martes, 31 de julio de 2012

Habitación 617



El ascensor panorámico se detuvo en la sexta planta. Me bajé allí y caminé por un pasillo en forma de L hasta que encontré la habitación que buscaba: la 617. Al pariente que fui a visitar se lo habían llevado a lavar a un aseo comunitario habilitado para enfermos terminales. Separada por una cortinilla, junto a la cama de mi enfermo, había otro. Se había tapado la cara con una manta y se movía de un lado a otro del lecho retorciéndose de dolor. Cuando pasé junto a él, descubrió su rostro  y me miró. Yo le sonreí y con la mano le hice un gesto de saludo. Era un hombre delgadísimo, el cáncer se había ensañado violentamente en su cuerpo. Apenas tenía dentadura, el rostro amarillento y en  su boca apenas una pieza dental había sobrevivido a la devastación de la caries. Un nuevo Cristo, esta vez clavado a los cuatro extremos una cama, pero retorciéndose de la misma manera ante cada embestida del dolor. Debía de ser un hombre muy viejo y estaba solo. Nadie parecía acompañarle en lo que yo creí que eran sus últimas horas de vida. En sus ojos, casi muertos, advertí la mirada del animalillo que se siente atrapado en una trampa, que sabe que no puede huir y al que sólo le queda esperar el momento de la rendición definitiva.

                Al rato llegó una visita. Yo le conocía pero no recordaba su nombre ni la historia que en el pasado mi había unido a él. Era una de esas caras y de esas identidades que resisten al abrazo de la memoria, y durante unos minutos estuvimos intercambiando frases sueltas tratando de refrescar el pasado.
                -¿Quién es el enfermo?
                -Mi hermano. –me dijo.
                -El mío es el compañero del tuyo, y también está en las últimas -dije.
                -¿Qué edad tiene él? –pregunté.
                -Cincuenta y cuatro.

                Me agarré a la silla. Yo habría jurado que estaba cerca de cumplir un millón de años. La segunda sacudida fue la de los recuerdos. De repente me acordé de ambos hombres: del paciente y del acompañante. Recordé los días de la infancia, las carreras detrás de un balón en un solar repleto de escombros, lavadoras viejas y ratas del tamaño de un conejo. Recuerdo los sueños de los tres de ser deportistas famosos, las partidas de futbolín en la bolera del barrio, el olor de las manzanas bañadas en caramelo y los abrazos y las despedidas que nunca cruzamos cuando el destino nos separó sin darnos cuenta. Cuarenta años después volvimos a vernos y ya nada quedaba ni de la bolera y ni del solar donde corríamos detrás de una pelota de cuero remendado mil veces, y ahora ya éramos viejos para soñar con ser futbolistas.

                Cualquier día de estos, cuando entre en la habitación para visitar a mi hermano, miraré hacia la cama del viejo amigo  de la infancia y ya no estará. Entonces me acordaré de Bécquer:


¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
En las largas noches del helado invierno,
cuando las maderas crujir hace el viento
y azota los vidrios el fuerte aguacero
de la pobre niña a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia con un son eterno,
allí la combate el soplo del cierzo.
del húmedo muro tendida en el hueco.
¡Acaso de frío se hielan sus huesos!
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu, podredumbre y cieno?
No sé, pero hay algo que explicar no puedo
algo que repugna,
aunque es fuerza hacerlo
al dejar tan tristes,
tan solos los muertos.

               
                

lunes, 30 de julio de 2012

El Síndrome del Mesías


Un médico que ejercía en un hospital estadounidense, se ofreció a pasar sus vacaciones en Nigeria asistiendo a los misioneros que atendían a los enfermos de las poblaciones vecinas. Ya en África, el primer golpe lo recibió al descubrir que la clínica a donde acudió de voluntario carecía de los aparatos, los medicamentos y los instrumentos  básicos con que hacer las curas más elementales. Muchos de los pacientes dormían sobre colchonetas en el suelo y sus acompañantes debían llevar con ellos la comida con que alimentar a sus familiares.

En Norteamérica este doctor era un especialista muy prestigioso. Había llevado a cabo intervenciones delicadas con gran éxito. Pero hasta aquella aldea remota del continente negro llegaban enfermos afectados de males como la tuberculosis o la malaria. Muchos morían antes de ser atendidos. Sin utensilios de cirugía, sin fármacos adecuados, el galeno se sentía como un sabio inútil incapaz de afrontar las operaciones más sencillas.

Un día llegó a la consulta un joven afectado por una grave enfermedad. En la zona del corazón se había acumulado líquido y, salvo una intervención muy peligrosa que requería de herramientas de las que no disponía, el hombre fallecería. A pesar de todos los riesgos y que las posibilidades de éxito eran escasas, se decidió a intervenir. Con una determinación más audaz que el artefacto más sofisticado, logró extraer el líquido del corazón del muchacho y salvarlo.

Después de la euforia inicial tras el éxito de la operación, a los pocos días volvió la desilusión del facultativo al ver cómo cada día expiraban tantos pacientes por patologías que en cualquier hospital del primer mundo tendrían fácil remedio. El joven curado advirtió la tristeza de aquel hombre blanco que le había salvado la vida y le soltó a quemarropa:
-Tú aún te preguntas para qué viniste hasta aquí. Yo te lo diré: viniste por mí.

Es posible que aquel doctor que viajó miles de kilómetros con su bata verde y su currículum cargado de menciones cum laude, al enfrentarse a la realidad se dejó vencer por el síndrome del Mesías. Esa pandemia que, a lo largo de los siglos, ha doblegado la voluntad de tantos hombres buenos.

Cuando Thomas Alva Edison inventó la bombilla, no le salió a la primera. Durante casi tres años tuvo la paciencia de probar con seis mil fibras diferentes: vegetales, minerales, animales e incluso humanas –ensayó hasta con un pelo de la barba pelirroja de uno de sus colaboradores-. Antes del éxito, efectuó casi mil intentos. Tantos, que uno de sus ayudantes le preguntó si no se desanimaba con tantos fracasos.
-¿Fracasos? No sé de qué me hablas. Con cada descubrimiento me enteré de un motivo por el cual una bombilla no funciona. Ahora ya sé que hay mil maneras de no hacer una bombilla.

Gustavo Adolfo Bécquer es el poeta preferido de los corazones románticos y los espíritus melancólicos. Sus poemas se estudian en los institutos y universidades y su obra es reeditada una y otra vez desde hace casi  de siglo y medio. Pero sabemos que fue un hombre atormentado, víctima de pasiones delirantes y amores contrariados, que nació pobre, vivió pobre y murió pobre, como lo definió Azorín. Jamás llegó a conocer el éxito de su obra, pero no por ello sus lectores seguimos fascinados con las rimas que, cada primavera, harán que vuelvan las oscuras golondrinas que aprendieron los nombres de tantos enamorados.

Van Gogh llegó a pintar novecientos cuadros y mil seiscientos dibujos en unos diez años. Sin embargo, mientras vivió apenas logró vender unos pocos. Murió sin blanca, pero hoy día es uno de los pintores de cuyas obras más se han escrito y mejor se han pagado.
Fracaso fue el que debió sentir Juan el Bautista cuando, a pesar del ayuno casi permanente, de andar pregonando por todos los caminos de Tierra Santa la buena noticia de Jesucristo y congregar multitudes de seguidores, se llamaba a sí mismo como la voz que predicaba en el desierto. Fracaso debió de ser el sentimiento que atormentó a Abraham cuando quiso salvar a Sodoma si encontraba cincuenta personas justas. Después de regatear con el Señor en un diálogo maravilloso, logró que Dios se conformase con hallar sólo a diez hombres buenos con los que poder salvar a todo un pueblo. Pero el Señor no es Diógenes que se hubiese conformado con encontrar a un hombre honesto. Abraham  ni siquiera reunió ese número de diez, y Sodoma fue destruida. Fracaso fue el que acompañó durante los treinta años en que oró y lloró Mónica por la conversión de su hijo, Agustín de Hipona, cuando pareció que las plegarias las esparcía el viento y no llegaban al cielo.

Tomás de Kempis escribió La Imitación de Cristo mientras vivió recluido en un monasterio hasta que murió a los noventa años. Ese libro es del que más ediciones se han publicado después de la Biblia, y ha sido el abrevadero en el que han bebido tantos santos y tantos místicos, pero la primera vez que su obra fue impresa fue tras el fallecimiento de Kempis. 

