viernes, 5 de octubre de 2012

La Brisa Tenue (2)


Tal y como les sucedió a Elías, al filósofo García Llorente y al condenado a muerte, Jacques Fesh, hoy sabremos de otros dos personajes que sintieron la brisa tenue y la experiencia extraordinaria en la que reconocieron a Cristo.

Janne Haaland Matlary es noruega, doctora en filosofía y profesora de política internacional en la Universidad de Oslo. Fue secretaria de Estado de Asuntos Exteriores de su país durante tres años. Formó parte de la delegación vaticana en la Conferencia mundial de la ONU sobre la mujer en Pekín y actualmente es miembro del Consejo pontificio Justicia y Paz. Está casada y tiene cuatro hijos. Es una gran mujer, que en su libro El amor escondido nos habla de su vida y de su conversión al catolicismo.

            A pesar de haber nacido en un ambiente cristiano luterano, desde sus primeros años, se hizo agnóstica, rechazando toda religión y, concretamente, el cristianismo, que le parecía apto para retrógrados. Pero, estudiando filosofía, pidió luces sobre la filosofía  de santo Tomás de Aquino a un sacerdote dominico de Oslo. Durante año y medio, fue todas las semanas a visitarlo para hablar de santo Tomás; pero, poco a poco, se iba sintiendo atraída hacia la cultura católica.

            Un día tuvo su primer encuentro con Cristo de modo inesperado.
            “Estaba sentada con el dominico, en los jardines del claustro, una tarde de agosto de 1981. Le dije que la persona de Cristo había aparecido en la escena de forma misteriosa. Nunca había rezado y a duras penas vivía fuera de los libros. Pero, de pronto, me había sucedido este hecho inquietante, intuí que el catolicismo no era un precioso sistema filosófico, sino una persona que exigía derecho a estar hoy tan vivo como hace dos mil años... De repente, empecé a interesarme por Cristo y por su vida ¿Podría ser verdad todo lo que los cristianos creían? Ahora Cristo era como una llama que me iluminaba de vez en cuando.

“Esperaba con ilusión la misa del domingo, me dediqué a leer historias de conversiones y empezaron a interesarme los escritores místicos... La cuestión de la conversión volvía a mí continuamente, pero pensar en las reacciones negativas de una conversión me echaron para atrás. Pensaba en mis padres, en  mis compañeros de estudio, en mis amigos y en el sentimiento general anticatólico de Noruega. Los católicos eran vistos todavía como extraños y papistas antinoruegos”.


En 1992 fue con toda su familia a visitar la abadía benedictina de Pannonhalma, al oeste de Hungría, donde su esposo, que es húngaro, se había educado gratis. Al llegar el régimen comunista al país, su padre, que había sido general del ejército, fue destituido y privado de todos sus bienes, pero los monjes lo conocían y dieron educación gratuita a su hijo. Allí, en la abadía, ella conoció a un monje que sería su amigo y confidente durante muchos años en su camino a Dios.
Era un sabio, mayor, aunque joven de espíritu y de mente abierta. Era un hombre lleno de alegría y de juventud interior, pese a su avanzada edad. Este monje era una fuente de agua viva[1].


Hablé con él. Jamás pensé que la confesión  funcionaría y hubiese querido evitarla... De pronto, sucedió la cosa más asombrosa e inesperada. Me recorrió una oleada de inmensa alegría que no se parecía a nada que me hubiese ocurrido antes. No puedo explicarlo con palabras, pero fue un giro absoluto a mi vida como católica. Dios, que hasta ese momento me resultaba una entidad bastante lejana, se convirtió en un Dios personal allí y en ese momento. El brillo de aquella experiencia duró mucho tiempo. Ahora estaba suspirando por Cristo, mi amigo. Ya no era una posibilidad teológica, sino una realidad íntima y personal. Era la segunda vez que Cristo se me hacía presente de forma directa. La primera fue en el jardín de los dominicos de Oslo, con el asombro de que Cristo era una persona viva. En aquella ocasión, me quedé, no sólo sorprendida sino asustada, pero marcó en mí una diferencia que produjo una conversión formal. El segundo encuentro fue más fuerte. Igualmente sorprendente. Es casi imposible describirlo. Fue un giro aún  mayor”.

