martes, 19 de octubre de 2010

Hombres Pobres, Pobres Hombres

La Madre Teresa de Calcuta conoció una vez a un hombre “que era tan pobre que lo único que poseía era dinero”. Otra religiosa, la hermana María Jesús, acaba de volver de Senegal, un país de aplastante mayoría musulmana. Los cristianos son allí una minoría que cuenta con una fe orgullosa y entusiasta, que celebran hermosas eucaristías ungidas de cantos donde la presencia de la gracia podría pesarse en básculas industriales. “Soy cristiano”, le confesaba a la hermana un anciano mostrando la cruz de su pecho, como las que cuelgan del cuello de los obispos. Es gente sin recursos en un país azotado históricamente por plagas y sequías, que vive mirando al cielo siguiendo el rastro de las nubes y el barrunto de la lluvia. Apenas tienen para dar de comer a sus numerosas familias, pero son felices, y es una dicha de gente sencilla que nos transporta a los tiempos de Jesús. Allí, en el corazón de África, entre estos cristianos hambrientos, parece que Jesús acaba de pasar por sus aldeas con la noticia fresca de su resurrección. Él ya vive allí y su presencia es una huella palpitante que lo toca y lo transforma todo. Ésa es la sociedad de los hombres pobres que son inmensamente ricos en valores cristianos.

Sin embargo, en nuestras iglesias occidentales ya no abunda tanta espiritualidad. Los sagrarios han sido arrinconados en capillas laterales, se han retirado los reclinatorios, desmontado los confesionarios y desclavadas de sus peanas las imágenes religiosas. De los comulgatorios no tenemos noticias desde que Pablo VI clausuró el Vaticano II. En nuestros templos católicos de Europa mucha gente ya ni reza. Muy pocos se reclinan en el momento de la consagración ante aquel cuyo nombre al ser oído –nos dice san Pablo- toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Particularmente dolorosa me parece la actitud de las religiosas, esposas de Cristo, que permanecen de pie mientras el sacerdote transforma el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre. Si uno quiere confesarse debe ir peregrinando de iglesia en iglesia buscando quien lo haga. Si entras en el templo antes de comenzar la misa, te sacude un griterío de mercadillo. He visto a catequistas yendo a comulgar mientras mastican chicle, he visto a celebrantes dar la eucaristía como si estuvieran repartiendo tortas de maíz. He visto a gente a acudir al altar con menos ropa que vergüenza. Ya nadie predica sobre el demonio o el infierno, ya casi no se habla de pecado.

La forma tibia de vivir nuestra fe en la vieja Europa tiene mucho que ver con que aquí el poder políticamente correcto se ha empeñado en echar a gorrazos a Jesús de su historia para que, borrándolo del pasado, no lo reconozcamos en el presente ni le busquemos en el futuro. El continente que evangelizó el mundo se siente orgulloso de sus conquistas sociales, de la fuerza de su economía, de sus leyes progresistas bajo cuyo paraguas se guarecen tantas aberraciones morales.

En contraposición a las raíces cristianas de Europa, la civilización atea se ha instalado en nuestra vida. No podemos negar el progreso técnico ni los avances sociales, pero, en ocasiones, se han levantado de espaldas a Dios o en contra de Él. Las clínicas abortistas abundan casi tanto como las franquicias de McDonald, el feminismo y la cultura homosexual han logrado imponer sus doctrinas en buena parte de Occidente; las leyes del aborto que se reforman son para ampliar plazos o para añadir nuevos supuestos por donde las vidas de tantos no nacidos se extinguen en los sumideros de la muerte; la eutanasia es mostrado como algo justo con un valor universal como la educación o el derecho al voto. Los que creemos en Dios casi nos da miedo confesarlo y nos miran como al invitado molesto de una fiesta que tiene cara de querer comerse el último pastel de la bandeja. Es una Europa que sólo se arrodilla ante sí misma, hinchada de soberbia, que respira por el bolsillo o la bragueta.

Pero tanto progreso técnico y tantos avances sociales no han traído la felicidad. No debería sentirse orgullosa esta Europa de su juventud sin ideales, consumidora compulsiva que muere de suicidio o de sobredosis, que destaca por organizar botellones, ocupar edificios abandonados y buscar el placer sensual de una forma utilitaria y mecánica. No debería sentirse orgullosa Europa de las tasas de drogadicción y alcoholismo que se disparan año a año, del aumento endiablado de las rupturas matrimonios, del sufrimiento de los hijos que se quedan atrapados en medio del fuego de los padres peleados. No debería sentirse orgullosa de la violencia de género, de la pornografía que ya está a alcance de cualquiera en Internet o en televisión. No puede sentirse orgullosa del turismo del sexo, del fracaso académico. No puede sentirse orgullosa de esa juventud que ha huido de la Iglesia para refugiarse en las tabernas donde Satanás organiza botellones y expende cocaína; esa juventud educada sin valores que se ríe de sus padres y agrede a sus profesores, que considera una gracia propia del Club de la Comedia pegar a compañeros de clase y lanzar al mundo las imágenes en portales de video. No es para estar orgullosa de saber que sólo los chismosos profesionales y los holgazanes de oficio y beneficio de la telebasura son los que se han encaramado en la cresta de la ola, donde allí medran, adulteran conciencias y reparten credenciales de buenos y malos.

Esta es la Europa que no cree en Dios o que dice no necesitarlo, pero donde ahora abundan más que nunca adivinadores, echadores de cartas, brujos, sectas satánicas. No cree en Dios pero nuestra vida se ha llenado de ídolos de carne y hueso, de cantantes ante los cuales se rinden, que llenan estadios, que congregan multitudes ante cuyas puertas hacen colas hasta con días de antelación para escucharlos y verlos desde lejos apenas un par de horas. O se adoran a los deportistas, se les dedica la mitad de la vida a seguir sus carreras o analizar sus éxitos y fracasos.

Y cuando esta sociedad orgullosa de su cartera y de sus conquistas de alcoba regresa al hogar y se encierra en la intimidad de sus casas, debe calmar el inmenso vacío que les deja la vida ahogando su sinsentido en lingotazos de güisqui o esnifando un chute de heroína, y luego enciende la televisión a volumen de escandalera y se consuela con las mentiras oficiales que nos cuenta los noticieros, porque es la puerta falsa con la que huyen de los remordimientos, ese acreedor pesado que nos acusa sin tregua ni misericordia.

Otro día la Madre Teresa de Calcuta, de visita en este primer mundo que niega a Cristo, confesó: “He ido esta tarde por vuestras calles, he entrado en vuestras casas y he encontrado una pobreza mayor que en la India. La pobreza del alma, la pobreza del amor “