San Pablo escribía sus epístolas a plazos en los altos que hacía en el camino, mientras tejía tiendas  con Aquila y Priscila, estaba preso o se recuperaba de los intentos de asesinato que sufrió. Eran cartas dirigidas a comunidades pequeñas y eran leídas en asambleas reducidas. Esos textos viajaban por desiertos, bajaban barrancos y atravesaban montañas, probablemente a lomos de mulo o en carretas destartaladas. Es muy posible que alguna vez se perdieran y volvieran a recuperarse, que tuvieron que ser escondidas ante el acoso de los perseguidores de los cristianos. Cuando las escribió es razonable pensar que el apóstol jamás calibró el alcance que llegarían a tener en el futuro para la cristiandad. Durante décadas, incluso siglos, esas cartas tan profundas tuvieron un público muy escaso, pero operaron como la gota que va erosionando hasta perforarla, segundo a segundo, la roca milenaria. Para entonces, la masa crítica de los fieles logró que, dos mil años después, los textos San Pablo sean proclamados cada día en iglesias, asambleas y hogares por millones de personas, creyentes o no, de todo el mundo.

El mismo Jesús también debió padecer la desolación de la derrota. Cuando visitó al pueblo donde se crió, no pudo ser profeta en su tierra ni obrar ningún milagro al no hallar a gente con fe. Los mismos que el Domingo de Ramos le vitoreaban Hosanna, Hosanna, fueron los que, camino del Calvario, pedían su crucifixión. Fracasado debió saberse cuando Pedro, al que le confió el timón de la Iglesia, le negó no una, sino tres veces. Fracaso que le llevó a llorar sangre cuando pidió por tres veces a sus discípulos más amados que rezaran junto a él, y las tres veces los halló durmiendo. Pero quizá el mayor de los fracasos fue saber que uno de los doce que eligió fue el que le traicionó y le vendió.

Si algo debemos aprender los católicos es a convivir con el fracaso. Iniciamos a los niños en el camino de la fe, estamos con ellos durante años impartiéndoles catequesis, les acompañamos el día de su primera comunión, y luego ya desaparecen de nuestra vida. Durante la misa, en ocasiones miramos a nuestro alrededor y empezamos a echar de menos a caras de gente conocida que se sentaban en los bancos junto a nosotros, y que ahora se han esfumado sin dejar rastro porque encontraron pasatiempos más entretenidos que asistir a los oficios. Nos cuesta santiguarnos cuando bendecimos la mesa, decimos “salud” en lugar de “Jesús”, eludimos la polémica cuando se habla de religión y callamos como muertos cuando atacan nuestra fe.
El día de Pentecostés, aquel obrero vehemente y temeroso que sólo sabía de pesca y de remendar redes, rompió de cuajo todas las ataduras que le ataban a la camilla de su cobardía cuando el Espíritu Santo le inyectó de una sola vez un chute con sus siete dones. El libro de los Hechos nos cuenta después cómo Pedro salió a la plaza y largó un sermón en que en un solo día convirtió a tres mil. Los pesimistas dirán que hoy necesitaríamos de tres mil santos para cambiar a un solo pecador.

Nunca antes la evangelización había contado con medios tan formidables para difundir la fe. Estaciones de televisión como la EWTN que emiten programación católica las veinticuatro horas; estaciones como Radio María, canales apologéticos en Youtube, cuentas en las redes sociales, un número considerable de miles de blogueros que predican en los púlpitos de la blogosfera. Y quizá nunca, como ahora, los resultados nos parecen tan escasos.

                Edison decía que muchos fracasos de la vida han sido de hombres que no supieron darse cuenta de lo cerca que estaban del éxito cuando se rindieron, y que las personas no son recordados por el número de veces que fallaron, sino por las ocasiones en que triunfaron. Poetas, pintores, místicos y santos, todos cargaron la pesada mochila del fiasco. Muchos de ellos pudieron sentirse tentados de considerar inútil cualquier esfuerzo y abandonar la lucha a mitad del camino. La mayoría logró un triunfo diferido que no pudieron disfrutar, pero su esfuerzo fue la lluvia fina y tenaz que empapó el camino donde levantamos hoy los santuarios en los que alabamos al Señor.

                En mayor o menor medida, todos somos tocados por esa parálisis fatal que es el pesimismo. Contagiados por esta sociedad actual del éxito fulgurante, la movilización de masas y las listas de éxitos, el evangelizador de hoy publica bitácoras con la confianza que, desde el primer día, recibamos miles de visitas. Los predicadores modernos sueñan con llenar estadios, los escritores católicos con que sus obras se reediten sin parar, los misioneros carismáticos con que, al imponer las manos, se levanten de sus sillas de ruedas los paralíticos, que los tuertos y los ciegos vuelvan a ver, y que hasta algún muerto resucite.

                Pero sólo somos profetas de andar por casa, de rosario, zapatilla y albornoz. Nos han ordenado que echemos la semilla y aguardemos a la cosecha, pero nos parece poco el grano recibido para la inmensidad de los trigales que esperan ser sembrados. Nos ahoga la responsabilidad de la tarea formidable ante la pequeñez de nuestras fuerzas, porque el mal ejemplo de un solo cristiano deshonesto logra más apóstatas que el trabajo sucio de un millón de ateos furiosos. Dios logra mejores resultados con un solo corazón limpio que con un ejército de propagandistas faltos de caridad. Nunca podremos cambiar el mundo nosotros solos, pero podemos y debemos transformar las realidades próximas que nos sobrecogen por su injusticia. Dios no nos pide ningún milagro: ésos corren de su cuenta.

sábado, 28 de julio de 2012

¡Apaga esa Tele!


Nos lo han dicho tantas veces que ya no lo hemos creído: la televisión engorda. Algunos son tan adictos a ella que, a riesgo de pasarse con la ración de culebrón,  teletienda y chismorreo se exponen a que el colesterol  televisivo se los lleve por delante.

            En La Casa Tomada, una narración de Julio Cortázar, se nos cuenta la historia de dos hermanos cuarentones que viven solos en una gran mansión. Unos okupas a los que nunca llegan a ver se meten en la finca y, poco a poco, se van apoderando de ella hasta que los propietarios no les queda espacio donde vivir y deciden abandonarla.

            La televisión se instaló en nuestros hogares allá por los años sesenta. La veíamos por la tarde sentados frente una taza de Colacao y unas galletas maría mientras contemplábamos la Hormiga Atómica o un episodio de Bonanza. La veían nuestros padres por la noche, acurrucados bajo una manta en el sofá entretenidos con los Invasores o el Santo. La veíamos toda la familia  junta en ocasiones extraordinarias como cuando el hombre pisó la luna o la selección española ganó el primer europeo. Entonces Charlton Heston, Gary Cooper o John Wayne eran hombres buenos que siempre salvaban a la chica que se había metido en un lío, y cuando el gatillo de sus pistolas se disparan eran porque en sus puntos de miran se habían puesto a tiro asesinos y torturadores a los que era preciso hacer desaparecer del mapa.   
        
            Pero con la tele nos ha pasado como con los okupas de La Casa Tomada: han ido invadiendo nuestra vida hasta apoderarse completamente de ella. Empezamos colocando una en el salón y nos reuníamos junto a ella bajo el sonsonete de la lotería de Navidad de  fondo. Luego instalamos otra en la cocina para que nos acompañase mientras fregábamos los cacharros o hervía la sopa. Después la colocamos en el cuarto de los críos y acabamos por poner una en la alcoba para que el matrimonio fuera de tres. Ese ojo rectangular  es como una boca que nos engulle el seso, la ventana a través de la cual un encantador prodigioso nos susurra mentiras aduladoras. Gracias a ella hemos convertido en millonarios a mediocres sin escrúpulos que nos han vendido secadores de pelo, aparatos de vibración muscular, escobas eléctricas, sprays mágicos que lo mismo valen para limpiar ventanas que para lustrar zapatos; hemos enriquecido a vendedores de condones, a los alquimistas de la muerte como los farmacéuticos de los anticonceptivos o la píldora del día después. Hemos convertido en personajes de enciclopedia a holgazanes profesionales, a los que han hecho un agujero en los sofás de tanto usarlos, y ahora lo hemos subido a las peanas de la celebridad, les reímos sus chistes sin gracia, les olemos sus sobacos y recogemos su porquería. Hemos permitido que nos engañen, que nos importen más la vida de los futbolistas que la muerte de los mendigos; hemos metido en nuestras casas a traficantes de heroína, a pornógrafos, a lectores de las rayas de la mano,  adivinos, nigromantes, a vendedores de crecepelo y de ungüentos milagrosos para restaurar la juventud o devolvernos la cintura que teníamos a los quince años. A ese artefacto adormecedor que hunde nuestra conciencia en lo más profundo de los sueños mientras los ladrones del alma escarban en nuestros bolsillos y nos trajinan la cartera, a ése, digo, le hemos dado la llave de nuestras casas y ahora se han hecho fuertes en ella. A través de la televisión el demonio se nos ha colado por la ventana con su olor a azufre susurrándonos al oído secretos repugnantes, soliviantando ánimos, proponiéndonos ideas escalofriantes.

