Carnivale es una serie –emitida hace algunos años- ambientada
durante la Gran Depresión norteamericana. Una caravana de camiones
destartalados viaja por todos los Estados Unidos trasladando en sus lomos de
acero a un pueblo sin patria de borrachos, tarados físicos, fugitivos de la
justicia y criminales en busca de redención. En los vehículos viajan enanos
fornicadores, cojos, mujeres barbudas, hombres con piel de lagarto y un falso
milagrero que logra arramblarles los cuartos a cuantas personas limpias de
corazón les salen por los caminos. Los feriantes de Carnival viajan sin rumbo en medio de tormentas, emplazando sus
carpas raídas en pueblos y aldeas espectrales, guiados por un profeta invisible
que vive recluido en uno de los camarotes, y al que nunca nadie ha visto pero
al que todos siguen con la fe que se tiene en un mesías.
Este
período de la historia ha sido el manantial del que se han bebido excelentes
relatos cinematográficos. Como Las Uvas
de la Ira, que nos narra la historia de una familia sin tierra y sin
alimento que emprende la marcha a través de un país hambriento que se dirige al
paraíso prometido al otro extremo del país. En Danzad, danzad, malditos una multitud de desesperados se inscribe a
un maratón de baile para obtener un premio de 1500 dólares de la plata o,
mientras dura el concurso, por hallar techo, una sopa caliente y por permanecer
a salvo de la desgracia que devastada la vida fuera de la pista de baile.
Historias de desarraigo y de perdedores las hallamos también en Tallo de Hierro y en la comedia La Rosa Púrpura del Cairo. Son historias
fotografiadas en tonos ocres y ambiente plomizo, la vida cegada por un polvo de
tiza, olor a tierra quemada y sabor a ceniza.
Ochenta
años después parece como si la historia hubiese dado una pirueta de
saltimbanqui y nos hubiese sorprendido plantándose delante de nuestras narices.
Quiebra bursátil, descenso de la natalidad, bancarrota de cientos de bancos,
millones de trabajadores que han perdido el empleo, un ejército de hambrientos
que recorren los comedores sociales, decenas de miles de empresas cerradas,
polígonos industriales que parecen pueblos abandonados del Far West: es el presente caótico mirándose en el espejo de la gran
crisis de 1929.
En
España era el año 2008 y corría el champán y la alegría. Una orquesta trompetera
entonaba el We are the champions. A
mitad de la juerga, al anfitrión de la gala se acerca un invitado aguafiestas
que le susurra que le llegan rumores de que se ha desencadenado un tsunami a
unos cientos de kilómetros. Pero el dueño manda que la música suene más alta y
ordena que saquen los mejores aguardientes, otra ronda de caviar que paga la
casa, que salgan los comediantes que nos vamos a partir de risa y esto no acaba
más que comenzar.
Cuatro
años después, esa ola gigantesca que se liberó mar adentro tiene la estatura de
un pico colosal y viene lanzada hacia nosotros con la velocidad de un avión
supersónico y la fuerza de un millón de Goliats golpeando al mismo tiempo.
Los
ahorros gastados en sobrevivir, cientos de miles de familias sin tener que
llevarse nada a la boca, hogares desahuciados y recuerdos metidos a toda prisa
en una maleta porque hay que marcharse antes de que llegue la comitiva
judicial; desempleados sin esperanza ni futuro, familias enteras durmiendo al
raso o bajo las extrañas oxidadas de auto caravanas o coches abandonados; poblados improvisados que surgen bajo las
ruinas de hormigoneras, fábricas abandonas o colegios cerrados y que vienen a
ser la réplica actual a las ciudades de lata o Hoovervilles de la depresión estadunidense; hay quienes sobreviven
robando cobre, asaltando comercios o llevándose las tapas de las alcantarillas. Es
el presente de esta crisis mirándose en el espejo de los tiempos de Carnivale.
Sólo
cuando hemos oído el rugido del tsunami a punto de estallarnos los tímpanos,
hemos ordenado parar a los músicos y mandado a los invitados ponerse a salvo.
Pero quién sabe si no es demasiado tarde. Se han congelado pensiones, reducido
sueldos, rescatado bancos y recortado
tanto el paño del estado de bienestar, que el traje de fiesta se ha quedado con
la misma tela que un bikini. Pero nada de eso parece suficiente. Una catástrofe
se nos viene encima y ya no lo puede parar ni con la cartera de mil millones de
Amancios Ortegas soltando una pasta gansa. Ni la Merkel, el FMI o el Banco
Central Europeo. Cabalgamos montados sobre una piragua encabritada que se
precipita río abajo empujado por corrientes
feroces que harán que acabemos estampados con las orillas de roca o nos
precipitaremos por el vacío de un acantilado.
Yo
no sé ustedes, pero me aterra el síndrome del efecto dominó. Tengo en menta esas
maquetas formidables construidas con las fichas de ese juego. Durante meses,
algunos artistas de lo minúsculo logran alzar grandes proyectos a escalas:
ciudadelas, torreones, pórticos, basílicas, estadios, acueductos. Esas
formidables construcciones son dispuestas en un ensamblaje de relojería
perfecta conectado por invisibles vasos comunicantes con la pericia de un cirujano.
Con la pieza que remata la obra, un pequeño impulso, no más sutil que una caricia,
desata una fuerza de cataclismo que avanza como un torrente asesino y
enloquecido que escala alturas, desciende rampas, describe círculos y traza
volteretas, atraviesa vías de tren y penetra por bocas de túneles y ríos de
juguete demoliendo torres y catedrales, desbordando lagunas y liberando un
cólera infernal que, en pocos segundos, transforma en un montón de chatarra sin
vida lo que instantes antes era una grandiosa obra de ingeniería. Nosotros
somos esa última ficha que debe soportar el golpe de gracia.
Parece
demasiado tarde querer protegernos del gran Tsunami pertrechados detrás de un
salvavidas comprado en una tienda de chinos. Ni Merkel, ni el FMI ni mil
Amancios levantando una barricada de dólares tan alto y tan ancho como la
muralla asiática nos salvarán de su impacto. Lo único que nos queda es rezar.
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