martes, 23 de octubre de 2012

Dios en el Armario




El santo Job lo perdió todo y, aun así, siguió confiando en Dios. Perdió sus rebaños y sus cosechas, perdió sus criados y sus propiedades, perdió después a sus diez hijos, y, finalmente, perdió la salud. Se convirtió en un paria contagioso del que todo el mundo huía, su carne enferma era motivo de afrenta y de horror, pero, aun así, siguió confiando en Dios. “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea Dios”. El escudo de la fe le protegió de la mayor de las adversidades que el hombre pueda sufrir y a la que pueda sobrevivir: la muerte de los seres más queridos. “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea Dios”.
            Durante el siglo XX, cuarenta millones de cristianos murieron a causa de su fe. Las revoluciones ateas de México, España, la Unión Soviética, Vietnam y China sembraron de cadáveres cristianos los campos y los camposantos de la tierra. Su único delito fue proclamar a Jesús resucitado. “La sangre de los cristianos es la semilla de la iglesia”, decía Tertuliano.
            A finales del siglo XIX, después de casi trescientos años de persecución religiosa contra los creyentes en Japón, se permitió en Nagasaki construir una iglesia para los visitantes occidentales. Los sacerdotes se asombraron de ver a cristianos japoneses bajando en tropel de las colinas; eran Kakure, o cripto-cristianos, cristianos ocultos que se habían reunido en secreto durante 240 años. Por desgracia, el culto sin el apoyo de una Biblia o libro de liturgia se había cobrado sin embargo un peaje: su fe había sobrevivido como una curiosa ensalada de catolicismo, budismo, animismo y sintoísmo (la religión tradicional japonesa, panteísta). Los Kakure dejaron de creer en  la Trinidad, y con el paso de los años las palabras latinas de la Misa se habían convertido en una especie de lenguaje macarrónico: Ave Maria gratia plena Dominus tecum benedicta, se había transformado en Ame Maria karassa binno domisu terikobintsu, y nadie tenía la más ligera idea de lo que estos sonidos significaban. Los creyentes veneraban al “dios del armario”, fardos de ropa envueltos alrededor de medallones cristianos y estatuas que eran disimulados en un repero, troquelado como un santuario budista. Alrededor de 30.000 de estos cristianos Kakure aún dan culto, y 80 iglesias caseras continúan la tradición del “Dios del armario”.
            San Pablo Miki y compañeros mártires del Japón, encabezan el recuerdo de los cristianos japoneses y extranjeros que fueron testigos de Jesucristo, escribiendo con su sangre, la historia de la sangrienta persecución que se desató en aquel país  entre 1596 y 1889.
            Los sogunes expulsaron a los jesuitas, exigieron que todos los cristianos renunciaran a su fe y se registraran como budistas. Los desobedientes fueron acosados. Los japoneses que accedían a pisar el fumie -un icono de la Virgen y el Niño- eran declarados apóstatas y liberados. Quienes rehusaban eran acorralados y asesinados en el intento de exterminio más exitoso en la historia de la iglesia. Algunos fueron obligados a andar forzados a caminar hacia el interior del mar, otros fueron atados y abandonados en balsas; incluso otros fueron colgados boca abajo sobre una fosa llena de cadáveres y excrementos.
            Un museo en la ciudad de Nagasaki alberga restos de la época de los mártires cristianos japoneses (en uno de las terribles ironías de la historia, la segunda bomba atómica explotó encima de la catedral de Nagasaki, diezmando la mayor comunidad de cristianos en Japón y destruyó la iglesia más grande. Las nubes ocultaron el objetivo previsto, Kokura, forzando a la tripulación del bombardero a dirigirse a Nagasaki).
            En los años 50, un joven escritor llamado Shusaku Endo solía visitar ese museo y permanecer solo mirando fijamente una vitrina en particular, que contenía un fumie verdadero del siglo XVII, un retrato de la Virgen y el Niño grabado en bronce. Endo estaba especialmente impresionado por las pequeñas marcas negras que desfiguraban el bronce; éstas, aprendió, estaban hechas por dedos humanos, las huellas dejadas por miles de cristianos que habían pisado el fumie.
            El fumie obsesionaba a Endo. ¿Lo habría pisado yo? se preguntaba. ¿Qué sintió esta gente mientras apostataban? ¿Qué clase de gente eran? Los libros de historia católica registraban sólo los bravos, gloriosos mártires, no los cobardes que abandonaron la fe. Fueron doblemente malditos: primero por el silencio de Dios en el momento de la tortura y después por el silencio de la historia. Endo prometió, que contaría la historia de los apóstatas y a través de novelas como “Silencio” y “El samurai”, ha cumplido esta promesa.
            Un sacerdote portugués, el padre Camilo Constanzo, había evangelizado los lugares fue quemado vivo en 1622 en una playa de Tabira. Se dice que estando ardiendo, la multitud continuaba oyéndolo cantar el Laudate. Después gritó cinco veces: “Él es santo entre todos los santos”, y entregó el alma.
           
            El cardenal vietnamita Van Thuan, durante los trece años que estuvo preso, sobrevivió dando interminables paseos por su celda rezando el rosario; celebraba misa, acostado en su cama, con dos gotas de vino y unas minúsculas partículas. Los videntes de Fátima eran niños de corta edad cuando la Virgen se les apareció. Las autoridades ateas portuguesas le amenazaron que si no se desdecían de haber visto a nuestra Señora, serían quemados vivos. Los adolescentes de Medjugorje  fueron sometidos a pruebas duras mientras caían en éxtasis para tratar de descubrir el fraude de los que se les acusaba. En todos los casos, la fuerza de la fe es más poderosa que la furia del odio o que el refinamiento de las torturas más crueles.