            Pera esa misma televisión que es una alcahueta que nos cuenta lo más insignificante de la gente más trivial, es al mismo tiempo una gran mentirosa y la mayor de las encubridoras. Os hablará mucho de sexo, de lo buenos que son los abortistas y los perversos que son los que se oponen a la libre elección. Si os nombra algún sacerdote, nueve de cada diez veces será un pedófilo, un carca que vive fuera de su tiempo o de alguien que se llevó las limosnas del cepillo. Os dirá que no queda gente buena entre los seguidores de Cristo; os tratará de vender la moto de que a favor de la eutanasia lucha gente muy misericordiosa que sólo quiere evitar los sufrimientos del prójimo. Os presentará a personajes homosexuales, a doctores muerte, a científicos ateos todos ellos guapísimos, encantadores, amigos de todos, defensores de todos, luchando por todos, siempre en contraposición a los feísimos, siniestros e hipócritas católicos que después de misa se la pegan a sus esposas con una camarera o se gastan el sueldo en tragaperras. Tenemos tragaderas de ballena para digerir tanta patraña.

Pero no os hablará de la mujer cristiana condenada en Pakistán a morir ahorcada por no renunciar a su fe. No os hablará de los millones de cristianos perseguidos, apedreados, desterrados o asesinados en las iglesias sólo por serlo. No os hablará de tantos sacerdotes y misioneros ajusticiados cada año por el Evangelio. Ni de la azafata británica que perdió su empleo por llevar colgado un crucifijo, ni de la pareja que obligó a abortar a una madre de alquiler porque su bebé nacería quizá con síndrome de Down, ni de Linda Gibbons, una abuelita canadiense menuda como una lagartija que se ha pasado siete de sus últimos quince años en la cárcel condenada por plantarse delante de una clínica abortista sola, en silencio, con un humilde pancarta que decía: ¿Por qué, mamá?

Os hablará de lo maravillosa que es la vida del homosexual, pero no oiréis por ninguna parte que la tasa de positivos por Sida es cuarenta y cuatro veces mayor entre este grupo que entre los heterosexuales, que su índice de  suicidios en sensible mayor, que enferman más y mueren antes. La televisión nos ha convencido para que veamos con buenos ojos a las madres que alquilan sus vientres y venden sus hijos, de úteros y ovarios que se ponen al mercado para quien pueda comprarlo, de hijos que se piden por catálogo de donantes bellísimos. No os hablará de que la vida se ha convertido en un mercadillo de domingo donde lo último que cuenta es la existencia de los nacidos. Os dirá que las parejas del mismo sexo tienen derecho a ser papás o mamás, pero no de que a lo mejor esos hijos también tiene otros derechos, como el de tener un padre y una madre.  Los niños se han convertido en criaturas instrumentales que sirven para cubrir los huecos que la naturaleza dejó en blanco, para ser  juguetes caros de la ideología homosexual, para ser bebés medicamentos, para que madres traficantes de vida sirvan para alquilar sus úteros y vender sus almas.

Te desafío a que apagues la tele. ¡Apágala! ¿A que no puedes? La llevamos como una cadena al cuello que nos deja movernos hasta donde ella quiere que lo hagamos.  Apaga esa tele y ponte a hacer ganchillo o a reparar esa gotera que amenaza con desprender el techo, o pongámonos a alabar a Dios o rezar el rosario. Apaga esa tele y siéntate con tu hijo y decídete a escucharle, que a lo mejor se pasa el día haciendo el tonto porque echa de menos a un padre que le haga más caso. Apaga esa tele y escucha a tu mujer. Aparta de ella las sucias manos de la televisión que la convierte en invisible, hace que no mires a los ojos de tu esposa y le digas lo guapa que estás o lo rico que está el guiso. Apaga esa tele y desengancha las cuerdas que te hacen esclavos de ella. Apaga esa tele, esa bomba de relojería que va detonando lentamente con un tictac suave y adormecedor, que la hemos colocado en el centro de nuestra mesa, en el punto de encuentro de todas las miradas, en la que dirige todos los debates, la que se entromete en nuestras conversaciones, la que gobierna nuestro tiempo y manda callar a la abuela. Apaga esa tele, cortemos de cuajo ese cordón que nos convierte en mirones lujuriosos de vidas ajenas, en adoradores de celebridades insignificantes. Apaga esa tele y hagámosle ver que ya hemos descubierto sus trucos de estafadora vieja, que no queremos seguir comprándoles sus fetiches nauseabundos. ¡Apaga esa tele de una vez, si es que puedes!
           









viernes, 27 de julio de 2012

¡Levanta esa Cruz!


En Nigeria, las iglesias son asaltadas y los fieles cristianos pasado a machete o quemados en los templos. En Egipto y Siria, los radicales islamistas amenazan con aplicar la Sharia a la minoría cristiana. En Pakistán, Asia Bibi espera ser ejecutada, en Inglaterra los que confiesan en público su fe en Cristo o llevan el símbolo que lo representa, son despedidos de sus trabajos o amonestados en público. Los creyentes son apartados o ridiculizados en el mal llamado mundo libre. Muchas iglesias son profanadas por hordas de ateos: los lobbys progres del mundo unidos llevan a los tribunales a todo obispo o religioso que se atreva a recordar las enseñanzas milenarias de la Iglesia sobre homosexualidad, el aborto o la eutanasia. Hay países asiáticos donde la apostasía del islam o el hinduismo se castiga con la pena de muerte, y muchos cristianos son obligados a abandonar su fe, hostigados por el arrinconamiento social o la amenaza de ver derramada su sangre.

De esto no se habla nada en la prensa, o es una noticia escondida en alguna página impar, en un recuadro pequeñito debajo de un anuncio de grandes almacenes.

En Europa, los cristianos sufrimos un martirio blanco. Nada de bombas, atentados o exilios. La persecución es más sutil. Se empieza descolgando los crucifijos de escuelas y hospitales, se reduce la Navidad a una fiesta de invierno y una bacanal consumista, y se acaba imponiendo los preceptos laicos a todo el mundo; se amordaza toda conciencia creyente y al católico se le ata a la silla del pensamiento establecido, y se le hace tragar toda la ideología del aborto, la sexualidad sin freno y el materialismo científico, para que, una vez borrachos de ideología progre, seamos incapaces de levantarnos y ponernos frente a los que se declaran enemigos de Cristo para decirles a la cara que Él sigue vivo y camina entre nosotros, a pesar de todo.

Levantemos la cruz para que se nos vea. No nos hace falta recurrir al grito ni a la pelea: la cruz es lo que nos hace fuertes y lo que suscita el miedo en los enemigos del cristianismo. En Arabia Saudí, en Malasia, en tantos países musulmanes, hay alguna capilla escondida en el interior de alguna casa, donde cada día se celebra una misa, y los que allí acuden saben que con ese gesto de adoración han firmado su sentencia: podrían ser lapidados, encarcelados, tal vez asesinados. Pero el ímpetu de la cruz es más fuerte que el miedo y que la muerte, más poderosa que la cárcel y que el fanatismo. Allí donde una cruz se levante, alzamos con ella a Cristo. Alabado sea.


jueves, 26 de julio de 2012

Estereotipos, Villanos y Cintas de Vídeo


Ya desde los tiempos en que el Génesis nos anunció que Caín mató a Abel, al ser humano se nos ha recordado no sólo que hay buenos y malos, sino quiénes son los buenos y quiénes los villanos.