Narciso Yepes (1927-1997), el gran guitarrista español, miembro de la real Academia de Bellas Artes, cuenta algo de su historia y conversión en una entrevista concedida a Pilar Urbano, publicada en el N° 149 de la revista Época, en enero de 1998. dice así:

“Me bautizaron al nacer, y ya no recibí ni una sola noción que ilustrase y alimentase mi fe. ¡Con decirle que comulgué por primera vez a los veinticinco años! Desde 1927 hasta 1951 yo no practicaba ni creía ni me preocupaba lo más mínimo que hubiera o no una vida espiritual y una transcendencia y un más allá. Dios no contaba en mi existencia. Fue una conversión súbita, repentina, inesperada y muy sencilla. Yo estaba en Paris, acodado en un puente del Sena, viendo fluir el agua. Era por la mañana. Exactamente, el 18 de mayo de 1951. De pronto, le escuché dentro de mí… Fue una pregunta en apariencia, muy simple: ¿Qué estás haciendo? En ese instante, todo cambió para mí. Sentí la necesidad de plantearme por qué vivía, para quién vivía. Mi respuesta fue inmediata. Entré en la iglesia más próxima, Saint Julian le Pauvre. Es curioso, porque mi desconocimiento era tal que ni me di cuenta de que era una iglesia ortodoxa. A partir de ese día, busqué instrucción religiosa católica… Desde aquel instante, no hay nada en mi vida, ni lo más trivial, ni lo más serio, en lo que yo no cuente con Dios. Y eso en lo que es alegre y en lo que es doloroso, en el éxito, en el trabajo, en la vida familiar, en una pena honda como la de que te llame la guardia civil a media noche para decirte que tu hijo ha muerto…

“Sé que la vida de mi hijo Juan de la cruz estaba amorosamente en las manos de Dios. Y ahora lo está aún con más plenitud y felicidad. Por otra parte, cuando se vive con fe y de fe, se entiende mejor el misterio del dolor humano. El dolor acerca a la intimidad de Dios. Es una predilección, una confianza de Dios hacia el hombre…

“Con Dios todo es novedad. Él no se repite nunca. Además de creer en Dios, yo le amo. Y lo que es incomparablemente más afortunado para mí: Dios me ama. ¡Cambiaría tanto la vida de los hombres, si cayesen en la cuenta de esta espléndida realidad! Es tremendo que el hombre, por cuatro cachivaches técnicos, que ha conseguido empalmar, se haya creído que puede prescindir de Dios y trate de arreglar esta vida con su solo esfuerzo… Pero el hombre, por muy abyecto que sea, siempre está a tiempo para dejar de serlo. Vivir es eso: estar todavía a tiempo… Quizás, porque soy un converso, creo más que otros en la capacidad de regeneración y de redignificación del ser humano…

“Cuando doy un concierto, sea en un gran teatro, sea en un auditórium palaciego o en un monasterio o tocando sólo para el Papa, como hice una vez en Roma ante Juan Pablo II, el instante más emotivo y más feliz para mí, es ese momento de silencio, que se produce antes de empezar a tocar… Casi siempre, para quien realmente toco es para Dios. He dicho casi siempre, porque hay veces en que, por mi culpa, en pleno concierto, puedo distraerme. El público no lo advierte. Pero Dios y yo sí. A Él le encanta mi música. Pero más que mi música, lo que le gusta es que yo le dedique mi atención, mi sensibilidad, mi esfuerzo, mi arte, mi trabajo. Además, ciertamente, tocar un instrumento lo mejor que uno sabe, y ser consciente de la presencia de Dios, es una forma maravillosa de rezar, de orar. Lo tengo bien experimentado”.





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