            La fe es un arma misteriosa que cambia el corazón de los criminales, sostiene el dolor de la madre que ha perdido a un hijo y mantiene viva la esperanza en los que lo han perdido todo y les parece que no queda nada por lo que luchar. Muchos suicidas se han vuelto atrás ante el rezo de una oración o por la evocación del nombre de Jesús. Esa fe no se amilana ante el hacha del verdugo o la amenaza de la muerte; no se destruye ni con el llanto ni con las lágrimas. Junto al martirio de sangre, hay otro más solapado e incruento que empuja al cristiano a renunciar a su fe: es el martirio que el ateísmo práctico y sociológico ha colado de matute en las leyes y en las conciencias de las sociedades modernas donde rezar y proclamarse creyentes es ir a contrapelo, algo intolerante que debe quedar reducido a la soledad de capillas y hogares. Que no nos empujen a hacer como los Kakure, a guardar a Dios en el armario.

viernes, 19 de octubre de 2012

Más Cristianismo

El padre Zanotti es un cura como los de antes: de rosario, sotana y confesión de sol a sol. Pero no es de esos sacerdotes  que parecen que tengan como un millón de años, la cadera rota y apenas se mantenga sobre el altar. Zanotti es un sacerdote joven que antes fue cantante y vivía una existencia cómoda y disipada en los cabarets de París y Montecarlo. Viéndolo podría pasar por uno de esos actores secundarios que, con su talento natural, salvan una escena desafortunada o reflotan una película mediocre.

            Pero, al contrario de lo que afirma el nuevo ateísmo militante, ni el dinero ni la fama producen felicidad vitalicia. A lo más que puede aspirar es a alquilar parcelas de ella a precio de oro, a lograr pequeñas conquistas del placer efímero que es como un muñeco que se pone en marcha girando una cuerda que llega a su tope muy rápidamente.

            El padre Zanotti llegó a su parroquia de Marsella como último recurso antes de que el vendaval de la secularización de una sociedad donde sólo el uno por ciento de los católicos eran practicantes, obligara a cerrar el templo, suspender el culto y quizás vender el inmueble a especuladores urbanísticos. Cuando se hizo cargo de la nueva parroquia, a las misas apenas asistían medio centenar de fieles, el edificio se deterioraba y la liturgia católica corría peligro de no volverse a celebrar en una zona de fuerte implantación musulmana.

            El nuevo cura entendió enseguida que la respuesta no era menos cristianismo, sino más cristianismo. Abrió las puertas de la iglesia durante todo el día, implantó la misa y el rosario diario, se paseó por las calles del barrio tomando café con todos, saludando a todos, escuchando a todos, católicos, musulmanes y agnósticos, y a todos les dio razones de la fe en Cristo. El resultado no puede ser más extraordinario. Ver su historia aquí.

                Para los que piensan que la Iglesia sólo logrará sobrevivir adaptándose a los nuevos tiempos y asumiendo las modernidades sacrílegas del mundo materialista que ya han hecho suyas muchas confesiones protestantes, los que quieren que prediquen una evangelio diluido y desfigurado, con resurrección y sin cruz, olvidan, en primer lugar, que esa misma Iglesia es la única que ha sobrevivido a dos mil años de bregar con todo tipo de enemigos muy peligrosos, desde fuera y desde dentro, desde las herejías a los imperios que quisieron y creyeron destruirla. Se olvidan también que ese cristianismo de rebajas cuyo testigo quieren pasárselo a la institución católica, lejos de atraer fieles, los ahuyenta. La misma Iglesia flirteó en Brasil durante décadas con la teología de la liberación, y  lo único que consiguió fue vaciar los templos de católicos y reclutarlos para las denominaciones pentecostales.

                Nada hay en la doctrina tradicional de la Iglesia que pueda ser cambiado sin traicionar a Cristo, porque, como Él ya lo proclamó. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Esa convicción es la que ha permitido al padre Zanotti salvar una parroquia que iba a ser demolida.

martes, 16 de octubre de 2012

Un ateo en mi armario


En una de esas citas deliciosas con que prodigaba Oscar Wilde, sentencia que para conocer la añada de un vino no es necesario beberse la botella entera.

            Invitado por otro bloguero, estos días he dejado escrito algunos comentarios en su blog de reflexiones sobre la fe, tratando de hacer un poco de contrapeso en medio de una mayoría de ateos furibundos. Aquí viene la explicación del vino de Oscar Wilde: el nuevo ateísmo es una religión, pero a la inversa, y un tal Richard Dawkins es su profeta. Este nuevo ateísmo es un disparo a quemarropa que no se anda con contemplaciones, que va dando empujones al creyente para que se aparte del camino y renuncie a sus convicciones, que está formulado bajo el paradigma que ser creyente es igual a ignorante y, que por encima de todo, no propone argumentos nuevos sino que lanza cada vez insultos mayores.

            Por eso es posible encontrar entre los comentaristas increyentes perlas como éstas:

            En otras palabras, no hay resultado material si yo digo "hay curas que se follan a jóvenes contra su voluntad" (además de ser cierto, no hay supuesta "víctima" identificada)”.

            “Lo que es llamativo es que un católico actuando bajo pseudónimo se sienta tal agredido por esto pero seguramente no mueve un pelo cuando MILES de curas abusan sexualmente a jóvenes en todo el mundo, a sus religiosas que toman por esclavas sexuales, sobre todo en misiones en África y otras partes del mundo subdesarrollado, sus feligreses de edades más avanzadas, seminaristas de manera regular y aceptada (la presión sexual sobre seminaristas y jóvenes religiosos es "normal" y entre ellos mismos pasando de los votos”.

            Estas citas no me las acabo de inventar, sino que no que son extraídas textualmente de ese foro.

            Estos días he probado una sola gota de ese ateísmo, y es un vino peleón y trifulquero, un matarratas que te perfora el estómago y te hierve la sangre. ¿Se puede sacar algo positivo de él? Absolutamente nada. Para estos negadores de Dios, los creyentes sólo somos unos pobres inmaduros que creemos en espaguetis voladores. Son también palabras textuales recogidas en muchos de sus comentarios.

