millones de muertos, generaciones invisibles y silenciosas que buscan sin tregua una lágrima que les llore o un nombre que les recuerde. En nombre del consenso Hitler llegó al poder, los vaqueros del Lejano Oeste colgaban a los sospechosos de cuatreros y los ateos votarían en referéndum que Dios no existe. En nombre del consenso se han proclamado dictaduras y se han sostenido a dictadores, la Revolución Francesa decapitó a reyes y clérigos y declaró que la Razón era una diosa.

El consenso es una viuda negra que asesina a sus maridos para quedarse con el botín. Imaginaos un auditorio repleto de gente y, al final de la sala, casi junto a la puerta, hay dos o tres tipos ingeniosos que tienen una idea extravagante. Como son muy simpáticos, van pidiendo permiso a los de delante para que les cedan su sitio, y todo el mundo lo hace porque sería muy descortés lo contrario. Poco a poco irán ganando terreno, cultivando simpatías y ganando adhesiones, hasta que lograrán colocarse en primera fila. Después será muy fácil llegar al estrado donde dirigirán el debate, manipularán al público y lograrán vendernos zapatos rotos. Porque los debates los ganan no el que argumente mejor sino el que grite más alto. No el que fundamente más razones, sino el que arranque más aplausos. Fue de esta forma como se legalizó el aborto en Estados Unidos, según el famoso caso de Jane Roe que se plantó en la sala de audiencias del Tribunal Supremo norteamericano solicitando permiso para abortar. Luego supimos que su nombre verdadero era Norma MacCorvey y que jamás abortó. Pero los habilidosos manipuladores de la punta de atrás del auditorio ya se habían colocado al frente del debate ya tenían no sólo permiso para cambiar los nombres de sitio, sino también de echar a la calle al dueño de la casa.

Hace casi dos siglos Thomas Malthus trató de convencer a sus contemporáneos de que en la tierra no cabía una persona más. Después de él no hay día que algún hijo de Malthus nos jure que se ha puesto a agudizar el oído y ha escuchado el tic tac de la bomba demográfica a punto de estallar. Nos lo recuerda en cada documental el National Geographic, el Príncipe Felipe de Inglaterra y hasta el Dalai Lama. Estos profetas que serían incapaces de acertar una quiniela después de haberse jugado todos los partidos, insisten en que no queda una lechuga que llevarse a la boca y que en los comedores de la tierra no hay sitio para un muerto de hambre más, y que acabaremos comiéndonos unos a otros. Así que condones para todos, que los estados implanten la política china de una sola pareja, un solo hijo, y que haber cuándo legalizamos la eutanasia.

También me entero por ForumLibertas que "Eric R. Pianka, profesor de Zoología en la Universidad de Texas, propuso en una conferencia el rociado aéreo del planeta con el virus del Ébola para exterminar al 90 por ciento de la población”. Y nadie corrió a inyectarle un chute de sentido común; al contrario, le nombraron científico distinguido.

Hay un fiscal canadiense que ha pedido que sea legal el matrimonio múltiple; es decir, que se puedan casar tres o cuatro personas con el mismo libro de familia. Pueden ser tres mujeres y un hombre, tres hombres y una mujer, un empate, todos del mismo sexo o todos los que quepan en un taxi, en un autobús o en el Ave Madrid-Barcelona.

Durante un debate reciente en el Reino Unido, una conocida proabortista confesó que si ella fuera madre de un bebé con una enfermedad severa, ella sería la primera en tapar su respiración con una almohada para que no sufriera más. Y claro, lo haría por compasión, ese sentimiento tan noble que hermana a toda la humanidad. Después del aborto por cuestiones de cupo y la eutanasia para los enfermos terminales, habrá quien pida desconectar los respiradores artificiales para el enfermo que, aunque no sea tan viejo ni tan enfermo, a lo mejor está solo o que el coste del tratamiento es demasiado gravoso para ser sufragado por la Seguridad Social, y faltan camas para que pase el siguiente. Luego se pondrán en la lista de espera de la eugenesia a los que tiene artrosis, a los que llevan dentadura postiza o los que del pecho le cuelgan una medalla cristiana.