                David y Goliat, los tres mosqueteros y Richelieu, Batman y Joker,  las hadas madrinas y las madrastras enamoradas de un espejo, a lo largo de los siglos multitud infinita  de honestos y corruptos nos han ido señalando de qué lado deben estar nuestras simpatías. A veces, la memoria sólo alcanza para recordar a  monstruos como Hannibal Lecter o Freddy Krueger, Hitler o Stalin.

                La Industria cinematográfica se ha encargado de decirnos en quién debemos enfocar nuestras filias o a quién dirigir nuestras fobias. Es así como han surgido los estereotipos en el cine. Estos arquetipos vienen a imponernos a quién amar y a quién odiar. El lenguaje del celuloide  simplifica lo complicado y a través de personajes o de historias nos cuelan la ideología con que el director quiere que traguemos.

                El científico loco, la rubia despampanante, la amiga desinteresada que siempre acude a tomar café cuando peor se pone la cosa, el viejo misterioso, el poli bueno y el poli malo, los personajes latinos que siempre actúan de sospechosos habituales ya sea atracando la gasolinera, dirigiendo un cartel de la droga o apuñalando por la espalda. Son esos secundarios imprescindibles que aparecen en cualquier momento en que la historia está en punto muerto. Luego están los lugares comunes como el vehículo que no logra arrancar cuando el protagonista se dispone a huir, todos los chinos  saben artes marciales y en Seatle siempre llueve.

                En las últimas décadas han surgido dos nuevos estereotipos de héroes y villanos. Los buenos que están en la cresta de la ola son los homosexuales. Son siempre los más guapos, los más jóvenes, los que llevan de la mano a la viejita para que cruce la calle. Son los primeros en llegar y los últimos en marcharse, los más limpios, los que mejor bailan, los que pronuncian los mejores discursos y los que nos hacen llorar a lágrima viva. Y si han logrado adoptar a un niño, son los que mejores los crían. En ellos nunca verás una verruga que los afea ni una camisa mal planchada, ni les cogerán ni con una factura sin pagar.  Todos han cursado al menos una carrera y tienen soluciones para todo. Estadísticamente no son más del dos por ciento, pero en las aldeas televisivas donde pueblan son de un número tan grande como para llenar estadios.

                El gran malo de nuestro tiempo es el católico. Yo no sé si el cine ha hecho tan famosos a los mafiosos por ser gánsteres o por ser católicos. Los hemos visto en las películas metidos en un sótano de cuatro metros cuadrados, bajo una luz mortecina y contando fajos de billetes hasta el amanecer, mientras una niebla de humo de tabaco les hace entornar los ojos. Siempre van bien vestidos, con sombreros de ala y trajes de buen paño italiano. Se cargan a familias enteras disparando un revólver a quemarropa o con una ráfaga de metralleta que empuñan con una mano mientras con la otra engullen un trozo de pizza. Son personajes capaces de la extorsión, el contrabando, el tráfico de estupefacientes, la trata de blancas y el adulterio. Y después de perpetrar semejantes tropelías se van a la iglesia a bautizar a un ahijado o a confesar los crímenes.

                Los sicópatas religiosos son casi siempre católicos. Si hay un malo, malo, muy malo, tiene muchas posibilidades de ser católico. Si hay un atracador de bancos, un extorsionador, el secuestrador de una niña, un cura pederasta o un contable corrupto, ahí debe haber un católico. Católico y malvado es un tópico cinematográfico como John Wayne y las películas de vaqueros. En las filmes de misterio siempre hay un monje albino con ojos de cristal que en cuanto te descuides verterá matarratas en la sopa. Según los ideólogos de Hollywood, los católicos siempre escondemos un secreto que nos avergüenza y que, de saberse,  cambiaría el curso de la historia.  Nos pasamos la vida buscando el Santo Grial para robárselo a los descendientes del Rey Arturo, que en paz descanse. Al parecer, en los sótanos del Vaticano existen unas mazmorras donde la curia tiene encerrado desde hace dos mil años a un enano alcahuete al que se le tortura a pellizcos  y que en cuanto agarre la puerta empezará a cantar la Traviata.

                Yo no sé ustedes, pero hace mucho que no veo por la calle a un sacerdote con hábito. Es más fácil ver un burka que un  alzacuello. Pero los guionistas cinematográficos se empeñan en mostrarnos a curas malos y además todos llevan hábito.

                Lo que Hollywood no sabe y no quiere saber, es que en cada iglesia, en cada misa que se consagre el pan y el cáliz, ahí un Santo Grial, y lejos de esconderlo, llamamos a todos a que pasen y contemplen el mayor milagro de la creación.
 




miércoles, 25 de julio de 2012

Sea Tu Voluntad


Señor, enséñame a hacer Tu voluntad y no la mía. Arranca de este árbol viejo que soy cuantas raíces amargas, cuantas hojas muertas, cuanta savia enferma me atan a un tronco herido

            Yo quisiera anular mis deseos y no ser yo quien decida sino Tú;  no ser yo quien piense sino Tú. Yo quisiera cerrar los ojos y, como un ciego, dejarme guiar sin resistencia por Ti sobra la delgada cuerda de un trapecista que se tensa entre los dos extremos de un abismo infinito.

            Que no me preocupe si hoy tendré pan caliente en mi horno y vino en mi mesa, porque Tú eres el mayordomo que sirve y el granero que provee. Que no me angustie quién pagará la cuenta, quién velará el sueño de los míos, quién protegerá mi casa. Yo ya no quiero ser yo, sino Tú, no quiero vivir en mí, sino en Ti, no quiero andar mis pasos sino los Tuyos. Despójame de toda atadura del pensamiento, de toda angustia del corazón, rompe las cerraduras que me atrapan. Aparta de mí, Jesús mío, las fantasías que envenenan, las codicias que encadenan, todas las tretas de la imaginación, toda impaciencia y toda angustia. Enséñame a caminar por Tu sendero y que las sandalias que calce me lleven siempre a transitar junto a Ti, a pesar mío.


martes, 24 de julio de 2012

Invite a un Científico a Cenar


En un viejo chiste se cuenta los efectos de probar un nuevo fármaco en ratones:  el 33% se curó, el otro terció murió y el tercer roedor logró escapar. Cuando las muestras no son significativas, los resultados provocan la  risa. La ciencia, que es esa señora siempre bien vestida y al que todo el mundo invita a su fiesta por lo importante que hace quedar a los demás,  no escapa a las corrupciones de las mentiras, la propagan y las estadísticas. De ciencia,  estadísticas  y propaganda va este post.

Tengo un amigo que afirma que si lográramos encerrar a un puñado de físicos, químicos, matemáticos, biotecnólogos e ingenieros espaciales en una finca apartada y los sometiéramos durante semanas a una dieta única de telebasura, saldrían de allí un puñado de memos con título universitario.

Por eso no me extraña el resultado de la última encuesta del BBVC: el 47% de los españoles es partidario de seguir con los experimentos científicos aunque ellos choquen con cualquier código ético o moral. Luego uno lee cosas que al común de los compatriotas les parece minucias, como los 50 embriones abandonados en bidones en los bosques rusos. El aborto es visto como una intervención tan inocua como estirarse unos pómulos o reparar unas cataratas. La sociedad celebra la aparición de los bebés medicamentos, esa alquimia siniestra que juega a ser Dios, concibe embriones en laboratorio, los somete a controles de calidad como si estuviésemos hablando de muebles o galletas, destruyen a los que portan la enfermedad que se quiere curar; eliminan también a los que son compatibles con el hermano enfermo, hasta que después de  muchas intentos de prueba y error, de vaciar las probetas una y otra vez, dan con el embrión adecuado. En el proceso se habrán quedado muchos embriones inútiles. Incluso el que tiene éxito lo hará sólo por el valor utilitario que posee su carga biológica. El resto de los hermanos incompatibles no podrán ocupar su sitio en la tierra. Pero que se alegre ese 47% con tantas tragaderas éticas: ya tendremos un hijo a la carta.

Hay en Estados Unidos clínicas que poseen bancos de óvulos de jóvenes fecundados por donantes rubios, guapos, de ojos claros u oscuros, de rasgos atléticos, semblante mediterráneo, y todo un catálogo donde escoger a gusto del consumidor. Es famosa la historia de dos lesbianas que querían tener un hijo sordomudo como ellas, y lograron convencer a un amigo sordo congénito cuya familia llevaba al menos cinco generaciones de miembros sin capacidad auditiva. El resultado fue tener un bebé que a los cuatro meses presentaba una sordera profunda en uno de los oídos y audición en el otro.