            A los que me siguen y además escriben en sus bitácoras les aconsejo que, si algunos de estos señores insultadores se cuelan en sus bitácoras, échenles a la calle sin contemplaciones, porque les harán perder la paz y la caridad cristiana. Y es que, como ha ocurrido en esa página católica, les invitas a cenar y acaban llevándose los cubiertos, soltándote que la sopa estaba fría y el pescado no era fresco. Háganme caso, si se cuelan en su casa, acabarán con un ateo dentro del armario.

viernes, 12 de octubre de 2012

Pro-elección



Ayer, en un intercambio de comentarios en blog con un ateo, mi interlocutor me respondió que él no era proabortista, que era pro-elección.
               
                Si le pregunto –le dije- si es usted fumador o no fumador, seguro que no me contesta que cuando enciende un pitillo lo es, pero que cuando el cigarro está apagado no. Si quisiera contestarme si es partidario de la pena de muerte, no creo que se le ocurra decirme que, en cualquier caso, usted está con lo que diga el juez, tanto si éste condena al reo a freírse en la silla eléctrica, como si sólo lo manda a galeras.

            “No acepto que los avalistas y propagandistas del aborto se refugien en el burladero de la pro-elección. La mujer embarazada sólo tiene dos salidas: llevar a término el embarazo o abortar. No existe una tercera vía que se llame “elección”. 

                Frente al problema del aborto, no podemos ponernos de perfil y hacer como que la cosa no va con nosotros. La indiferencia es la actitud de los cristianos cobardes, los creyentes mediopensionistas que se lavan las manos ante el repugnante crimen del aborto.

                El aborto y la pena de muerte tienen en común tres elementos: en ambos tienen a una sola persona que decide sobre el otro: la mujer sobre su embarazo, el juez sobre la vida del preso. Ambos asuntos puede acabar con el triunfo de la vida o de la muerte. En ambos casos no hay una tercera salida.

                La mal llamada pro-elección es una bandera de conveniencia que va cambiando de trinchera según nos interese, que no se remanga ni se ensucia las botas, que no deja de poner cara de póquer tanto ante el milagro de la vida como ante la contemplación de un feto descuartizado.

                Ya nos lo dice las Escritura: “A los tibios los vomitaré de mi boca”, Ap. 3.16
                

martes, 9 de octubre de 2012

El Hombre Acabado




¿Se imaginan ustedes que, en medio de la misa del domingo, un ateo se levantara de entre el público para rebatir al sacerdote? ¿O que al proclamar la palabra un polemista alzara la voz para decir que es imposible, en nombre de las leyes de la naturaleza, que sucediera la separación del mar Rojo o la multiplicación de los panes y de los peces?

            Ése fue el pensamiento que se me vino a la cabeza cuando, días pasados, mientras leía los comentarios a un excelente post de un bloguero católico, un par de ateos trataban de rebatir al autor recurriendo al argumentario rancio de las riquezas de la Iglesia, el genocidio causado por las religiones o el viejo mantra de que la ciencia está contra la fe. La primera pregunta que me escuché decir fue: ¿Qué hacen estos ateos en misa? ¿Por qué le quitan el micrófono al cura y son ellos los que nos dan el sermón?

            Nada de lo que decían es individuos harían plantearse su fe a ningún creyente medianamente seguro de sus convicciones, pero la situación expone muy bien el dilema de si debemos aceptar en nuestro blogs los comentarios de gente que se invita a sí misma, no para debatir civilizadamente sobre las disyuntivas trascendentes del ser humano, sino para lanzar sus tomatazos racionalistas presentando al creyente como un ingenuo aferrado a supersticiones sin sentido que les impide disfrutar  de los placeres de la vida y, de paso, amargan la  existencia a los hombres sensatos al prevenirle sobre las penas del infierno. Soy de los que piensan que las ovejas, aunque tengan la tentación de  querer pasar como vecinas hospitalarias, nunca  deben invitar al lobo a cenar.

            Al socialista y agnóstico Harry Heine, un día un amigo le preguntó por qué ya no se construían catedrales. La respuesta de Heine fue que los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros sólo tenemos opiniones. Cuando uno escucha los argumentos de los ateos basados en el copia y pega anticlerical, las fabulaciones antirreligiosas, las leyendas negras sin demostrar, el hablar de oídas y el propagar el bulo y la calumnia, no podemos dejar de sospechar que el ciber-ateo tiene muchas más opiniones que convicciones. De otra forma no les entendería cuando sostienen que la Iglesia debería vender sus riquezas y fundirla en lingotes de oro. Quizás en el mundo yupi de los ateos exista algún procedimiento químico capaz de transformar en oro, por ejemplo, el mármol con que Miguel Ángel esculpió la Piedad,  los frescos de la Capilla Sixtina o el baldaquino de Bernini

            Para encontrar las respuestas adecuadas muchas veces sólo hay que formular primero las preguntas correctas. Los eternos misterios del hombre ¿por qué existe el universo?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? o ¿por qué siempre estamos insatisfechos?, para el creyente, a la luz de la fe, las respuestas que halla siempre están iluminadas por el foco de Dios, y todas las piezas le encajan. El incrédulo, que no acepta la premisa básica de un poder eterno y creador ajeno al espacio y al tiempo, construye hipótesis y formula teorías que no se satisfacen a sí mismas  y que, detrás de  cada puerta donde resuelve la respuesta a un incógnita, se encuentra también con un nuevo interrogante en una infinita búsqueda de enigmas sin resolver.

            Giovanni Papini era un hombre atormentado, ateo y profundamente antirreligioso que escribía obras blasfemas en las que ponía en boca de sus personajes frases ésta:

            - Hombres: haceos todos ateos, y pronto, Dios mismo, vuestro Dios, os lo pide con toda su alma.

            Pero en su obra Un hombre acabado, Papini reconoce su profunda infelicidad:

            - Todo está acabado, todo perdido, todo cerrado. No hay nada que hacer. ¿Consolarse? No. ¿Llorar? Para llorar hace falta un poco de esperanza. Y yo no soy nada, no cuento nada y no quiero nada. Soy una cosa, no un hombre. Tocadme, estoy frío, frío como un sepulcro. Aquí está enterrado un hombre, que no puede llegar a ser Dios.