Y que los Cospedales de turno no me digan que estoy exagerando. Si hace un siglo alguien hubiese pronosticado que en nuestros días los hombres se podrían casar entre sí, que muchos varones se amputarían los testículos y se implantarían vaginas, que quien nació hombre podría ser declarado mujer previo pago de una tasa y un asiento en el registro, que los niños pueden tener dos mamás y ningún papás, o dos papás y ninguna mamá, que las madres se alquilarían y los niños se comprarían; que el aborto se recetaría como si fuese una aspirina y los hijos se podrían pedir por catálogo a madres que anuncian sus vientres disponibles folletos como los que anuncian muebles de cocina; si hace un siglo algún lunático se hubiese subido a una silla en una plaza pública para anunciar que llegaría un tiempo en todo esto ocurriría, a ese profeta loco le hubiesen llamado iluminado y le hubieran querido desterrar al anillo de Saturno.

martes, 12 de octubre de 2010

Ego te absolvo


Lola Flores contó una vez que, después de llevar muchos años sin confesarse, un día decidió entrar en una iglesia para recibir el sacramento de la penitencia. Parece ser que el sacerdote que la atendió llevaba mucha prisa y no pudo escucharla. No sé cuántos años volvió a estar la Flores sin pasar por la lavadora de los pecados o si alguna vez volvió recibir la absolución, pero rezo para Dios la tenga en su gloria.

Estos días me llegó la noticia de otra historia parecida. Un chica de unos treces años pidió ver a un sacerdote para confesarse. El cura, de malos modos, le contestó que no eran horas para eso, que debía de ajustarse al horario de la parroquia. Lo que no sabía este cura estresado es que la joven había pensado suicidarse ese mañana y que, de camino al puente desde donde se lanzaría al vacío, vio la iglesia abierta y un fuerte deseo de encontrar la paz.

Hay una tercera historia que sí nos reconcilia con el sagrado ministerio del sacerdocio. El Padre Jorge Bugallo, L.C. nos cuenta una historia donde vemos la providencia divina manejando todos los hilos de la casualidad, barajando las cartas para sobre la mesa se extienda una escalera de color que nos permite arrasar con la banca. El Padre Bugallo volvía de oficiar su primera misa en San Giovanni Rotondo, donde el Padre Pío vivió su extraordinaria vida de místico. Junto con su familia se habían entretenido en el pueblo para que su hermano pudiese arreglar el móvil que se le había estropeado. Cuando regresaban a Roma, detuvo violentamente su coche porque alcanzó a ver que, en uno de los lados de la carretera, la misma chica que conducía en moto delante de ellos durante buena parte del camino, había sufrido un accidente. El sacerdote se bajó justo a tiempo de darle la absolución, estar con Rosanna durante los últimos minutos de su vida, y acompañarla en el tránsito de la muerte.

Tanto el Padre Pío como el cura de Ars se pasaban en el confesionario desde el amanecer hasta avanzada la noche. Metidos en aquella caja, con las piernas encogidas, sufriendo la humedad del invierno y el calor insoportable de los veranos, consumieron sus vidas escuchando las miserias de los penitentes, arrojando luz sobre sus conciencias, repartiendo sabiduría y prodigando, al trazar la cruz de la absolución, el abrazo que le dio el padre al hijo pródigo, la misericordia con que Jesús dijo a los que convertía: “Vete y no pesques más”.

El sacerdote es y debe ser siempre religioso y no funcionario. Cuando alguien que no pisa una iglesia durante años se decide a hacerlo, debe de tener una buena razón para ello. Puede ser gente que llega golpeada por el destino, humillada, cansada de todo, a lo mejor con el estómago vacío, las esperanzas quebradas y un propósito de suicidarse. No se puede cerrarle la ventanilla del negociado plantándole en la cara el horario de oficina. La Iglesia no puede convertirse en un centro de atención al ciudadano donde se expiden certificados de empadronamiento o se tramitan carnés de identidad.

Por cierto, la chica que acudió a confesarse antes de arrojarse al vacío sigue viva; es madre y lleva una vida feliz. En la iglesia no encontró la respuesta que buscaba ese día, pero Dios se valió de una amiga para alejarla del puente y de la muerte.

sábado, 9 de octubre de 2010

Entre el Cielo y María Vallejo-Nágera


Reconozco que me ha costado mucho escribir este post. Por María Vallejo siento una doble simpatía: por un lado está la alegría que se siente en el cielo por un pecador que se arrepiente, y me hubiese gustado estar en la fiesta que se organizó allá arriba cuando la Vallejo-Nágera dejó los caminos del agnosticismo y volvió su rostro a Dios. También contribuí con mi oración a que se tropezara con Jesús. Cada día que yo rezaba por la conversión de los pecadores compraba para ella un boleto en la lotería de los arrepentidos. Hasta que le cayó el premio gordo.