La vida no parece valer nada. Esas complicidades del hombre de hoy para aceptar ensayos monstruosos nos ponen arena en la conciencia. Cuando se abre un postigo a Satanás, acaba acampando en toda la casa. Ya nos han convencido de que la eutanasia es algo deseable. Se empieza eliminando por compasión a enfermos terminales, luego vienen los crónicos, los que poseen taras físicas o intelectuales, y ya nadie podrá poner repartos si se incluyen a los que sufren tendencias homicidas, a los neuróticos o al que caiga mal al matarife de guardia. Luego está la compra de óvulos humanos, las madres de alquiler, la manipulación genética, la fecundación invitro, la clonación de seres, la experimentación con las células madres embrionarias.

The Washington Post informaba en 1915 de un plan de esterilizaciones masivas de personas defectuosas. La iniciativa recibió apoyo de profesores de Harvard, Yale o Princeton; financiación de filántropos de renombre; y el aval científico de la American Association for the Advancement of Science. Las consecuencias se agravaron especialmente en un país como la Alemania nazi. El régimen de Hitler se aprovechó de ese liderazgo estadounidense para sus planes de esterilización forzosa a cientos de miles de personas.

Durante treinta años del siglo XX se realizaron en Alabama (EE UU) investigaciones con 400 pacientes de sífilis de raza negra a quienes ni se informó ni administró antibióticos. También en los años 60 se conocieron algunas barbaridades cometidas en el marco de la investigación biomédica. Dos ejemplos de sendos hospitales de Nueva York: en uno se experimentó durante cinco años con más de 700 niños discapacitados a los que se llegó a infectar con hepatitis víricas y en otro inyectaron células tumorales vivas en ancianos para investigar el cáncer.

Conocí a una joven que fue obligada por sus padres a someterse a tres abortos. Con cada intervención, la chica caía en una depresión profunda. La respuesta del padre fue colmarla de regalos. Con la primera interrupción le pagó un viaje, el segundo fue un coche, con el tercero le obsequió un apartamento. La ética es aquello que impide que hagamos lo que está mal aunque nadie nos vea. Los creyentes lo llamamos conciencia moral. Si derribamos ese muro, los científicos harán lo que les da la gana.



lunes, 23 de julio de 2012

Catequesis sobre la Fe


La foto que ilustra este post es una hermosa catequesis sobre la fe. Vemos en ella a dos caminantes, cogidos de la mano, que avanzan hacia la llamada de una cruz.

                El primer elemento en el que debemos fijarnos es en la pared en que descansa el crucifijo. Es un tabique desnudo que recuerda la pobreza digna de las celdas de los monasterios. Y evoca también  la indigencia del pesebre, la austeridad de la casa de Nazaret, las fatigas pasadas por Jesús en los cuarenta días de ayuno en el desierto. Nos habla del mandato de ir por el mundo anunciando la buena noticia sin cargar con la alforja, sin dos túnicas ni llevar bastón. Y además ese mural desolado actúa como soporte de la cruz que aparece llenando la imagen.

                Esa economía de medios no es arbitraria. Si el muro estuviese clavado con otros adornos se solaparían con la misma cruz. Sería como dejar un jarrón lleno de rosas en la inmensidad del Amazonas. En primer plano contemplamos a dos peregrinos que se han puesto en marcha. Es la Iglesia errante pero no errada que pasea sobre la tierra, el éxodo que condujo Moisés, los cristianos que viven en medio de las dificultades del camino, que sufren el silencio, el rechazo y la hostilidad, la infidelidad y el escándalo de los que la minan desde dentro, y el encono y el odio de los adversarios que la combaten desde fuera. A pesar de unos y de otros, los peregrinos siguen caminando.

                En la mano confiada del niño descubrimos al discípulo que toma el relevo, el catecúmeno que se deja llevar por el maestro. Ambos, instructor y aprendiz, están unidos por la doctrina revelada.

Padre e hijo son personajes anónimos. No representan a nadie en concreto y nos identifica a todos en general. A propósito, el fotógrafo los ha captado de espaldas al objetivo, y ello acentúa la sensación de movimiento. Vemos que el adulto viste unos pantalones vaqueros. Si la instantánea hubiese sido captada dos mil años atrás, el hombre vestiría una túnica y calzaría sandalias. Un milenio más tarde estaría cubierto por una armadura o un pechero medieval. Es otro signo de la intemporalidad del creyente de todos los tiempos, la barca de Pedro que resiste a todas las tempestades y que sobrevive incluso a las modas. Atrás quedaron imperios formidables y fueron derrotados ejércitos feroces, pero la desvencijada barcaza de la Iglesia ha resistido al naufragio que hizo sobre zozobrar a muchos otros colosales trasatlánticos.

La mano del padre sujeta al crío con fuerza pero con ternura. Vemos el brazo firme del guía, su espíritu decidido, el que va siempre un paso por delante para apartar la maleza de los senderos, o el que está dispuesto siempre a ser el primero en caer en las emboscadas del camino o a recibir el primer golpe.  Es un lazo que aprieta sin doler, una atadura de confianza más poderosa que una esclavitud impuesta. Es la mano del maestro exigente y del testigo ejemplar.

Por último está la cruz. El símbolo que llena toda la escena, el objeto que da armonía y propósito a toda la composición. Es un grito mudo que nos empuja a acercarnos a ella. Al estar en un plano alto del encuadre, nos produce la sensación de ver al hombre y al niño verse atraídos por ella como por una llamada que es imposible de eludir, yendo hacia allí, no en línea recta, sino debiendo ascender una montaña. La cruz se presenta como el horizonte y fin último de la meta. Siempre al alcance de la yema de los dedos y siempre tan distante como si acabáramos de iniciar el camino. Porque lo que se mueve no es la cruz, sino nosotros, y somos nosotros los que vamos a su encuentro o lo evitamos.

jueves, 19 de julio de 2012

Esclavos Tecnológicos

Las seis de la mañana. Mientras paseo al perro, cada pocos cientos de metros me cruzo con deportistas madrugadores corriendo alrededor del parque. Pasan sudando la gota gorda y las orejas tapadas con artilugios musicales. Otros los oigo hablar solos a través de teléfonos manos libres o destrozar a voz en grito hermosas baladas mientras tratan de seguir el compás de la música que les llega a través de un Mp3.
               
                Una hora más tarde, en el autobús, dos adolescentes van sentadas tecleando sus teléfonos a velocidad frenética. En medio de ellas está una señora de mediana edad.
                -¿Con quién hablas, hija?
                -Con mi amiga Amanda.
                -¡Jesús, qué madrugadora! ¿Y dónde está ella ahora?
                -Ahí, al lado tuyo.
                
Facebook, Tuenti, Whatsapp, Bluethooh, son términos que parecen extraídos de la jerga de robots que habitan planetas gobernados por máquinas y artificios de acero. Pero no, están aquí y dirigen nuestras vidas.

                Vemos a nuestros hijos entretenidos compulsivamente hablando por el móvil, navegando en la red de estos terminales, descargando audios o intercambiando fotos. Llegan a casa y acampan a vivir frente a la pantalla del portátil tratando de llenar una nueva hoja del álbum infinito de las instantáneas  expuestas en la plaza pública de Twitter. Nadie tiene un segundo de silencio sin que perciba el murmullo de una máquina taladrando los sesos con ritmos raperos o manteniendo una conversación insulsa con el compañero de clase o con la misma novia con la que acaba de pasar las últimas ocho horas. En esta sociedad tecnológica, es un don nadie el que no tiene  abierta una cuenta en la red social o ha logrado agregar al menos a cien amigos.

                Machado escribió una vez que quien habla solo espera hablarle a Dios un día. Ahora preferimos charlar hasta aburrirnos con cachivaches de todo tipo antes de ponernos delante de la voz interior que nos marca el rumbo o corrige el camino equivocado.

