viernes, 17 de agosto de 2012

No soy Digno

Mi amigo Suso conoció al Negro René una mañana de domingo cuando salía de misa de doce. René, el mendigo, estaba sentado en el suelo junto a una muleta y un carro de la compra lleno de cachivaches inservibles. Llevaba la mano, huesuda y arrugada, extendida pidiendo limosna. A cada persona que pasaba junto a él le soltaba una especie de conjuro, le echasen unas monedas o siguieran de largo.

                Cuando salía de la iglesia, Suso lo divisó desde el interior del templo e hizo amago de abrir la cartera y soltar alguna calderilla, pero quien le acompañaba le paró en seco:
                -Lo más probable es que se gaste los cuartos en vino peleón, o en drogas, o sabe Dios en qué porquerías. Tiene cara de borrachuzo.

                La mano de René seguía alargada hacia mi amigo cuando éste se cruzó con él. Suso trató de evitar el encuentro con la mirada del limosnero mientras pasaba junto a él, pero las palabras que pronunció el pobre le alcanzaron por detrás, y le golpearon como una pedrada mientras Suso se alejaba de la iglesia.
                -Que el Señor acompañe tu camino y bendiga a ti y a los tuyos.

                Mientras se apresuraba hacia una cafetería próxima a tomar el aperitivo, Suso se sintió más pordiosero que el necesitado de la puerta. No quiso arrojarle unos céntimos de los muchos que le sobraban en su billetera llena; no se atrevió a mirarle, no se paró a escucharle y, a cambio, el indigente le dio mucho más a Suso que si mi amigo le hubiese regalado la cartera.

                En el bar, mientras saboreaba el bocadillo caliente y el café con leche, Suso se sintió como un granuja. Había juzgado y condenado al vagabundo, le había declarado borracho y drogata, y le había penado a no tener derecho a recibir una limosna ni a obsequiarle una mirada. ¿Quién era él para decidir que mentía, que su indigencia era inventada, que se estaba aprovechando de la buena fe de la gente? ¿En nombre de quién se sentía con esa superioridad moral?

                Suso llamó al camarero y le pidió que le preparase para llevar otro desayuno como el que acababa de tomar. Cuando mi amigo llegó al portón de la iglesia, el Negro René se había puesto en pie y se marchaba. Con un brazo se apoyaba en la muleta y, con la otra, media tullida, empujaba el carro.

                René era alto como un pívot de baloncesto. No era negro, sino mulato y tenía los ojos verdes. Una arruga profunda como un navajazo le surcaba la cara. Sólo le quedaba en la dentadura dos o tres dientes sanos y poseía una mirada de sabio y una sonrisa pacífica.

                -Vengo a invitarle a comer algo, si usted me lo acepta –le dijo Suso mientras le ofrecía la comida.
                -Con mucho gusto, mi “helmano”.

                Se sentaron en un banco de piedra bajo la sombra de un fresno. Mientras engullía despacio el bocata y daba pequeños tragos al café con leche, el Negro René le contó que había recalado en la ciudad embarcado de polizonte en un barco cubano. Hablaba, con el acento sabrosón del Caribe, de cómo en otro tiempo fue un pianista famoso que tocaba en clubes nocturnos de la noche habanera hasta que un accidente le dejó impedido.

                Justo a la mitad del bocadillo y cuando quedaba media bebida por consumir, paró de comer, tapó el vaso y cubrió la comida con el papel de aluminio.

                -¿No te gusta? –dijo Suso.

                -Delicioso, mi helmano. Lo que sobra es para llevárselo a la Tania.

                Tres manzanas más abajo, en el soportal de una casona deshabitada, la Tania yacía sobre un lecho de cartones y un montón de porquería. Parecía haber salido de alguna cueva prehistórica con sus ropas raídas, su cara tiznada y el cabello de esparto. Menuda como un chihuahua, se tomó el resto del almuerzo con dos o tres dentelladas.

                Allí los dejó mi amigo Suso a los dos, saboreando un pan con chorizo y una alegría serena de los que se sirven de lo poco para armar una fiesta tremenda.

                Con el paso del tiempo, Suso descubrió que el Negro René poseía un don para sacar lo mejor de la gente. Era un caso único entre un millón. Se ganaba unos cuartos trabajando de gorrilla en los aparcamientos, recuperaba envases o metales de los contenedores de basura o se ofrecía a llevar la compra a las viejitas en su taxi-carro.

                Bendecía a todos, le dieran dinero o no, y esa bendición desarmaba más corazones y aflojaba más billeteras que un bate de béisbol. Al final de la tarde, repartía las propinas con otros indigentes.

                Suso le buscaba por donde René paraba y le llevaba cosas como alguna pieza de ropa, unas latas, algún dinerillo. Se hicieron amigos.

                -Oye, René –le dijo una vez-, he visto que cuando empieza la misa te levantas de la puerta donde pides y sigues la ceremonia de pie desde la entrada. Nunca te acercas a comulgar.