Por otro lado está la satisfacción de saber que una escritora católica es capaz de vender libros. Y María ha vendido muchos; sus títulos se reeditan constantemente y las grandes editoriales se la disputan. En un mundo éste en que lo católico es presentado como el monstruo de las siete cabezas, el que uno de los nuestros está en la cresta de la ola debe hacernos sentir orgullosos.

Los escrúpulos me entran cuando me paro a analizar su obra. En Un Mensajero en la Noche nos cuenta la extraordinaria experiencia de un mafioso que recibió la visita de un ángel mientras estaba en la cárcel. El hecho en sí no daba sino para ocupar tres o cuatro folios a doble espacio y por una sola cara, pero María tenía que completar un libro. Desde la carátula de la obra se nos dice que se está contado un hecho verídico, que la autora conoció y entrevistó al protagonista. Otro narrador más dotado habría indagado a fondo en la vida del protagonista, habría hablado a cuantos le conocieron, hubiese descendido a los infiernos de los bajos fondos, habría retratado los perfiles brumosos de los lupanares de Inglaterra, y, por supuesto, no habría cometido el gravísimo error de presentar un hecho cierto escrito como una novela. No se puede construir una ermita sobre un plano de un chalet. Porque al final el lector despistado no sabe distinguir donde empieza la realidad y donde acaba la ficción. No voy a perder nada más que cuatro líneas para decir que los protagonistas con los que arranca la historia –una periodista y su novio- y que ocupan buena parte del libro, es una de las mayores muestras de lo que es una mala narración. Personajes de cartón piedra, diálogos insufribles, cabos sueltos que nunca se atan.

Entre el Cielo y la Tierra es otro libro malogradísimo. Soy un firme creyente del dogma del Purgatorio y estoy convencido de que el propósito que animó a la Vallejo-Nágera a escribir la obra fue una obra de misericordia con la Iglesia y la fe, pero nuevamente vuelve a coger una llave inglesa para arreglar un marcapasos. Y esta vez sí había materia para llenar, no un libro, sino un tratado con doce volúmenes. A lo largo de la historia del cristianismo han sido miles los testimonios recogidos por santos y cristianos de bien con historias de ánimas que se acercan a los vivos a pedir oraciones. Eso es lo mejor de Entre el Cielo y la Tierra, cuando la autora cita textualmente las experiencias relatadas por místicos y religiosos en su encuentro con las ánimas. Pero María lo hecha a perder cuando se refiere a estos encuentros como anécdotas o se refiera a las almas purgantes como fantasmas. Si lo hubiese llevado a teólogo de confianza no hubiese obtenido nunca el imprimatur del Obispo. Lo peor de todo pasa hacia la mitad del libro cuando se supone que estamos llegando a lo gordo del asunto y nos relata las experiencias de conocidos o lectores suyos que les hicieron llegar su experiencia religiosa con los difuntos.

Digo lo peor porque se entromete en los relatos, da un codazo a los personajes y toma ella la palabra para contarnos lo que vivieron otros, privándoles de su voz y haciéndoles hablar con un lenguaje postizo y untuoso. Todas las historias, siendo distintas, parecen la misma. No porque se repite la visita de las ánimas, sino porque el estilo, los tics, la estructura de los relatos, son idénticas. E inverosímiles. Narradores sudamericanos que se expresan como si fueran castellanos de Valladolid, camioneros como diplomáticos. La guinda viene cuando al final de cada relato, María toma el papel de Elena Francis y da consejos sobre los rezos y la forma con que debe comportarse ante estos acontecimientos. Lo peor de todo es que a la autora le han colado billetes falsos y no se enteró. Cuenta historias de almas que golpean y agraden a los inquilinos de las casas. Si se hubiese leído el Catecismo habría caído en la cuenta de que, después de muerto, el alma ya no peca, y esas apariciones que aporrean y escupen a la gente podrán ser criaturas de otro mundo, pero no están ni en el cielo ni en el purgatorio.

viernes, 8 de octubre de 2010

Caramelos Envenenados


Fue Einstein el que nos advirtió que es más fácil descomponer un átomo que un prejuicio. La calumnia nunca sale gratis: daña tanto al que la practica como al que la sufre, marca cicatrices que jamás se cierran y son los detonantes de las leyendas negras que enfangan el buen nombre de personas y grupos.