            El hombre pagado de sí mismo de otro tiempo, el escritor que se burlaba de Dios, comienza a suplicar en su desesperación:


            -Yo no quiero ni pan, ni gloria ni compasión. Pido, humildemente, de rodillas, con toda la fuerza y la pasión de mi alma, un poco de certeza: una pequeña fe segura, un átomo de verdad… Tengo necesidad de algo verdadero. No puedo vivir sin la verdad. No pido otra cosa, no pido nada más, pero esto que pido es mucho, es una cosa extraordinaria, lo sé. Pero lo quiero de todos modos, a todo costo. Sin esta verdad, no consigo vivir y, si nadie tiene piedad de mí, si nadie me puede responder, buscaré en la muerte, la felicidad de la plena luz o la quietud de la eterna nada.

            El ateo insatisfecho, por fin, encontró a Cristo, y durante años vivió para rescatar sus obras blasfemas y destruirlas. Enamorado para siempre de la figura de Jesús, Papini gritaba:

            “Cristo está vivo. Es una experiencia emocionante, que encuentra todo convertido: Cristo está vivo. Oh Cristo, tenemos necesidad de ti, de ti solo. Tú nos amas… Viniste para salvar, naciste para salvar, te hiciste crucificar para salvar, tu misión y tu vida es la de salvar y tenemos necesidad de ser salvados”.

            ¿Qué buscan los ateos en los sitios creyentes? ¿Hacernos partícipes de su paraíso en la tierra? Que no se molesten. Su paraíso de libertad absoluta, sexo banal, placer sin límites y relativismo moral, no hacen felices a nadie. Ni siquiera a sí mismos. Las iglesias están llenas de antiguos vivalavida que lo probaron todo en los supermercados del materialismo, y después de darse una panzada en los festines del hedonismo, volvieron más insatisfechos que cuando entraron.

            Así se sentía el poeta holandés Pieter van der Meer mientras era ateo:

La tierra, dentro de miles o millones de años, será inhabitable y por fin perecerá. Entonces, será como si este planeta no hubiese existido jamás, todo será arrinconado en el vacío del olvido. Nadie llevará ya en sí la memoria de lo que aquellos extraños seres, que un día vivieron en la tierra y se llamaban hombres, realizaron y sufrieron... Todo habrá sido perfectamente inútil y esta comedia, que habrá durado miles de años y de la que nadie habrá sido espectador, podía igualmente no haber tenido lugar. ¿No es esto de una vertiginosa ridiculez? ¿No es para aullar de angustia y refugiarse en la muerte?

“Por espacio de un momento, breve como el zig-zag de un relámpago, estamos en la tierra, vivos, con los ojos abiertos, atormentados por todos los deseos y por todos los ensueños, queriendo alcanzar y abarcar lo imposible, interrogamos al pasado, leemos lo que los hombres han pensado antes de nosotros, nada sacamos en claro; interrogamos a la tierra, al cielo, a las estrellas, a los abismos de los espacios y a los de nuestra propia alma, lloramos de nostalgia por la belleza, gesticulamos apasionadamente y, de repente, caemos muertos y ya no hay nada más, nada, nada, nada, nuestros ojos están cerrados para siempre, los ojos con que ahora miramos las estrellas, esas estrellas que no nos recordarán”.

Poco a poco, empieza a dudar:

“¿Qué significa la vida,  a cuyo término está la muerte, ese inmenso agujero negro donde vamos cayendo uno tras otro como piedras? Decididamente es una perfecta estupidez tomarse la vida en serio si no existe el alma. Pero ¿acaso las religiones no son más que un hermoso sueño, bellas mentiras consoladoras a las que el hombre se aferra ante la perspectiva de desaparecer tragado por la noche espantosa de la muerte? ¿Contienen una realidad o no son más que quimeras? Sigo perplejo ante los enigmas. ¿Dónde puedo encontrar la verdad?

            La verdad la encontró en la fe, y tan grande fue el cambio en su vida que acabó ordenado sacerdote. Si este holandés, que durante tanto tiempo fue un hombre errante, viviera hoy y fuera un ateo furibundo como en sus tiempos jóvenes, muy probablemente estaría comentando como incrédulo en las bitácoras de los creyentes para lanzar sus proclamas materialistas, quizás tratando de pescar para su causa a muchas personas piadosas. Y a lo mejor, como este poeta holandés errante, pudiera ocurrir que fuera a pescar en las aguas de la fe y acabara siendo pescado.

lunes, 8 de octubre de 2012

Fe y Amuletos

A veces, cuando nuestras manos no llegan a las teclas, en lugar de rodar la silla, movemos el piano. Ponemos los bueyes delante del carro o queremos meter un camión dentro de un coche.

            Recuerdo la historia de un pobre que pasó veinte años ahorrando para comprar una casa para los suyos. Vivían con lo justo, comían lo justo, no iban al cine ni acudían jamás a restaurantes o ferias; los hijos heredaban las ropas unos de los otros y jamás cambiaron los muebles ni había a la vez más de una luz encendida en la casa. Al cabo de mucho tiempo, por fin aquel padre reunió el dinero necesario para adquirir la vivienda. Entonces se dio cuenta de que los hijos, ya adultos, se habían marchado de casa y que la esposa estaba muerta. Tanto esfuerzo y ya no le quedaba nadie con quien compartir el mayor logro de su vida. Había fijado una meta en un horizonte muy remoto, y no había advertido de que la alegría de la vida no estaba al cruzar la línea de llegada, sino en el camino mismo, en las esperanzas y las derrotas de cada etapa, en el repartir las cargas, aceptar las pérdidas y asumir con una sonrisa las renuncias y los tropiezos con los que embarrancamos a lo largo del recorrido diario.

            Muchas veces nos comportamos como el padre de la historia: nos colocan un papel con letras muy gordas a unos pocos centímetros de nuestra vista, y somos incapaces de descifrar el texto que se presenta ante nuestros ojos. Necesitamos alejar el objeto para que la distancia nos dé la perspectiva adecuada desde donde podemos entender lo que está pasando en nuestra vida. Nos apresuramos a tocar heridas que aún están muy calientes, y enseguida notamos la sacudida de una quemada. Es preciso que el tiempo atempere los problemas ardientes, repose los conflictos y madure las soluciones.