                Aún recuerdo los días en que los enamorados escribían poemas de amor grabados en la corteza de los árboles. Los niños recogían gusanos, coleccionaban mariposas y echaban a volar las cometas. ¿Cuánto hace que no vemos una cometa lanzada por un niño? Antes los chiquillos se hacían futbolistas pateando balones en los patios de los colegios o en los solares llenos de escombros. Ahora lo hacen dándole a la Play Station. Antes las mujeres se reunían por la tarde a tomar café y hacer ganchillo mientras despellejaban al resto de la parroquia; los hombres se iban al bar a jugar a las cartas y discutir de fútbol, los jóvenes hacían el gamberro tocando a las puertas o robando las manzanas de las fincas.

                Ahora todas las niñas quieren ser princesas, la primera actriz, la solista del grupo de éxito, la que mejor baila, la reina de la fiesta o la más guapa del universo.

                Nadie parece advertir que estamos siendo pastoreados por un gran hermano invisible que dicta modas, que conoce nuestros gustos, que lee nuestras debilidades, que sabe de nuestros más ocultos secretos, que ha confeccionado una lista con las películas que vemos y los artículos que consultamos, que nos convierte en peleles sin voluntad que respondemos a quemarropa en cuanto suena un politono, vibra un terminal telefónico o nos sugiere un treding topic.

                Hemos consentido que las nuevas tecnologías sean la maestra de nuestros hijos, su guía moral; le hemos entregado la custodia a esa bestia de ojo cuadrado y rabo de cobre que nos entretiene con caramelos envenenados. Los padres hemos dejado que nuestros pequeños sean rehenes inconscientes y felices de una tecnología que nos maneja a su antojo.





miércoles, 18 de julio de 2012

Un Tsunami se nos viene encima

Carnivale es una serie –emitida hace algunos años- ambientada durante la Gran Depresión norteamericana. Una caravana de camiones destartalados viaja por todos los Estados Unidos trasladando en sus lomos de acero a un pueblo sin patria de borrachos, tarados físicos, fugitivos de la justicia y criminales en busca de redención. En los vehículos viajan enanos fornicadores, cojos, mujeres barbudas, hombres con piel de lagarto y un falso milagrero que logra arramblarles los cuartos a cuantas personas limpias de corazón les salen por los caminos. Los feriantes de Carnival viajan sin rumbo en medio de tormentas, emplazando sus carpas raídas en pueblos y aldeas espectrales, guiados por un profeta invisible que vive recluido en uno de los camarotes, y al que nunca nadie ha visto pero al que todos siguen con la fe que se tiene en un mesías.
                
Este período de la historia ha sido el manantial del que se han bebido excelentes relatos cinematográficos. Como Las Uvas de la Ira, que nos narra la historia de una familia sin tierra y sin alimento que emprende la marcha a través de un país hambriento que se dirige al paraíso prometido al otro extremo del país. En Danzad, danzad, malditos una multitud de desesperados se inscribe a un maratón de baile para obtener un premio de 1500 dólares de la plata o, mientras dura el concurso, por hallar techo, una sopa caliente y por permanecer a salvo de la desgracia que devastada la vida fuera de la pista de baile. Historias de desarraigo y de perdedores las hallamos también en Tallo de Hierro y en la comedia La Rosa Púrpura del Cairo. Son historias fotografiadas en tonos ocres y ambiente plomizo, la vida cegada por un polvo de tiza, olor a tierra quemada y sabor a ceniza.

                Ochenta años después parece como si la historia hubiese dado una pirueta de saltimbanqui y nos hubiese sorprendido plantándose delante de nuestras narices. Quiebra bursátil, descenso de la natalidad, bancarrota de cientos de bancos, millones de trabajadores que han perdido el empleo, un ejército de hambrientos que recorren los comedores sociales, decenas de miles de empresas cerradas, polígonos industriales que parecen pueblos abandonados del Far West: es el presente caótico mirándose en el espejo de la gran crisis de 1929.
               
  En España era el año 2008 y corría el champán y la alegría. Una orquesta trompetera entonaba el We are the champions. A mitad de la juerga, al anfitrión de la gala se acerca un invitado aguafiestas que le susurra que le llegan rumores de que se ha desencadenado un tsunami a unos cientos de kilómetros. Pero el dueño manda que la música suene más alta y ordena que saquen los mejores aguardientes, otra ronda de caviar que paga la casa, que salgan los comediantes que nos vamos a partir de risa y esto no acaba más que comenzar.
                
Cuatro años después, esa ola gigantesca que se liberó mar adentro tiene la estatura de un pico colosal y viene lanzada hacia nosotros con la velocidad de un avión supersónico y la fuerza de un millón de Goliats golpeando al mismo tiempo.
               
  Los ahorros gastados en sobrevivir, cientos de miles de familias sin tener que llevarse nada a la boca, hogares desahuciados y recuerdos metidos a toda prisa en una maleta porque hay que marcharse antes de que llegue la comitiva judicial; desempleados sin esperanza ni futuro, familias enteras durmiendo al raso o bajo las extrañas oxidadas de auto caravanas o coches abandonados;  poblados improvisados que surgen bajo las ruinas de hormigoneras, fábricas abandonas o colegios cerrados y que vienen a ser la réplica actual a las ciudades de lata o Hoovervilles de la depresión estadunidense; hay quienes sobreviven robando cobre, asaltando comercios o llevándose las tapas de las alcantarillas. Es el presente de esta crisis mirándose en el espejo de los tiempos de Carnivale.
                
Sólo cuando hemos oído el rugido del tsunami a punto de estallarnos los tímpanos, hemos ordenado parar a los músicos y mandado a los invitados ponerse a salvo. Pero quién sabe si no es demasiado tarde. Se han congelado pensiones, reducido sueldos, rescatado bancos y  recortado tanto el paño del estado de bienestar, que el traje de fiesta se ha quedado con la misma tela que un bikini. Pero nada de eso parece suficiente. Una catástrofe se nos viene encima y ya no lo puede parar ni con la cartera de mil millones de Amancios Ortegas soltando una pasta gansa. Ni la Merkel, el FMI o el Banco Central Europeo. Cabalgamos montados sobre una piragua encabritada que se precipita río abajo empujado por corrientes  feroces que harán que acabemos estampados con las orillas de roca o nos precipitaremos por el vacío de un acantilado.
               
  Yo no sé ustedes, pero me aterra el síndrome del efecto dominó. Tengo en menta esas maquetas formidables construidas con las fichas de ese juego. Durante meses, algunos artistas de lo minúsculo logran alzar grandes proyectos a escalas: ciudadelas, torreones, pórticos, basílicas, estadios, acueductos. Esas formidables construcciones son dispuestas en un ensamblaje de relojería perfecta conectado por invisibles vasos comunicantes con la pericia de un cirujano. Con la pieza que remata la obra, un pequeño impulso, no más sutil que una caricia, desata una fuerza de cataclismo que avanza como un torrente asesino y enloquecido que escala alturas, desciende rampas, describe círculos y traza volteretas, atraviesa vías de tren y penetra por bocas de túneles y ríos de juguete demoliendo torres y catedrales, desbordando lagunas y liberando un cólera infernal que, en pocos segundos, transforma en un montón de chatarra sin vida lo que instantes antes era una grandiosa obra de ingeniería. Nosotros somos esa última ficha que debe soportar el golpe de gracia.

Parece demasiado tarde querer protegernos del gran Tsunami pertrechados detrás de un salvavidas comprado en una tienda de chinos. Ni Merkel, ni el FMI ni mil Amancios levantando una barricada de dólares tan alto y tan ancho como la muralla asiática nos salvarán de su impacto. Lo único que nos queda es rezar.




martes, 17 de julio de 2012

¡Qué buenos Payasos!