En cuanto a leyendas negras, los cristianos y la Iglesia cargamos con la culpa de casi todas las que han surgido desde que Cristo anduvo por los caminos de Galilea. Si el Tíber baja muy caudaloso o el Nilo muy bajo, si el cielo permanece cerrado o la Tierra se mueve, si llegan la peste o la hambruna, el grito es ‘¡Los cristianos al león!’.

Con estas palabras Tertuliano resumía el problema de las persecuciones anticristianas. La celebración eucarística era mostrada como un asesinato ritual; por consumir las especies sagradas se decían que los creyentes eran caníbales, se les acusaba de incesto y orgías rituales. Luego vino Nerón y quiso endosarnos el muerto del incendio de Roma, y, desde entonces y a lo largo de la historia, ya no hay matanza, epidemia o guerra que no cuente con un papa como sospechoso habitual. Durante la guerra civil española, un convento madrileño estuvo a punto de ser saqueado porque se corrió el rumor de que las monjas regalaban a los niños caramelos envenenados.

Podríamos seguir añadiendo ejemplos hasta llenar una enciclopedia, pero bastaría con resaltar dos datos sobre la última oleada anticatólica: de los miles de casos de sacerdotes pederastas en Estados Unidos e Irlanda a los que los medios de comunicación han fusilado sin haberles hecho ni siquiera el juicio, las cifras reales se reducen a cincuenta y cuatro condenados en cuarenta y dos años en el país norteamericano, o que en Irlanda, según las investigaciones del periodista ateo Brendan O´Neill, sólo podían acreditarse sesenta y ocho acusaciones en cincuenta y nueve años. En las últimas horas, se ha vuelto a la carga contra la Iglesia, primero con el caso del Instituto de Obras de Religión, al que un funcionario de la fiscalía de Roma con el gatillo flojo ha disparado un proyectil con una acusación insostenible. Segundo, cuando un periódico de Valencia publicó en primera página el infundio de que un sacerdote había sido imputado por un delito de pornografía infantil.

Ya sabemos que los difamadores anticatólicos hacen carrera: cualquier falacia que publiquen en contra del Papa o del clero tiene el éxito asegurado: un becario con ganas de colgarse una medalla que lanza un infundio descabellado, una solemne bobería que es contada en tono académico, una red de distribución que propaga rápidamente la calumnia viral a través de foros y webs, un copia y pega que se extiende con la rapidez de un plaga, y un coro de embusteros solidarios que hacen la ola a cualquier patraña, y ya una nueva leyenda negra ha irrumpido en la historia, de esas que son imposibles de deshacer ni lavándolas con la verdad.

En Inglaterra, Benedicto XVI ha pasado de ser el rottweiler de Dios, o un viejo villano y lascivo con sotana, a recibir una disculpa de los periódicos británicos. Esa iluminación de honestidad parece que no ha llegado a España.

En nuestro país, ya se ha puesto en marcha toda la maquinaria del librepensamiento para protestar contra la visita papal a Santiago y Barcelona el próximo noviembre. Volveremos a ver a los mismos de siempre haciendo lo de siempre y contándonos lo mismo. Volverán Hans Küng, Tamayo, Leonardo Boff y Arregui a explicarnos lo malo que es Benedicto. Todos ellos, teólogos herejes que se pasean sin tregua de un púlpito a otro, de una televisión a otra, que escriben lo mismo en los mismos periódicos, que cuentan la misma cosa una y otra vez, de tal manera que acabamos con tener la impresión que, viéndolos a ellos, estamos siempre leyendo el mismo artículo, contemplando el mismo debate y comentando el mismo libro. Es un reparto muy escaso para una serie B tan larga. De vez en cuando entran en escena grandes actrices secundarias como las ilustres propagandistas de los periódicos y las televisiones amigas que tanto adoran a la diosa Laicidad, que vienen a echar una mano para que la comedia coja un poco de ritmo y suspense. La pena es que son actores interpretando siempre la misma comedia, repitiendo los mismos gags, soltando las mismas lágrimas inverosímiles, repitiéndose a sí mismos, interpretando el mismo papel, saliendo y entrando de platós distintos para acabar al final en medio del mismo escenario de un ópera bufa.