            En muchas ocasiones, el ser humano es un jugador de alto riesgo que se lo apuesta todo al rojo o al negro, que necesita como el comer el éxito a corto plazo, pero que siempre acaba quemando sus naves en guerras relámpago.

            Esta forma compulsiva de buscar los logros fáciles, se traslada también al ámbito de la fe. Muchos la viven no como si no fuese una adhesión libre y feliz hacia las realidades divinas, sino como si esa fe fuese un amuleto que usan de escudo protector o de salvoconducto para sortear los peligros del destino. Son las personas que dicen tener mucha fe en tal santo o en tal advocación mariana, una fe fetichista que es usada como protector de males, que conjura maleficios o nos sirve para encontrar pareja o sacarnos la lotería. Esa fe talismán es tan peligrosa como la idolatría que nos puede llevar a precipitarnos por el tobogán de la superstición. El creyente que usa fe para conseguir cosas y no para renunciar a tesoros materiales como los placeres, el dinero, la vida sin sobresaltos, ese creyente –digo- suele prometer  a Dios que si le concede esta o aquella cosa recorrerá el Camino de Santiago o peregrinará al santuario más próximo. Eso es tanto como una forma de hacer negocios con Dios, pero obligándole a Él que sea el primero en cumplir su parte. Si me das esto, entonces hago aquello; concédeme un trabajo, y rezaré el rosario. Es un trato adulterado, condicionado a que se cumpla una cláusula previa. Ya nos recuerda san Pablo que la fe es gratuita y el amor, si no es dado por un corazón libre y un espíritu generoso, no nos sirve para nada. La fe que cree a cambio de algo  material es el mayor de los fraudes.

            Desde luego que es muy saludable recurrir a los santos o la santísima Virgen para que intercedan ante Dios; la comunión de los santos lo aconseja y lo saluda. El problema se presenta cuando nos valemos de estos intercesores como intermediarios comerciales: te pongo una vela si me consigues esto, reparto estampitas tuyas si me das lo otro. Esa fe usurera es muy nociva si la utilizamos como objeto y como sujeto de conversión.



viernes, 5 de octubre de 2012

La Brisa Tenue (2)


Tal y como les sucedió a Elías, al filósofo García Llorente y al condenado a muerte, Jacques Fesh, hoy sabremos de otros dos personajes que sintieron la brisa tenue y la experiencia extraordinaria en la que reconocieron a Cristo.

Janne Haaland Matlary es noruega, doctora en filosofía y profesora de política internacional en la Universidad de Oslo. Fue secretaria de Estado de Asuntos Exteriores de su país durante tres años. Formó parte de la delegación vaticana en la Conferencia mundial de la ONU sobre la mujer en Pekín y actualmente es miembro del Consejo pontificio Justicia y Paz. Está casada y tiene cuatro hijos. Es una gran mujer, que en su libro El amor escondido nos habla de su vida y de su conversión al catolicismo.

            A pesar de haber nacido en un ambiente cristiano luterano, desde sus primeros años, se hizo agnóstica, rechazando toda religión y, concretamente, el cristianismo, que le parecía apto para retrógrados. Pero, estudiando filosofía, pidió luces sobre la filosofía  de santo Tomás de Aquino a un sacerdote dominico de Oslo. Durante año y medio, fue todas las semanas a visitarlo para hablar de santo Tomás; pero, poco a poco, se iba sintiendo atraída hacia la cultura católica.

            Un día tuvo su primer encuentro con Cristo de modo inesperado.
            “Estaba sentada con el dominico, en los jardines del claustro, una tarde de agosto de 1981. Le dije que la persona de Cristo había aparecido en la escena de forma misteriosa. Nunca había rezado y a duras penas vivía fuera de los libros. Pero, de pronto, me había sucedido este hecho inquietante, intuí que el catolicismo no era un precioso sistema filosófico, sino una persona que exigía derecho a estar hoy tan vivo como hace dos mil años... De repente, empecé a interesarme por Cristo y por su vida ¿Podría ser verdad todo lo que los cristianos creían? Ahora Cristo era como una llama que me iluminaba de vez en cuando.

“Esperaba con ilusión la misa del domingo, me dediqué a leer historias de conversiones y empezaron a interesarme los escritores místicos... La cuestión de la conversión volvía a mí continuamente, pero pensar en las reacciones negativas de una conversión me echaron para atrás. Pensaba en mis padres, en  mis compañeros de estudio, en mis amigos y en el sentimiento general anticatólico de Noruega. Los católicos eran vistos todavía como extraños y papistas antinoruegos”.


En 1992 fue con toda su familia a visitar la abadía benedictina de Pannonhalma, al oeste de Hungría, donde su esposo, que es húngaro, se había educado gratis. Al llegar el régimen comunista al país, su padre, que había sido general del ejército, fue destituido y privado de todos sus bienes, pero los monjes lo conocían y dieron educación gratuita a su hijo. Allí, en la abadía, ella conoció a un monje que sería su amigo y confidente durante muchos años en su camino a Dios.
Era un sabio, mayor, aunque joven de espíritu y de mente abierta. Era un hombre lleno de alegría y de juventud interior, pese a su avanzada edad. Este monje era una fuente de agua viva[1].


Hablé con él. Jamás pensé que la confesión  funcionaría y hubiese querido evitarla... De pronto, sucedió la cosa más asombrosa e inesperada. Me recorrió una oleada de inmensa alegría que no se parecía a nada que me hubiese ocurrido antes. No puedo explicarlo con palabras, pero fue un giro absoluto a mi vida como católica. Dios, que hasta ese momento me resultaba una entidad bastante lejana, se convirtió en un Dios personal allí y en ese momento. El brillo de aquella experiencia duró mucho tiempo. Ahora estaba suspirando por Cristo, mi amigo. Ya no era una posibilidad teológica, sino una realidad íntima y personal. Era la segunda vez que Cristo se me hacía presente de forma directa. La primera fue en el jardín de los dominicos de Oslo, con el asombro de que Cristo era una persona viva. En aquella ocasión, me quedé, no sólo sorprendida sino asustada, pero marcó en mí una diferencia que produjo una conversión formal. El segundo encuentro fue más fuerte. Igualmente sorprendente. Es casi imposible describirlo. Fue un giro aún  mayor”.

