martes, 23 de octubre de 2012

Dios en el Armario




El santo Job lo perdió todo y, aun así, siguió confiando en Dios. Perdió sus rebaños y sus cosechas, perdió sus criados y sus propiedades, perdió después a sus diez hijos, y, finalmente, perdió la salud. Se convirtió en un paria contagioso del que todo el mundo huía, su carne enferma era motivo de afrenta y de horror, pero, aun así, siguió confiando en Dios. “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea Dios”. El escudo de la fe le protegió de la mayor de las adversidades que el hombre pueda sufrir y a la que pueda sobrevivir: la muerte de los seres más queridos. “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea Dios”.
            Durante el siglo XX, cuarenta millones de cristianos murieron a causa de su fe. Las revoluciones ateas de México, España, la Unión Soviética, Vietnam y China sembraron de cadáveres cristianos los campos y los camposantos de la tierra. Su único delito fue proclamar a Jesús resucitado. “La sangre de los cristianos es la semilla de la iglesia”, decía Tertuliano.
            A finales del siglo XIX, después de casi trescientos años de persecución religiosa contra los creyentes en Japón, se permitió en Nagasaki construir una iglesia para los visitantes occidentales. Los sacerdotes se asombraron de ver a cristianos japoneses bajando en tropel de las colinas; eran Kakure, o cripto-cristianos, cristianos ocultos que se habían reunido en secreto durante 240 años. Por desgracia, el culto sin el apoyo de una Biblia o libro de liturgia se había cobrado sin embargo un peaje: su fe había sobrevivido como una curiosa ensalada de catolicismo, budismo, animismo y sintoísmo (la religión tradicional japonesa, panteísta). Los Kakure dejaron de creer en  la Trinidad, y con el paso de los años las palabras latinas de la Misa se habían convertido en una especie de lenguaje macarrónico: Ave Maria gratia plena Dominus tecum benedicta, se había transformado en Ame Maria karassa binno domisu terikobintsu, y nadie tenía la más ligera idea de lo que estos sonidos significaban. Los creyentes veneraban al “dios del armario”, fardos de ropa envueltos alrededor de medallones cristianos y estatuas que eran disimulados en un repero, troquelado como un santuario budista. Alrededor de 30.000 de estos cristianos Kakure aún dan culto, y 80 iglesias caseras continúan la tradición del “Dios del armario”.
            San Pablo Miki y compañeros mártires del Japón, encabezan el recuerdo de los cristianos japoneses y extranjeros que fueron testigos de Jesucristo, escribiendo con su sangre, la historia de la sangrienta persecución que se desató en aquel país  entre 1596 y 1889.
            Los sogunes expulsaron a los jesuitas, exigieron que todos los cristianos renunciaran a su fe y se registraran como budistas. Los desobedientes fueron acosados. Los japoneses que accedían a pisar el fumie -un icono de la Virgen y el Niño- eran declarados apóstatas y liberados. Quienes rehusaban eran acorralados y asesinados en el intento de exterminio más exitoso en la historia de la iglesia. Algunos fueron obligados a andar forzados a caminar hacia el interior del mar, otros fueron atados y abandonados en balsas; incluso otros fueron colgados boca abajo sobre una fosa llena de cadáveres y excrementos.
            Un museo en la ciudad de Nagasaki alberga restos de la época de los mártires cristianos japoneses (en uno de las terribles ironías de la historia, la segunda bomba atómica explotó encima de la catedral de Nagasaki, diezmando la mayor comunidad de cristianos en Japón y destruyó la iglesia más grande. Las nubes ocultaron el objetivo previsto, Kokura, forzando a la tripulación del bombardero a dirigirse a Nagasaki).
            En los años 50, un joven escritor llamado Shusaku Endo solía visitar ese museo y permanecer solo mirando fijamente una vitrina en particular, que contenía un fumie verdadero del siglo XVII, un retrato de la Virgen y el Niño grabado en bronce. Endo estaba especialmente impresionado por las pequeñas marcas negras que desfiguraban el bronce; éstas, aprendió, estaban hechas por dedos humanos, las huellas dejadas por miles de cristianos que habían pisado el fumie.
            El fumie obsesionaba a Endo. ¿Lo habría pisado yo? se preguntaba. ¿Qué sintió esta gente mientras apostataban? ¿Qué clase de gente eran? Los libros de historia católica registraban sólo los bravos, gloriosos mártires, no los cobardes que abandonaron la fe. Fueron doblemente malditos: primero por el silencio de Dios en el momento de la tortura y después por el silencio de la historia. Endo prometió, que contaría la historia de los apóstatas y a través de novelas como “Silencio” y “El samurai”, ha cumplido esta promesa.
            Un sacerdote portugués, el padre Camilo Constanzo, había evangelizado los lugares fue quemado vivo en 1622 en una playa de Tabira. Se dice que estando ardiendo, la multitud continuaba oyéndolo cantar el Laudate. Después gritó cinco veces: “Él es santo entre todos los santos”, y entregó el alma.
           
            El cardenal vietnamita Van Thuan, durante los trece años que estuvo preso, sobrevivió dando interminables paseos por su celda rezando el rosario; celebraba misa, acostado en su cama, con dos gotas de vino y unas minúsculas partículas. Los videntes de Fátima eran niños de corta edad cuando la Virgen se les apareció. Las autoridades ateas portuguesas le amenazaron que si no se desdecían de haber visto a nuestra Señora, serían quemados vivos. Los adolescentes de Medjugorje  fueron sometidos a pruebas duras mientras caían en éxtasis para tratar de descubrir el fraude de los que se les acusaba. En todos los casos, la fuerza de la fe es más poderosa que la furia del odio o que el refinamiento de las torturas más crueles.

            La fe es un arma misteriosa que cambia el corazón de los criminales, sostiene el dolor de la madre que ha perdido a un hijo y mantiene viva la esperanza en los que lo han perdido todo y les parece que no queda nada por lo que luchar. Muchos suicidas se han vuelto atrás ante el rezo de una oración o por la evocación del nombre de Jesús. Esa fe no se amilana ante el hacha del verdugo o la amenaza de la muerte; no se destruye ni con el llanto ni con las lágrimas. Junto al martirio de sangre, hay otro más solapado e incruento que empuja al cristiano a renunciar a su fe: es el martirio que el ateísmo práctico y sociológico ha colado de matute en las leyes y en las conciencias de las sociedades modernas donde rezar y proclamarse creyentes es ir a contrapelo, algo intolerante que debe quedar reducido a la soledad de capillas y hogares. Que no nos empujen a hacer como los Kakure, a guardar a Dios en el armario.

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