El problema es que ahora no se conforman con manipular al público tan poco crítico que les paga. Ahora quieren encarcelar al papa, esposarlo sin miramientos y sentarlo en el banquillo de los acusados del Tribunal de la Haya por delitos contra la humanidad. Al parecer, el genocidio que le imputan a este anciano de aspecto de abuelo bonachón por los que los nietos se pelean para que les lleve a jugar al parque, es de haber exterminado, él solito, a millones de personas por haber dicho algo tan irrefutablemente científico como que la castidad es el método más seguro de prevenir el sida.

Pero empapelar al Santo Padre ya se convierte en una superproducción que requiere de muchos figurantes y mucho atrezzo. Volverán a sacar a Galileo y la hoguera donde nunca fue quemado para asarlo a la parrilla al menos hasta que el viaje del Pontífice concluya. Sacarán del baúl de los recuerdos el uniforme de la SS para ponérselo al Papa a la fuerza; volveremos a oír la vieja cantaleta de las riquezas de la Iglesia, lo de que con los impuestos de todos la jerarquía católica hace política. En fin, los mismos refritos de comecuras, los mismos lugares comunes anticlericales, las mismas soflamas recalentadas. Nada nuevo bajo el sol.

Y además, han pedido ayuda a la caballería: los cristianos de base. Cuando me los nombra a mí me recuerdan a la mujer del Teniente Colombo, que en todos los episodios salía pero jamás nadie la vio. Eso sí, siempre incordiaba ofreciendo consejos, dando recetas de cocina o pidiendo autógrafos. Son como la coartada recurrente donde los tramposos enjuagan sus crímenes. Conozco a gente de muchos grupos: catecúmenos, focolares, legionarios de María, carismáticos. Sé quiénes son, dónde se reúnen y cuál es el apostolado con el que dan gloria a Dios a través de la Iglesia.

¿Dónde están esos cristianos de base que nunca me he tropezado con ellos en la iglesia? Nunca los he visto en misa arrodillándose ante el Santísimo ni proclamando la liturgia de la palabra. Nunca los he visto atendiendo a los pobres en los comedores de Cáritas. Nunca los he visto cuidando enfermos ni llevando el viático a los postrados. Nunca los he visto dando consuelo a los presos con la Pastoral Penitenciaria. Nunca los he visto procesionando con las cofradías, recibiendo portazos en las narices si llamas a alguna casa donde quieres evangelizar. Nunca los he visto en otro sitio que no fuera en los manifiestos de los abajofirmantes, que de cuando en cuando, empapelan los rotativos cargando contra todo lo sagrado.

Sospecho que esa Iglesia de base sabe más de El Capital que del Evangelio. Quizás conozca el Padrenuestro, pero con música de La Internacional. Nunca les he visto apuntarse a dar catequesis o a limpiar el templo. O quizás si les vemos tan poco por las parroquias es por el poco tiempo que debe quedarles de tanto entrar y salir en las asambleas de los sindicatos o los comités de los partidos. O si nunca llegan temprano a misa de doce los domingos es porque la madrugada les sorprendió en los garitos donde las feministas se organizan para acabar con la dictadura eclesial, o donde haya dos o más reunidos en el nombre de la modernidad organizándose para reventar la próxima visita del Papa.

Cuando Cristo, camino del Calvario, fue recibido por una turba encolerizada que le lanzaba escupitajos, le tiraba de la barba o del cabello, le zancadilleaba o le acribillaba a pedradas, el destino de la Iglesia quedó unido al de Jesús. Ahora ya los lapidarios de turno ya no necesiten rebanar un pescuezo o flagelar hasta la muerte. Ahora es todo más moderno, más progre. Basta con encontrar un cooperador necesario: un religioso que da un mal paso, la declaración mal entendida o peor explicada de cualquier purpurado o, el premio gordo con el número complementario: alguna catequesis del papa extractada fuera de contexto –no faltaría más-, debidamente seleccionada en su aspecto más polémico, y empaquetada al vacío, marcada con el sello de la casa y distribuida Urbi et Orbi por los canales del laicismo feroz.