El tren paró en la estación metropolitana de Bucarest. De uno de los vagones descendió un niño muy flaco y muy sucio. Iba pidiendo limosna con una bolsa de plástico en una mano y una naranja en la otra. Un muchacho se le acercó después de observarle atentamente durante largo rato. Le miró fijamente y sacó de su mochila dos manzanas. Después se puso una nariz de payaso y empezó a hacer malabarismos con las manzanas. El chaval le miraba asombrado: jamás había visto nada parecido.
-Hola, me llamo Miloud -dijo el improvisado payaso-. ¿Te ha gustado?
-Mucho.
-Podría necesitar un ayudante.
-Yo no sé hacer esas cosas tan difíciles.
-No te preocupes. Te enseñaré.
Acordaron encontrarse al día siguiente en el parque junto a la estación de ferrocarriles. El niño se fue con una sonrisa en los labios. Ésa era la misión que Miloud llevaba en su mente: llevar con sus actuaciones sonrisas y consuelos a las gentes que sufrían. En diciembre de 1989, Rumanía vivía una de sus peores crisis y Miloud, en su pequeñez no cesaba de cuestionarse de qué modo podría librar a sus gentes de tanto sufrimiento. Constantemente ideaba y trazaba nuevos planes, pero no tenía dinero ni siquiera hablaba bien el rumano. ¿Qué podía hacer él? Al ver a ese niño triste y solo, sin nada que llevarse a la boca, sucio y pobre, se encendió una luz en su corazón.
Al día siguiente, los dos llegaron puntuales al parque de la estación. Miloud, sin perder tiempo, empezó a enseñar a Marian los primeros juegos malabares con dos bolas. Y aunque Marian se mostraba torpe al principio, no tardó en hacer bailar las dos bolas sobre sus manos.
-Por favor, ¿puedo intentarlo yo también?
Ninguno de los dos se había dado cuenta de que una niña de once años les observaba con curiosidad.
-Claro, ¿cómo te llamas?
-Lucica.
-Toma, Lucica. Aquí tengo otras dos bolas para ti. Y a ti, Marian, te voy a dar la tercera ahora que ya sabes manejar dos. Es un poco más difícil, pero no imposible. Mira: dos bolas van en la mano derecha y la tercera en la izquierda. La secuencia es: derecha, izquierda, derecha... 1,2, 3... Sí, ya sé que al principio cuesta mucho, porque las bolas van más deprisa que el cerebro, pero sucede que, de repente, lo imposible se hace posible. Es cuestión de paciencia y de mucha práctica. Vamos a ver: inténtalo.
Pero Miloud no se contentaba únicamente con enseñarles a ser malabaristas. Pretendía hacer de ellos unos hombres y dialogaba con los muchachos. Muchas tardes se les hacía de noche y Miloud encendía una hoguera en torno a la cual hablaban. Los niños contaban sus tristes vidas mientras su profesor les escuchaba. El padre de Marian bebía mucho y le pegaba continuamente. Un día, mientras huía de él, se juntó con otros golfillos para malvivir. Aprendió a sacar dinero de las cabinas de teléfono y esnifaba para soportar el frío intenso del invierno. Lucica se fue a vivir con su padre cuando su madre rompió el matrimonio. Pero éste la pegaba continuamente porque decía que ella era la causa de que su madre se hubiera ido. Lucica decidió huir a Bucarest y allí vivía pidiendo limosna, o cantando por las esquinas, o haciendo recados a los tenderos. Como Lucica y Marian tenían amigos, los traían junto a Miloud, porque les daba cariño.
Su risa devolvía la sonrisa 
Miloud los entendía perfectamente porque él mismo había vivido una situación parecida. De padre argelino y madre francesa, era despreciado por uno y por otro, pues ambos querían educarlo según sus culturas. De manera que cuando trataba a su padre según lo que le enseñaba su madre, éste le pegaba y al contrario. Pero descubrió que tenía un arma secreta que paliaba muchos golpes tanto de su padre como de su madre. Le resultaba fácil hacer reír y con sus habilidades disipaba los malos humores. Los domingos iba al circo con su madre y allí decidió dedicarse a hacer reír a la gente. Cuando salió del instituto, con su perfil de guerrero y una melena hasta los hombros, Miloud trabajó como modelo por lo que cobraba bastante dinero. Pero aquel mundo no le gustaba y lo abandonó para ingresar en la escuela parisina de artistas de circo. Pronto comenzó a actuar por las calles de París. Con su risa hacía olvidar muchas penas.
Con el tiempo, aquellos jóvenes con Miloud comenzaron a actuar por las calles de Bucarest y lograban atraer las miradas de las gentes. Así empezaron a cambiar de vida. Un día captaron la atención de un médico que trabajaba para la delegación suiza de Terre des Hommes, organización humanitaria que estaba poniendo en marcha un centro de acogida. Le pidió a Miloud que le ayudase. Invitaron a los niños a que se quedasen en el centro, en donde podían comer y realizar una serie de deportes, distintas actividades educativas y artísticas, y, cómo no, desarrollar sus actividades circenses.
Con el corazón limpio y lleno de Dios 
Pero la noche seguía siendo cruel para aquellos niños, porque continuaban vagabundeando por las calles de la ciudad. Era noviembre y hacía mucho frío. Una de aquellas tardes en que Miloud había encendido una hoguera en el parque y hablaban, una muchacha de 14 años que tenía un hijo en un orfanato le preguntó que cuándo se iba a ir, porque muchos habían intentado lo que él, pero pronto se marchaban y los volvían a dejar solos frente a la vida. Miloud le prometió que, de momento, no pensaba irse. Aquella muchacha le tomó de la mano y le llevó a la boca de una alcantarilla cercana. -Aquí es donde vivimos -le dijo-, y le invitaron a pasar. Era la primera vez que le permitieron ver el lugar donde moraban. Miloud bajó por unas escaleras de mano y entró en una habitación de hormigón cavernosa, iluminada por unos candelabros que habían cogido de una iglesia. El suelo estaba cubierto con viejos harapos que recogían de las basuras y usaban como colchones y mantas. Aquella noche Miloud aceptó la invitación, aunque no pudo dormir por los malos olores que allí se respiraban.
En el centro, el número de alumnos aumentó a más de 30. Mejoraban conforme iban pasando los meses y fueron invitados a participar en Bucarest en el Día Internacional del Niño, en 1994.
La actuación gustó mucho y empezaron a llover ofertas para actuar. Miloud dividió a los muchachos en tres tropas, al frente de las cuales puso a Lucica y a Marian. El éxito fue completo. ¡Cuánto habían cambiado aquellos chiquillos! Lucica era tan rápida y ágil que podía combinar tres compañeros que le lanzaban mazas y pelotas a toda velocidad y devolvérselas sin fallar una sola vez. Todavía mejor: sabía qué cara poner para hacer que el público llorase de risa con ella. Lo mismo le pasaba a Marian: se había convertido en un acróbata.
Como los muchachos funcionaban bien, Miloud empezó a llamar a las puertas de sus amigos, de empresas, de la comunidad diplomática. Él y los niños actuaban en la calle y pasaban la gorra. Afloraron las contribuciones.
En febrero de 1996, Miloud organizó su propia fundación para los niños de la calle de Bucarest. La llamó Parada. Cogía a los niños desahuciados, los inscribía en colegios y en cursos de formación profesional, según su valía, y alquiló cinco apartamentos para algunos de ellos. Los que ganaban dinero con sus espectáculos contribuían con sus ayudas. Parada formó un equipo de 13 administradores y educadores. La embajada francesa, entusiasmada con la labor de Miloud, hizo un donativo equivalente a 3,3 millones de pesetas, con lo que Miloud compró un camión que recorría la ciudad cuatro noches por semana, proporcionando sopa a los moradores de las calles y tratamiento médico a más de 60 niños por noche.
A la vez, Miloud y sus payasos pusieron en marcha un espectáculo dos veces por semana en beneficio de los niños que estaban ingresados en los hospitales de la ciudad. También se personaban en orfanatos y asilos.
Hoy siguen trabajando con un presupuesto anual de 9 millones de pesetas, un tercio de los cuales procede de los espectáculos que realizan por las calles. La fundación Miloud Oukili ha ayudado a 600 niños de la calle de Bucarest. De éstos, 120 han sido formados en las artes circenses y se ha encontrado trabajo a 50. Muchos han vuelto con sus familias.
Hoy Marian es uno de los instructores circenses de la Fundación. Lucica va a ingresar en la universidad; quiere hacerse trabajadora social para ocuparse de los niños de la calle de África. Mia, aquella niña que enseñó a Miloud su dormitorio en una alcantarilla, sueña con un apartamento donde poder educar a su hijo querido que acaba de cumplir siete años. Y Miloud sigue al pie del cañón, sacando a los niños de sus miserias, divirtiéndoles con sus ocurrencias y llenando su corazón de multitud de obras buenas. Dice que no se cansa de hacer el bien, que la receta para ser bueno es tener el corazón limpio y lleno de Dios. Eso es lo único que hace feliz a los hombres. Y ayuda mucho a hacer reír.