Narciso Yepes (1927-1997), el gran guitarrista español, miembro de la real Academia de Bellas Artes, cuenta algo de su historia y conversión en una entrevista concedida a Pilar Urbano, publicada en el N° 149 de la revista Época, en enero de 1998. dice así:

“Me bautizaron al nacer, y ya no recibí ni una sola noción que ilustrase y alimentase mi fe. ¡Con decirle que comulgué por primera vez a los veinticinco años! Desde 1927 hasta 1951 yo no practicaba ni creía ni me preocupaba lo más mínimo que hubiera o no una vida espiritual y una transcendencia y un más allá. Dios no contaba en mi existencia. Fue una conversión súbita, repentina, inesperada y muy sencilla. Yo estaba en Paris, acodado en un puente del Sena, viendo fluir el agua. Era por la mañana. Exactamente, el 18 de mayo de 1951. De pronto, le escuché dentro de mí… Fue una pregunta en apariencia, muy simple: ¿Qué estás haciendo? En ese instante, todo cambió para mí. Sentí la necesidad de plantearme por qué vivía, para quién vivía. Mi respuesta fue inmediata. Entré en la iglesia más próxima, Saint Julian le Pauvre. Es curioso, porque mi desconocimiento era tal que ni me di cuenta de que era una iglesia ortodoxa. A partir de ese día, busqué instrucción religiosa católica… Desde aquel instante, no hay nada en mi vida, ni lo más trivial, ni lo más serio, en lo que yo no cuente con Dios. Y eso en lo que es alegre y en lo que es doloroso, en el éxito, en el trabajo, en la vida familiar, en una pena honda como la de que te llame la guardia civil a media noche para decirte que tu hijo ha muerto…

“Sé que la vida de mi hijo Juan de la cruz estaba amorosamente en las manos de Dios. Y ahora lo está aún con más plenitud y felicidad. Por otra parte, cuando se vive con fe y de fe, se entiende mejor el misterio del dolor humano. El dolor acerca a la intimidad de Dios. Es una predilección, una confianza de Dios hacia el hombre…

“Con Dios todo es novedad. Él no se repite nunca. Además de creer en Dios, yo le amo. Y lo que es incomparablemente más afortunado para mí: Dios me ama. ¡Cambiaría tanto la vida de los hombres, si cayesen en la cuenta de esta espléndida realidad! Es tremendo que el hombre, por cuatro cachivaches técnicos, que ha conseguido empalmar, se haya creído que puede prescindir de Dios y trate de arreglar esta vida con su solo esfuerzo… Pero el hombre, por muy abyecto que sea, siempre está a tiempo para dejar de serlo. Vivir es eso: estar todavía a tiempo… Quizás, porque soy un converso, creo más que otros en la capacidad de regeneración y de redignificación del ser humano…

“Cuando doy un concierto, sea en un gran teatro, sea en un auditórium palaciego o en un monasterio o tocando sólo para el Papa, como hice una vez en Roma ante Juan Pablo II, el instante más emotivo y más feliz para mí, es ese momento de silencio, que se produce antes de empezar a tocar… Casi siempre, para quien realmente toco es para Dios. He dicho casi siempre, porque hay veces en que, por mi culpa, en pleno concierto, puedo distraerme. El público no lo advierte. Pero Dios y yo sí. A Él le encanta mi música. Pero más que mi música, lo que le gusta es que yo le dedique mi atención, mi sensibilidad, mi esfuerzo, mi arte, mi trabajo. Además, ciertamente, tocar un instrumento lo mejor que uno sabe, y ser consciente de la presencia de Dios, es una forma maravillosa de rezar, de orar. Lo tengo bien experimentado”.





jueves, 4 de octubre de 2012

La Brisa Tenue





Se cuenta en el Libro de Los Reyes que un ángel ordenó a Elías dirigirse al monte Horeb. Allí se refugió en una cueva donde pasó la noche, hasta que el Señor le dijo:

            -Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!

            Vino un huracán tan violento que descuajaba los montes y resquebrajaba las rocas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva.

            Elías no vio al Señor, pero supo que estaba allí y se tapó el rostro.

            En los siguientes post veremos cómo esa brisa tenue en la que se manifiesta Dios, vuelve a soplar para muchos los que han perdido la fe. Es un viento que no arrecia, un aire quieto y una presencia oculta tan cierta como un huracán, que no mueve las cosas de sitio, pero sí arranca de los corazones las raíces enfermas que lo envenenan y las anclas de piedra a las que nos aferramos.

            Arquímedes prometió  que si le daban  un punto de apoyo lograría mover el mundo. Las historias que presento a continuación nos muestran a gente que no contaban con el punto de apoyo de la fe para mover las montañas de sitio, que vivían estancados en las aguan pantanosas de sus existencias sin sentido, hasta que Dios les acercó esa palanca para que pudieran liberarse del cieno que les sepultaba.

            Lisa Moeller, una activista lesbiana, sentía la falta de Dios, y Dios llegó en vísperas del orgullo gay.

            "Fue de noche, en mi hotel", recuerda: "Me acosté siendo completamente homosexual. Mis gestos, mis vestidos, mi lenguaje corporal, etc. eran todos muy masculinos. Odiaba a los hombres, asqueada con todos por los abusos que había sufrido de aquel vecino siendo niña. Cuando me desperté, había una presencia en la habitación que no puedo describir con palabras. Era una paz que no había experimentado nunca antes".

            Lo más llamativo para ella fue que a partir de entonces sus sentimientos homosexuales desaparecieron. Las mujeres dejaron de atraerle, y un día se sorprendió a sí misma mirando con interés a un hombre que estaba corriendo por el parque. Confiesa que sintió pánico, porque no sabía qué le estaba pasando.