Es decir, una historia muy pequeña, una mentira muy grande, una campaña muy larga y una ética muy escasa, y de nuevo habremos plantado una nueva cruz en el Calvario, donde Cristo, de nuevo, morirá condenado por una infamia y a manos de los calumniadores que han convertido el atacar a la Iglesia en un oficio.

jueves, 7 de octubre de 2010

Con su permiso, yo discrepo

A mí también me gusta el cine, como a tantos otros, pero cuando me siento frente a la pantalla no pretendo encontrarme una pepita de oro; simplemente me conformo con no morder una piedra de lenteja. Soy de los que piensan que para disfrutar de una película hay que contemplar el espectáculo con los ojos del espectador y no con la mirada del crítico. Es la misma diferencia de ver una lágrima o una gota de sangre corriendo por una mejilla o un párpado que contemplarla a través de la lente de un microscopio: la belleza de lo próximo se difumina hasta parecer monstruosa. Me gustan las películas que me hagan reír o sonreír, que contengan tramas con un mínimo de suspense, films de acción donde no se haga alarde gratuito de la violencia ni del sexo; oír diálogos chispeantes sin llegar a la pedantería o al magisterio académico. Vamos, como el común de los mortales.

Por eso cuando busco en www.filmaffinity.com la ficha de alguna película que no he visto, lo primero que hago es ver la crítica de Carlos Boyero. Si a este señor no le gusta, me apunto a verla enseguida; si, por el contrario, le da buena nota, paso de visionarla. Porque es una crítica contaminada de ideología. El sistema me funciona ocho de cada diez veces.

Todo esto viene a cuento por el artículo Sobre el cine religioso actual que publicó en www.infocatolica.com el sacerdote José Fernando Rey Ballesteros. El estimado padre plasma comentarios como éstos:

“El cine religioso de calidad terminó con “Un hombre para la eternidad“, de Zinemann”.

“Prueba de fuego” es un bodrio infumable“.

Bella”, con todas sus dosis de buena doctrina, no pasa de ser una película mediocre. Y el bueno de Verástegui no es, precisamente, Richard Burton ni Peter O’Toole; es un niño guapo que quiere ser actor, pero que aún no está a la altura, ni siquiera, de Ethan Hawke”.

De “La última cima”, simplemente, no voy a hablar”.

La peor película de Scorsese, con toda su negatividad y su amargor, da mil vueltas a cualquier film de temática religiosa de los últimos 30 años”.

“Mientras siga importando más el mensaje moralizante que la calidad cinematográfica, no volveremos a ver un “Becket” como el de Glenville”.

Lo primero que me sacude del artículo es que es una opinión dibujada con trazo grueso. No he leído por ninguna parte “yo creo que”, “Pienso que”, “A mi me gusta de esta manera”, “Es discutible la calidad”. No, al contrario. Parece que estamos escuchando al Papa hablando ex cátedra desde la tribuna de la infalibilidad. Eso se le admite a un crítico profesional, pero no a un sacerdote. De la misma manera que si un crítico de cine se pusiera a darnos un curso de teológica, correríamos a escribir un libro para contestarle, como hizo Chesterton cuando compuso Ortodoxia para rebatir un comentario fuera de lugar.

Como argumento de base me parece un error esta premisa:

Se trata, más bien, de decir: “Me gusta el cine, sé cómo hacer cine, y voy a hacer una película impresionante.

Es obvio que a todos los que se dedican al cine, les gusta este arte; con mayor menor pericia saben hacerlo, y estoy convencido que todos buscan hacer una película que sea recordada. Pero cuando hablamos de cine católico o religioso, lo católico y religioso no es aquí adjetivo, sino sustantivo, es la esencia, el objetivo que se debe perseguir, el sujeto y no el objeto que lo anima, y cuando no llega el talento, allí actúa Dios. El Evangelio está para ser predicado a pecadores, no a críticos de arte. Lo contrario sería pensar que, ya que no surgen santos escritores como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, es inútil hacer poesía mística. Como ya nadie pinta a la Virgen como Murillo, dejemos de componer cuadros religiosos. Como ya no están Bach, Beethoven, Mozart o Schubert, sea anatema la música religiosa.

