domingo, 15 de julio de 2012

La Boda

Sólo he asistido a dos bodas civiles, y la última fue este viernes. Siempre he sido muy conservador y considero que un católico si quiere casarse de verdad debe hacerlo por la Iglesia y hasta que la muerte los separa, como Dios manda. Por eso me he cuidado mucho de no prodigarme por juzgados ni ayuntamientos donde se celebran estos enlaces no canónigos.
Pero en la del último día mi compromiso con los contrayentes era más fuerte que mis prejuicios a las uniones civiles. Así fue que me presenté con mi ropa de domingo, recién afeitado y oliendo a colonia italiana, estreché muchas manos, di algunos besos y unos pocos abrazos, y con una sonrisa tan grande como para tragarme un buzón de correos,  me senté en medio de un público al que no había visto en mi vida tratando de pasar desapercibido en el cuarto de hora que duró la ceremonia.
No hubo marcha nupcial, ni lluvia de arroz ni pétalos de rosas. La juez citó medio código civil y el secretario se arrancó con unos versos laicos tipo “Eres un sueño, una esperanza, un sol/ hecha carne y deseo sin control”.  No hubo padrinos sino testigos, el poder del celebrante no lo hacía con la autoridad de la Iglesia, sino de la Constitución, y decretó la unión no en nombre de Dios, sino del Rey.
Todo fue de una austeridad casi de camposanto, de una sencillez tan utilitaria que tuve la impresión que acaba de asistir al momento en que un funcionario expedía un certificado, y no al enlace sagrado de dos personas que han decidido unir sus vidas para siempre.

Esto ocurrió el mismo día que me entero que, en los últimos diez años, en España han pasado de casarse cinco parejas cada mil habitantes, a poco más de tres y media. Quizá pudiera explicarse por la legalización de las uniones gays y el divorcio exprés. Ése que te permite que a los tres meses puedes romper el vínculo porque tu esposa ronca o el marido se niega a limpiarse los zapatos en el felpudo antes de entrar en casa. Hay hojillas de afeitar que tienen una vida más larga que muchos matrimonios. Es la banalidad de la sociedad de hoy. Si el Estado no se toma en serio esa institución tan básica, ¿por qué lo habrían de hacer sus ciudadanos?
Vemos todos los días como la televisión y los medios de comunicación trivializan sobre las bondades del divorcio. Conozco familias en las que conviven hermanos de tres o cuatro padres distintos y que viven con la pareja de la madre que no es progenitor de ningunos de ellos. Nos están haciendo creer que en cada ruptura no hay seres humanos desgraciados e hijos que acaban siendo rehenes de sus padres, como parte del botín de unos cónyuges que se despedazan uno al otro hasta ver cuál de ellos se lleva la mayor parte de la galera hundida.
Escuché una vez la respuesta de un cardenal a la pregunta de por qué la Iglesia se oponía al matrimonio de las parejas del mismo sexo si ellas no se iban a celebrar en lugar sagrado. Porque entre un matrimonio entre cónyuges hombre y mujer –respondió- y una unión entre sólo hombres o sólo mujeres, hay la misma diferencia entre un billete verdadero de quinientos euros y otro falso. A base de circular los falsos, los verdaderos pierden valor.
Creo que esto es lo que está ocurriendo. Para los nuevos españoles el matrimonio es un billete de monopoly que vale lo mismo que nada.