domingo, 15 de julio de 2012

La Boda

Sólo he asistido a dos bodas civiles, y la última fue este viernes. Siempre he sido muy conservador y considero que un católico si quiere casarse de verdad debe hacerlo por la Iglesia y hasta que la muerte los separa, como Dios manda. Por eso me he cuidado mucho de no prodigarme por juzgados ni ayuntamientos donde se celebran estos enlaces no canónigos.
Pero en la del último día mi compromiso con los contrayentes era más fuerte que mis prejuicios a las uniones civiles. Así fue que me presenté con mi ropa de domingo, recién afeitado y oliendo a colonia italiana, estreché muchas manos, di algunos besos y unos pocos abrazos, y con una sonrisa tan grande como para tragarme un buzón de correos,  me senté en medio de un público al que no había visto en mi vida tratando de pasar desapercibido en el cuarto de hora que duró la ceremonia.
No hubo marcha nupcial, ni lluvia de arroz ni pétalos de rosas. La juez citó medio código civil y el secretario se arrancó con unos versos laicos tipo “Eres un sueño, una esperanza, un sol/ hecha carne y deseo sin control”.  No hubo padrinos sino testigos, el poder del celebrante no lo hacía con la autoridad de la Iglesia, sino de la Constitución, y decretó la unión no en nombre de Dios, sino del Rey.
Todo fue de una austeridad casi de camposanto, de una sencillez tan utilitaria que tuve la impresión que acaba de asistir al momento en que un funcionario expedía un certificado, y no al enlace sagrado de dos personas que han decidido unir sus vidas para siempre.

Esto ocurrió el mismo día que me entero que, en los últimos diez años, en España han pasado de casarse cinco parejas cada mil habitantes, a poco más de tres y media. Quizá pudiera explicarse por la legalización de las uniones gays y el divorcio exprés. Ése que te permite que a los tres meses puedes romper el vínculo porque tu esposa ronca o el marido se niega a limpiarse los zapatos en el felpudo antes de entrar en casa. Hay hojillas de afeitar que tienen una vida más larga que muchos matrimonios. Es la banalidad de la sociedad de hoy. Si el Estado no se toma en serio esa institución tan básica, ¿por qué lo habrían de hacer sus ciudadanos?
Vemos todos los días como la televisión y los medios de comunicación trivializan sobre las bondades del divorcio. Conozco familias en las que conviven hermanos de tres o cuatro padres distintos y que viven con la pareja de la madre que no es progenitor de ningunos de ellos. Nos están haciendo creer que en cada ruptura no hay seres humanos desgraciados e hijos que acaban siendo rehenes de sus padres, como parte del botín de unos cónyuges que se despedazan uno al otro hasta ver cuál de ellos se lleva la mayor parte de la galera hundida.
Escuché una vez la respuesta de un cardenal a la pregunta de por qué la Iglesia se oponía al matrimonio de las parejas del mismo sexo si ellas no se iban a celebrar en lugar sagrado. Porque entre un matrimonio entre cónyuges hombre y mujer –respondió- y una unión entre sólo hombres o sólo mujeres, hay la misma diferencia entre un billete verdadero de quinientos euros y otro falso. A base de circular los falsos, los verdaderos pierden valor.
Creo que esto es lo que está ocurriendo. Para los nuevos españoles el matrimonio es un billete de monopoly que vale lo mismo que nada.


viernes, 13 de julio de 2012

Estuve en la Cárcel y me visitaste

El libro quedó en un rincón, pero, días después, Andrés se acercó a recogerlo, pensando leer “cualquier página”… la primera que saliera. Y salió la escena de Jesús en Caná de Galilea, cambiando el agua en vino, por una súplica de su Madre.
Andrés quedó impresionado y se preguntó: “¿Quién es éste hombre que convierte el agua en vino?”.
Se atrevió a lanzarle un reto:
            -Ahí tengo esa miseria de agua. Ven, y conviértela en vino.
            Pero no acudió ese hombre que convierte el agua en vino.
            Sólo venía, de mes en mes, la carta de aquel sacerdote que se presentó como servidor del buen Dios.
            Andrés agradecía estas cartas que lo aliviaban, aunque fuera por breves momentos, de la angustiosa monotonía de su vida carcelaria. Es que ahora se hallaba en el castillo de Thierry, en el pabellón de estricta seguridad, celda tan estrecha que puesto de pie y estirados los brazos tocaba ambas paredes con los dedos, y sabía además que día y noche lo vigilaban por la mirilla enrejada de su puerta.
            Cierto día, que leía con aburrimiento el Evangelio que le había regalado su amigo, el cura, leyó el episodio de Jesús clavado en la cruz. Al leer el ruego del ladrón arrepentido: Nosotros estamos pagando lo que merecemos por nuestros crímenes, pero éste no ha hecho nada malo, sintió una conmoción dentro de sí mismo, sobre todo cuando el ladrón le dijo a Jesús: ¡Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino!
            Andrés leyó también la generosa respuesta de Jesús: Hoy estarás conmigo en el Paraíso.
            Estos pasajes bíblicos le ofrecieron, le hicieron ver la bondad de Jesús. Pero él quería probar en sí mismo esa bondad de Jesús, y así le dijo:
            -Si esta misma noche, a las dos y media vienes a despertarme y estar conmigo, conoceré que todo esto que se narra en el Evangelio es verdad.
            Pero era casi imposible que él pudiera despertar a esa hora, ya que en la cárcel todas las noches le suministraban un fuerte somnífero para impedir que escapase.
            Sin embargo, a las dos y media, Andrés fue despertado por la voz de alguien que le decía.
            -Andrés, soy Yo… Jesús, el que fue crucificado. Vengo porque tú me has citado para esta hora.
            Eran exactamente las dos y media de la madrugada.
            Por segunda vez oyó el recluso la misma voz tan clara, tan amorosa, que le dejó traspasada el alma:
            -Andrés, Soy Yo. Vengo porque me has llamado.
            Al mismo tiempo, los muros dejaron paso a una claridad magnífica como si el cielo descendiera al horrible calabozo y Andrés vio al Señor que le mostraba las manos heridas, los pies heridos, el costado abierto…
            Y entonces, Andrés Levais, el gánster peligroso, el escapado de varias cárceles, el que lanzaba puñetazos y salivazos a quienes intentaban detenerlo, quedó iluminado, anonadado, convertido.
            -Allí mismo reconocí –cuenta después Andrés en su libro, difundido por Francia- que durante treinta y siete años yo había sido clavos para sus manos y sus pies, y que yo había empuñado la lanza para abrirle el pecho. Me sentí pecador y, cayendo de rodillas, empecé a llorar. Clamé a Dios pidiéndole perdón.
            Cinco horas más tarde, cuando pasaban lista a los presos, lo encontraron en la misma postura: de rodillas, llorando, clamando a Dios. Con inmensa gratitud confesaba:
            -Yo le había gritado que viniera para cambiarme el agua en vino, pero Él ha venido para cambiarme la oscuridad en luz, la desesperación en alegría, los pecados en gracia de Dios.
            Así lo repetía a sus compañeros de prisión, convertido en predicador cristiano con enorme admiración de todos ellos: así lo ha confesado públicamente por escrito.
            La conversión de Andrés, ocurrida el 12 de junio de 1969 en la cárcel de Thierry, impresionó tanto a los otros presos y a los funcionarios, y fue tan sincera y tan perseverante que, pasados seis años, el propio director del penal consiguió que el Ministerio de Justicia lo pusiera en libertad cuando aún le faltaban varios años para cumplir su condena. Andrés Levais empleó esa libertad para anunciar a muchas personas, especialmente a sus antiguos conocidos, que “debemos amar a Jesús porque Él nos amó primero”.
            Su testimonio, tanto en persona como grabado en cinta magnetofónica, circula por las cárceles y conmueve los corazones. No pocos se han convertido, y no ha faltado quien ha pedido el bautismo.
            Un día le dijeron:
            -Eres un privilegiado: tú has visto a Jesús con sus llagas, por eso tu fe es tan grande.
            -Los privilegiados son ustedes. Jesús le dijo al apóstol que no quería creer: “Porque me has visto, Tomás, has creído. Felices los que creen sin haber visto”. Esos son ustedes: Yo vi a Jesús cuando vino a buscarme y a perdonarme. Por eso creen en Él y no me canso de darle gracias. Ustedes creen sin haber visto: ¡los privilegiados son ustedes!