Y eso si nos vamos a lo grande, si nos quedamos en lo cotidiano, en muchas misas oímos homilías de mucha palabra y poca sustancia. Ya lo dice el refranero que los largos sermones mueven más los culos que los corazones, y no es raro ver a alguien dar más de un cabezazo durante una prédica interminable. Para proclamar la palabra a veces escuchamos a viejecitas octogenarias con voces quebradas que suenan más bien a murmullo de confesionario, o los solitas del coro a los que se les escapa más de un gallo. Pero no por ello la santa misa tiene menos valor. Debemos ver cómo la viejecita octogenaria o el solista que desentona superan su terror escénico, dan un paso al frente y ocupan el espacio que otros, quizás más dotados, no se atreven o no quieren dar. No tendremos proclamando la palabra voces de locutores de radio o cantando el Ave María a Susan Boyle, pero el Espíritu Santo habla a través de ellos. Verástegui no será Richard Burton, pero dejó la vida regalada, los placeres del mundo y un futuro de éxito para darse al Señor. A lo mejor nunca tendrá una actuación formidable, pero si consiguió que con Bella una sola mujer dejara de abortar, estoy seguro que a los ojos de Dios habrá logrado una obra maestra. Pero incluso las obras maestras tienen sus pifias como Casablanca y su famosa escena en la que Rick espera el tren bajo la lluvia en la estación, con la gabardina mojada. En cuanto sube al tren, milagro, ya tiene la gabardina completamente seca. A lo mejor vemos en una película un monje medieval guareciéndose de la lluvia bajo un paraguas, pero abre la boca y nos suelta un sermón de los que hacen detener un ejército en marcha.

Los mecanismos de la conversión son múltiples y sorprendentes, porque tras ellos está la obra del Espíritu Santo. Escuchar una palabra del Evangelio que hemos oído mil veces revelándonos algo que estaba escondido hasta entonces, el consejo de un amigo, un oído que nos escucha, un libro que abrimos por primera vez y que nos interpela poderosamente hasta convertirnos, el testimonio de un conocido, son palancas con las que muchas veces un pecador se arrepiente y se vuelve a Cristo. Esto sería muy difícil de explicar a un científico, pero no a un creyente, no a un sacerdote. Donde no llega la ciencia, actúa la gracia.

La Madre Angélica no tiene la elocuencia de Cicerón, ni la fotogenia de Greta Garbo ni el porte de Angelina Jolie. Hija de divorciados, apenas cursó estudios elementales. Aquejada de molestias digestivas, vértebras machacadas, asma crónica, hipertrofia en el corazón, parálisis y piernas torcidas, cuando se asomaba a la pantalla explicaba la Biblia como nadie. Escucharla a ella era como oír un cuento maravilloso sentado alrededor de una lumbre en una noche de invierno. Personajes como Moisés, Abrahán y Jacob se mostraban ante los ojos de todos como si hablara de unos tíos cercanos con los que habíamos compartido toda la vida. Y eso lo hacía desde la televisión que fundó con un solo dólar. Siguiendo los criterios del padre Rey Ballesteros, esta religiosa jamás debió salir en pantalla. No era teóloga ni sabía nada de televisión, una sola cámara la enfocaba en un primer plano, y en su programa no había concursos ni documentales rompedores. Solo ella y una biblia que movía mecánicamente con su pulgar mientras daba una charla de cincuenta minutos que congregaba a millones de personas católicas, metodistas, presbiterianas. Son innumerables las conversiones que logró. Se hizo famoso el hombre que, a punto de suicidarse, sintonizó sin querer con el programa de la Madre Angélica y su vida cambió para siempre. Porque cuando ella hablaba parecía que estábamos escuchando a Jesús explicando una de sus maravillosas parábolas. Porque ella, por principio “no le gustaba hacer televisión, no sabía hacer televisión” y estoy seguro que jamás pensó que iba a ser “una televisión impresionante”. Sólo quería dar a conocer a Cristo, lo mismo que Verástegui o Zerirelli, porque ella tenía un lema que hace bueno el cine malo:

“Si quieres hacer algo por el Señor… hazlo. En cuanto veas que es necesario actuar, aunque te tiemblen las rodillas, aunque estés muerto de miedo, da el primer paso. Junto con este primer paso llega la gracia y, a cada gracia, más gracia. Tener miedo no es un problema: lo que nos tiene que asustar es no hacer nada”.

miércoles, 6 de octubre de 2010

El Sirviente Perezoso


Un viejo y jocoso refrán castellano dice que los grandes sermones mueven más los traseros que los corazones. Muchos de nosotros habremos asistido en alguna ocasión a alguna charla, conferencia u homilía donde disertaba alguna persona muy docta, licenciada quizás en Teología y Filosofía, titular de cátedras de no sé cuántas universidades y con una mente capaz de retener toda las enseñanzas de los libros y todos los secretos del saber y de la ciencia. Y nos hemos aburrido hasta el sufrimiento.