                -Ay, viejo, mi pena es que no estoy bautizado.

                -Cuánto lo siento. ¿No te gustaría ser cristiano?

                -Burro viejo no aprende inglés. Este negro es muy bruto y muy pecador y no estoy seguro de que el de arriba me perdone.

                -¿No conoces la historia del buen ladrón?

                -La he oído en Semana Santa.

                -Aquel tipo fue un granuja hasta el último día, se arrepintió y el Señor se lo llevó al cielo. ¿No te gustaría encontrarte algún día con él?

                -Claro.

                -San Agustín dijo que el Dios que te creó sin ti no puede salvarte sin ti. Tienes que echarle una mano a Jesús para que él pueda ayudarte.

                René se quedó con la mirada perdida.

                -Para bautizarme tendría que ir a catequesis y aprender mucho. Mi cabeza ya no da p´a tanto alboroto, mi helmano.

                Suso no se desanimó:

                -¿Tú sabías, René, que yo pasé por el seminario y que hasta cursé tres años de teología? Tuve profesores muy sabios, aprendí latín y filosofía, leí a san Agustín y a santo Tomás de Aquino. Pero, ¿sabes cuál es el maestro con el que más he aprendido a ser mejor persona.

                -Yo qué sé, viejo.

                -Tú. La más profunda sabiduría la he recibido de ti. Tu casa es un carro de supermercado, pero parece las minas del rey Salomón, todos los días lo llenas y todos los días lo vacías repartiéndolo a los otros.

                Para René aquellas palabras no significaban gran cosa porque guardaba un secreto.

                -Eso no lo dirías si supieras que una vez maté a un hombre.

                -Vaya –dijo Suso-, eso sí que es gordo.

                -El tipo intentó violar a mi madre y yo se lo impedí. Ésa es una carga muy grande que llevo sobre mis hombros.

                Pero Suso le convenció. Habló con el párroco, le dio la catequesis y se encargó de todo. Le compró un traje elegante, le llevó a la peluquería y, cuando pasó completo por el túnel de lavado, pareció surgir por el otro lado del tiempo diez años más joven y más hermoso que un dandy de color.

                El Sábado de Gloria se sentó en primera fila en la iglesia.

                -¿Sabes, Suso, cuál es mi parte favorita de la misa? Ésa en la que los fieles contestamos: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

                -Fueron las palabras del centurión pidiendo la cura para un criado enfermo.

                -El Señor va a entrar hoy en mi casa, y ahora estoy preparado para recibirle.

                -Di que sí, y Cristo con mucho gusto querrá que le invites.

                Después del bautizo, René recibió la primera comunión. Luego todos se reunieron en la casa parroquial para celebrar un banquete. Allí estaban sus amigos: mendigos, benefactores y catequistas. René se arrancó a cantar a capela hermosos boleros cubanos, y todos lloraron de emoción cuando el Negro interpretó Lágrimas Negras.

                En el cielo aquel día debió de haber una fiesta increíble por aquel pecador arrepentido, pero abajo, bajo el techo de aquella parroquia, se celebró otra muy ruidosa en la que corrió el vino, las sonrisas y las lágrimas, los besos y los abrazos, y al  acabar todos se fueron a casa felices porque un negro bondadoso por fin podía llamarse hijo de Dios.



4 comentarios:

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    1. El unico que puede juzgar es Dios,y El en su infinita misericordia siempre nos perdona.
      Es dificil para muchas personas dar limosna sin juzgar,dejemosle eso a Dios,el que ama no juzga ni condena.
      Gracias por tu preciosa entrada como siempre.

      Mil bendiciones y un abrazo desde la distancia.

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  2. No juzgar es dificil y en la actualidad se mezcla necesidad y "vicio" y es complicado distinguirlo, mas cuando a cada paso te encuentras con alguien que dice tener hambre. ¿¿cuantas veces has ofrecido un bocadillo y te lo han rechazado?? eso te facilita la distinción pero no puedes estar con la espada en alto siempre y tampoco se tiene todo lo que se quisiera dar. Muy bonita e instructiva

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  3. Nosotros somos una familia que estamos pasando momentos muy malos al igual que abrá mucha gente , a mí me dan ropa para mi hija y lo que a ella no le vale yo le doy a otra persona que también pide a la puerta de una iglesia .Además le pregunto qué necesita y si yo tengo dos de lo que necesita lo reparto.Muchas veces he dado cosas que luego he necesitado pero nunca me he arrepentido de haberlo hecho pese a que alguien te diga que la ropa la venden en mercadillos, a mí me queda ¿y si la necesitan de verdad?, como yo se lo que es necesitar algo y no poder comprarlo pues no quiero que le pase lo mismo a esas personas. Dios luego es el que juzga como bien dice el texto y me ayudadrá por otra parte si lo ve necesario.

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