martes, 12 de octubre de 2010

Ego te absolvo


Lola Flores contó una vez que, después de llevar muchos años sin confesarse, un día decidió entrar en una iglesia para recibir el sacramento de la penitencia. Parece ser que el sacerdote que la atendió llevaba mucha prisa y no pudo escucharla. No sé cuántos años volvió a estar la Flores sin pasar por la lavadora de los pecados o si alguna vez volvió recibir la absolución, pero rezo para Dios la tenga en su gloria.

Estos días me llegó la noticia de otra historia parecida. Un chica de unos treces años pidió ver a un sacerdote para confesarse. El cura, de malos modos, le contestó que no eran horas para eso, que debía de ajustarse al horario de la parroquia. Lo que no sabía este cura estresado es que la joven había pensado suicidarse ese mañana y que, de camino al puente desde donde se lanzaría al vacío, vio la iglesia abierta y un fuerte deseo de encontrar la paz.

Hay una tercera historia que sí nos reconcilia con el sagrado ministerio del sacerdocio. El Padre Jorge Bugallo, L.C. nos cuenta una historia donde vemos la providencia divina manejando todos los hilos de la casualidad, barajando las cartas para sobre la mesa se extienda una escalera de color que nos permite arrasar con la banca. El Padre Bugallo volvía de oficiar su primera misa en San Giovanni Rotondo, donde el Padre Pío vivió su extraordinaria vida de místico. Junto con su familia se habían entretenido en el pueblo para que su hermano pudiese arreglar el móvil que se le había estropeado. Cuando regresaban a Roma, detuvo violentamente su coche porque alcanzó a ver que, en uno de los lados de la carretera, la misma chica que conducía en moto delante de ellos durante buena parte del camino, había sufrido un accidente. El sacerdote se bajó justo a tiempo de darle la absolución, estar con Rosanna durante los últimos minutos de su vida, y acompañarla en el tránsito de la muerte.

Tanto el Padre Pío como el cura de Ars se pasaban en el confesionario desde el amanecer hasta avanzada la noche. Metidos en aquella caja, con las piernas encogidas, sufriendo la humedad del invierno y el calor insoportable de los veranos, consumieron sus vidas escuchando las miserias de los penitentes, arrojando luz sobre sus conciencias, repartiendo sabiduría y prodigando, al trazar la cruz de la absolución, el abrazo que le dio el padre al hijo pródigo, la misericordia con que Jesús dijo a los que convertía: “Vete y no pesques más”.

El sacerdote es y debe ser siempre religioso y no funcionario. Cuando alguien que no pisa una iglesia durante años se decide a hacerlo, debe de tener una buena razón para ello. Puede ser gente que llega golpeada por el destino, humillada, cansada de todo, a lo mejor con el estómago vacío, las esperanzas quebradas y un propósito de suicidarse. No se puede cerrarle la ventanilla del negociado plantándole en la cara el horario de oficina. La Iglesia no puede convertirse en un centro de atención al ciudadano donde se expiden certificados de empadronamiento o se tramitan carnés de identidad.

Por cierto, la chica que acudió a confesarse antes de arrojarse al vacío sigue viva; es madre y lleva una vida feliz. En la iglesia no encontró la respuesta que buscaba ese día, pero Dios se valió de una amiga para alejarla del puente y de la muerte.