Había una mujer que no sabía hacer una o con un canuto, que nunca fue a la escuela y que jamás leyó un libro, y que, en asuntos de Dios, se defendía con la fe del carbonero. Pero tenía un don que la hacía extraordinaria: sabía aconsejar. En cualquier duelo, bautizo o boda, allí estaba ella, menuda como una lagartija, para consolar a la viuda, adoctrinar a los padres u orientar a los esposos. Con pocas palabras zanjaba un pleito, iluminaba una conciencia, restauraba una amistad o curaba un hábito pernicioso. El Señor la dotó de un talento y a ella le devolvió en el prójimo el ciento por uno.

Sé de muchos creyentes de a pie a los que le aterra –yo el primero- ser como el siervo gandul de la parábola: aquel que enterró los dos talentos que su amo le entregó en depósito para que los administrase. El problema surge cuando no sabemos descubrir los dones con los que Dios nos dotó; o peor aún, cuando creemos no tenerlos. Porque el desánimo y la duda los carga el diablo.

Muchos católicos, valiéndose de los trampolines de las nuevas tecnologías, se han lanzado en los últimos años a evangelizar como blogueros o lanzando sus propios portales. Sé que muchos abandonan pronto cuando la respuesta del público no es la que esperaba, o cuando no tienen quién les escriba o creen que sus enlaces no los visita nadie. Creo que eso es enfocar mal el problema. Nosotros sólo debemos ser viñadores; el tiempo de la cosecha no nos corresponde a nosotros adelantarlo, ni atraer a la lluvia, retener los huracanes o ahuyentar plagas y depredadores. Ya nos recuerda el salmista que si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores.

Muchos gurús de la informática levantaron imperios con un ordenador y una pequeña impresora en un garaje. La misma madre Angélica fundó la EWTN sin un dólar desde los sótanos del monasterio y hoy su televisión es vista en todo el mundo por millones de almas. Por el contrario, muchos negocios lanzados al mercado con grandes recursos económicos y publicitarios fracasan miserablemente sin motivo conocido.

Cuando San Pablo escribió sus epístolas y las remitió a discípulos como Timoteo y Filemón o a las iglesias locales, estoy seguro que nunca pensó que, a lo largo de los siglos, todos los días millones de personas en el mundo son iluminados por su doctrina y reconfortados en la duda y en el desánimo. El apóstol no necesitó de grandes editoriales, ni de la copia masiva de ejemplares ni se pudo valer de las técnicas modernas de difusión, pero los frutos han resistido al paso del tiempo y de las modas y suena en nuestros oídos con el eco de una palabra nueva pronunciada por primera vez.

Desde entonces las paredes de las catacumbas donde los primeros cristianos grabaron las figuras de los apóstoles o describieron escenas del Nuevo Testamento, las cúpulas y vidrieras de las catedrales, los frescos con las Vírgenes de Murillo, las partituras donde compusieron sus misas Beethoven o Bach, el mármol con el que Miguel Ángel esculpió la Piedad, los versos de los poetas místicos, son evangelios vivos donde se proclama la buena noticia de Jesús resucitado.

Pero no hace falta ser Gaudí, Mozart o Santa Teresa para ponernos al servicio del Evangelio. Casi todos habremos visto por la tele a la mujer hindú que viaja por el mundo dando abrazos. Muchos de nosotros conoceremos a alguna vecina, compañero de trabajo o conocido de viaje en el metro o autobús que sonríe siempre, y esa felicidad nos contagia y nos hace preguntarnos por el secreto de tanta dicha. Hay quienes evangelizan con la oración, otras con el silencio, muchas con la humildad. El obrero honesto en el torno, en el taller o en la fragua, las manos del carpintero que pule maderas noble, la madre que acoge y luego recibe a los hijos cuando van y vuelven a casa, esos son talentos trabajando para Dios.

Siempre, en cualquier parte del mundo, a cualquier hora, hay alguien buscando a Dios. Cualquiera de nosotros puede ser el que se lo dé a conocer.