            El preso francés Jacques Fesh había sido condenado a muerte por un grave delito que había cometido. Un día de octubre de 1954, se encontraba en la cárcel y estaba especialmente triste. Sentía que su vida estaba vacía. Él dice: En ese momento, como pidiendo ayuda, grité desesperado:

            -¡Mon Dieu, mon Dieu! (Dios mío, Dios mío).

            Al instante, como si Dios estuviera presente a mi lado, esperándome, una paz inmensa me subió hasta la garganta… La alegría me invadió y sentí una gran paz. En pocos instantes, todo se hizo claro y sentí una alegría sensible y fortísima. Fue una conversión instantánea. Dios le había contestado con su inmenso amor, cuando más hundido y desesperado se encontraba.

            El día de su ejecución en la guillotina (1-10-1957) escribió:

            Faltan cinco horas. Espero al Amor. Ha sufrido tanto por mí… Dios es amor. Tengo los ojos fijos en el crucifijo y mis miradas no se apartan de las llagas del Salvador. Quiero conservar su imagen en mis ojos hasta el final. Recitaré el rosario y las oraciones de los moribundos y, después, pondré mi alma en las manos del buen Dios. Dentro de cinco horas, veré a Jesús.

            Lisa y Jacques sintieron una presencia oculta que les transformó. Es la misma brisa tenue que obligó a Elías a cubrirse el rostro.

            El filósofo español Manuel García Llorente era ateo, aunque de niño había hecho la primera comunión. Sus  estudios de filosofía lo habían alejado de Dios y de la religión. Al comenzar la guerra civil española, tuvo que huir a Francia porque lo buscaban para matarlo. Estaba en París, desesperado por no encontrar los medios humanos para conseguir que su familia llegara a la cidudad para estar a salvo con él. En esas circunstancias, la noche del 29 al 30 de abril de 1937, escuchó un trozo de música de Berlioz, titulada La infancia de Jesús, que lo dejó con una gran paz interior. Dice así:

“Cuando terminó la música cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Seguí representándome otros períodos de la vida del Señor... Y, poco a poco, se fue agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la cruz... No me cabe duda de que esta especie de visión (interior) no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. “Ése es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva” -me dije a mí mismo-. Ése es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. A Él sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y, puesto de rodillas, empecé a balbucir el Padrenuestro, pero ¡se me había olvidado!
 
“Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez, recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella y, lentamente, con paciencia, fui recordando el Padrenuestro... También pude recordar el Avemaría...

“Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo... En el relojito de pared sonaron las doce. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Me parece que debía sonreír... Pensé: Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones, me instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño... Compraré también los santos Evangelios y una vida de Jesús. “¡Jesús, Jesús! ¡Bondad! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!” Debí quedarme dormido.

“Me puse en pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica, de esas diminutas de una o dos bujías en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído ni en el tacto ni en el olfato ni en el gusto. Sin embargo, lo percibía allí presente con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que lo percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es eso posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver ni oír ni oler, ni gustar, ni tocar nada, lo percibía con absoluta e indubitable evidencia... No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía...

“Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño... ¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación... Debió durar su presencia un poco más de una hora.

            En la habitación de aquel hotel de París, García Llorente volvió a sentir la brisa tenue que advirtió Elías, y no le cupo la menor duda de que era Cristo el que estaba oculto al otro lado de la presencia extraordinaria. Su convicción fue tan poderosa que pasó de ser un incrédulo a ordenarse sacerdote hasta que murió en 1942.

            Pero esa brisa tenue sigue y sigue soplando para muchos otros. Seguiremos viéndolo en las siguientes entradas.


miércoles, 3 de octubre de 2012

Manolita


Manolita llevaba veinte años apoyándose en una muleta para caminar. Se ayudaba en ella desde que fue operada de la cadera. Aunque la gente no volviera la vista atrás para comprobarlo, todos sabían que era la anciana la que se acercaba cuando escuchaban el crujido duro de su pierna de hierro tableteando a lo largo del pasillo central de la iglesia hasta que, con muchos apuros, lograba acomodarse en el primer banco, justo frente al altar.

            En el momento de la consagración, Manolita apartaba la muleta y se arrodillaba. El golpear metálico y seco del apoyo de hierro contra el suelo, era como la campanilla que los monaguillos hacían sonar en el momento de la elevación.

            Las cosas comenzaron a ir regular cuando destinaron a la parroquia a uno de esos curas modernos.

            -Para hacer comunidad –dijo el nuevo sacerdote a la feligresía- voy a pedirles a todos que comulguen en la mano y que permanezcan de pie durante la consagración.

            Manolita fue la única que no dejó de hacer ambas cosas. El nuevo párroco se sentía incómodo con la rebeldía de la anciana, pero optó por no enfrentarse a ella directamente. Se limitó a aprovechar la ocasión que le brindó la restauración de los bancos de la iglesia para quitarles los reclinatorios a todos ellos.

            No dio resultado. Manolita seguía apartando la muleta, tintineando su brazo de metal sobre las baldosas y arrodillándose. El sacerdote la esperó un domingo al final de la misa para abordarla.

            -Manolita –le dijo-, me han dicho que sufriste una dolorosa operación de cadera.

            -Así es, don José.

            -Llámame Pepe, como todo el mundo, Manolita.

            -Muy bien don José.

            El párroco comenzó a sofocarse un poco. Le dijo:

            -Dios no querría que te lesionaras otra vez en la pierna operada. Él entiende que no te arrodilles.

            -¿Por qué no? Puedo hacerlo. Si no, ¿qué iba a pensar san Pablo?

            -¿San Pablo?

            -Sí, don José. Ya dijo que, al nombre del Señor, toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra.

            -Ya conozco el estribillo y la música. Pero no lo decía por las viejas de ochenta y operadas de la cadera.

            -Ni por las de treinta y operadas del pecho, porque a ninguna las veo inclinarse.

            El cura se agitó nervioso.

            -Además –dijo él- creí que quitando los reclinatorios ya no te atreverías inclinarte.

