viernes, 13 de julio de 2012

Estuve en la Cárcel y me visitaste

El libro quedó en un rincón, pero, días después, Andrés se acercó a recogerlo, pensando leer “cualquier página”… la primera que saliera. Y salió la escena de Jesús en Caná de Galilea, cambiando el agua en vino, por una súplica de su Madre.
Andrés quedó impresionado y se preguntó: “¿Quién es éste hombre que convierte el agua en vino?”.
Se atrevió a lanzarle un reto:
            -Ahí tengo esa miseria de agua. Ven, y conviértela en vino.
            Pero no acudió ese hombre que convierte el agua en vino.
            Sólo venía, de mes en mes, la carta de aquel sacerdote que se presentó como servidor del buen Dios.
            Andrés agradecía estas cartas que lo aliviaban, aunque fuera por breves momentos, de la angustiosa monotonía de su vida carcelaria. Es que ahora se hallaba en el castillo de Thierry, en el pabellón de estricta seguridad, celda tan estrecha que puesto de pie y estirados los brazos tocaba ambas paredes con los dedos, y sabía además que día y noche lo vigilaban por la mirilla enrejada de su puerta.
            Cierto día, que leía con aburrimiento el Evangelio que le había regalado su amigo, el cura, leyó el episodio de Jesús clavado en la cruz. Al leer el ruego del ladrón arrepentido: Nosotros estamos pagando lo que merecemos por nuestros crímenes, pero éste no ha hecho nada malo, sintió una conmoción dentro de sí mismo, sobre todo cuando el ladrón le dijo a Jesús: ¡Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino!
            Andrés leyó también la generosa respuesta de Jesús: Hoy estarás conmigo en el Paraíso.
            Estos pasajes bíblicos le ofrecieron, le hicieron ver la bondad de Jesús. Pero él quería probar en sí mismo esa bondad de Jesús, y así le dijo:
            -Si esta misma noche, a las dos y media vienes a despertarme y estar conmigo, conoceré que todo esto que se narra en el Evangelio es verdad.
            Pero era casi imposible que él pudiera despertar a esa hora, ya que en la cárcel todas las noches le suministraban un fuerte somnífero para impedir que escapase.
            Sin embargo, a las dos y media, Andrés fue despertado por la voz de alguien que le decía.
            -Andrés, soy Yo… Jesús, el que fue crucificado. Vengo porque tú me has citado para esta hora.
            Eran exactamente las dos y media de la madrugada.
            Por segunda vez oyó el recluso la misma voz tan clara, tan amorosa, que le dejó traspasada el alma:
            -Andrés, Soy Yo. Vengo porque me has llamado.
            Al mismo tiempo, los muros dejaron paso a una claridad magnífica como si el cielo descendiera al horrible calabozo y Andrés vio al Señor que le mostraba las manos heridas, los pies heridos, el costado abierto…
            Y entonces, Andrés Levais, el gánster peligroso, el escapado de varias cárceles, el que lanzaba puñetazos y salivazos a quienes intentaban detenerlo, quedó iluminado, anonadado, convertido.
            -Allí mismo reconocí –cuenta después Andrés en su libro, difundido por Francia- que durante treinta y siete años yo había sido clavos para sus manos y sus pies, y que yo había empuñado la lanza para abrirle el pecho. Me sentí pecador y, cayendo de rodillas, empecé a llorar. Clamé a Dios pidiéndole perdón.
            Cinco horas más tarde, cuando pasaban lista a los presos, lo encontraron en la misma postura: de rodillas, llorando, clamando a Dios. Con inmensa gratitud confesaba:
            -Yo le había gritado que viniera para cambiarme el agua en vino, pero Él ha venido para cambiarme la oscuridad en luz, la desesperación en alegría, los pecados en gracia de Dios.
            Así lo repetía a sus compañeros de prisión, convertido en predicador cristiano con enorme admiración de todos ellos: así lo ha confesado públicamente por escrito.
            La conversión de Andrés, ocurrida el 12 de junio de 1969 en la cárcel de Thierry, impresionó tanto a los otros presos y a los funcionarios, y fue tan sincera y tan perseverante que, pasados seis años, el propio director del penal consiguió que el Ministerio de Justicia lo pusiera en libertad cuando aún le faltaban varios años para cumplir su condena. Andrés Levais empleó esa libertad para anunciar a muchas personas, especialmente a sus antiguos conocidos, que “debemos amar a Jesús porque Él nos amó primero”.
            Su testimonio, tanto en persona como grabado en cinta magnetofónica, circula por las cárceles y conmueve los corazones. No pocos se han convertido, y no ha faltado quien ha pedido el bautismo.
            Un día le dijeron:
            -Eres un privilegiado: tú has visto a Jesús con sus llagas, por eso tu fe es tan grande.
            -Los privilegiados son ustedes. Jesús le dijo al apóstol que no quería creer: “Porque me has visto, Tomás, has creído. Felices los que creen sin haber visto”. Esos son ustedes: Yo vi a Jesús cuando vino a buscarme y a perdonarme. Por eso creen en Él y no me canso de darle gracias. Ustedes creen sin haber visto: ¡los privilegiados son ustedes!


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