            -¿Y por qué iba a hacer eso, don José? Para arrodillarme no me hace falta ningún reclinatorio, sólo tener rodillas.




martes, 2 de octubre de 2012

Flashes y Oraciones





Un año atrás, Cristiano Ronaldo afirmo que la gente le tenía envidia porque era guapo, rico y buen futbolista. La afirmación retrata mejor al que la formula que a aquellos criticones contra los que va dirigida.

            El jugador madridista es el típico personaje que sufre esta enfermedad de nuestro tiempo que es la famitis. No pueden vivir sin ser el centro de atención, sin vivir haciendo equilibrios encaramado en la cresta de la ola, en el ojo del foco hacia donde se dirigen todas las miradas y donde se suscita todos los comentarios.

            La prensa, la televisión, las redes sociales están llenas de estrellas como Ronaldo que reclaman incesantemente que estemos pendientes de ellos: que le veamos retratado con el último ligue, viéndole conducir el deportivo más lujoso, bañarse en las playas de California o pasear palmito por las pasarelas de la popularidad. Es gente que no sabe vivir embarrancada en el anonimato, sufren la constante tensión de las cámaras, los flahses y el micrófono, que se hable de ellos todo el tiempo, para bien o para mal. Lo que ocurre muchas veces es que la fama no hace rehenes, y, cuando una mala racha, una lesión deportiva, el fracaso taquillero de una película o una separación traumática dan una patada a los puntales de cartón piedra sobre los que se sostiene la vida del artista, muchos de ellos acaban como juguetes rotos olvidados del público y fuera del alcance de las cámaras y de los aplausos. Recuerdo a una presentadora de televisión de gran éxito que acabó destruida por las drogas, o a un boxeador campeón del mundo que murió arruinado porque no supo domesticar a esa bestia que es el éxito mal llevado. En este mundo de la farándula se dan muchos casos de artistas de renombre y alto caché que, de la noche a la mañana, cuando los focos dejan de iluminarles y los seguidores de pedirles autógrafos o de comprar sus obras, no pudieron asimilar la pesada digestión de la notoriedad perdida. Algunos acabaron desahuciados por las drogas, el juego, víctimas de estafas, dilapidaron fortunas enormes en casinos y juergas. Acostumbrados al primer plano, no pudieron reconocerse bien sin estar subidos al escenario, sin la corte de maquilladores, representantes y aduladores que viajan como fardos de hormigón en las maletas del artista.

            Fueron víctimas de los métodos competitivos de una sociedad que tiene prisa por experimentar las emociones fuertes que, tras la agitación momentánea, sólo dejan el hastío y el cansancio. Se convierten, sin saberlo, en los entretenedores de moda, en los bufones oficiales que se ofrecen a sí mismos como cobayas que giran enloquecidos sobre la rueda que pedalean sin cesar, sin ser conscientes que cuando más frenéticamente la hacen voltear, más atrapados están en el círculo vicioso que les destruye.

            Como contraste a todos ellos, quiero fijarme en los héroes anónimos que viven una existencia escondida e insignificante según la forma de calibrar el valor de las cosas del mundo actual, y que con su oración sostienen el peso del mundo de la inminencia de la catástrofe o de la justa ira de Dios.

            Ya sean las plegarias de los eremitas, el rezo de las monjas o las letanías de las abuelas, la oración silenciosa de multitud de almas buenas son las razones que conmueven al Creador cuando los sacrilegios y los horrores del hombre moderno ponen a prueba su paciencia. Las madres clamando por la conversión de los hijos, los místicos ofreciendo sus dolores y luchas por el bien común, el sacrificio de tantos espíritus orantes, son los justos que Abraham no logró hallar en Sodoma para que esta ciudad del pecado no fuese destruida.

            Jean Lafrance afirmó que cuanto más absorto está un hombre en la oración, menos conciencia tiene el que ora porque permanece oculto a su propia mirada. Felices son los que hablan con Dios porque saben entender a los hombres. Manzoni escribió que el hombre crece cuando cae de rodillas y Donoso Cortés que más hacen por el mundo los que oran que los que combaten, y si el mundo está mal es porque hay mas batallas que oraciones.

            Si hay algo que dejan claro las Escrituras es que Dios se conmueve ante la súplica de los que, con corazón contrito y humillado, invocan la ayuda del cielo.

            Se conmovió ante el deseo de Sara de ser madre, y, a pesar de sus noventa años, le concedió dar a luz a Isaac. Se conmovió Cristo del ciego que le grito: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. Se conmovió ante la fuerza de fe de la hemorroísa que creyó que, si sólo rozaba el borde de su manto,  iba a ser sanada. Se conmovió del criado del centurión por la fe del soldado romano que le desarmó con una profesión de confianza como nunca antes había visto en los hombres de la tierra: “Señor, no merezco que entres en mi casa, pero sólo una palabra tuya bastará para sanarle”. Se conmovió de la hija de Jairo por la súplica del padre, de la viuda de Naím y sus lágrimas desgarradoras, de la plegaria del papá del niño epiléptico. Se conmovió de la multitud que le seguía sin tener nada que comer y multiplicó los panes, y los peces, y antes en Caná, transformó en vino de excelente cosecha lo que sólo eran unas tinajas de agua. Se conmovió ante la plegaria del buen ladrón, ante aquel criminal que, muy probablemente habría cometido grandes delitos y terribles pecados, pero que, erguido en la cruz  y a la misma altura que el Rey del Universo, supo advertir la majestad del Hijo de Dios, y presentar su vida como ofrenda y pago de tantos años de extravío. “Señor, acuérdate de mí cuanto estés en tu reino”. “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

            En millones de claustros diseminados por todo el mundo, en infinidad de iglesias y multitud de capillas, frente a  sagrarios que miran los penitentes en inmensas catedrales o minúsculos templos donde siempre hay arrodilladas almas buenas;  en asambleas masivas o en la soledad de las habitaciones o los hogares, ahora mismo hay millones de espíritus caritativos y orantes que con su rezo sincero conmueven el corazón de Dios. Porque saben que “debemos orar siempre, no hasta que Dios nos escuche, sino hasta que podamos oír a Dios”.