Se
cuenta en el Libro de Los Reyes que un ángel ordenó a Elías dirigirse al monte
Horeb. Allí se refugió en una cueva donde pasó la noche, hasta que el Señor le
dijo:
-Sal y ponte de pie en el monte ante
el Señor. ¡El Señor va a pasar!
Vino un huracán tan violento que
descuajaba los montes y resquebrajaba las rocas delante del Señor; pero el
Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el
Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego, pero el
Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue; al
sentirla, Elías se tapó el rostro
con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva.
Elías no vio al Señor, pero supo que
estaba allí y se tapó el rostro.
En los siguientes post veremos cómo
esa brisa tenue en la que se manifiesta Dios, vuelve a soplar para muchos los
que han perdido la fe. Es un viento que no arrecia, un aire quieto y una
presencia oculta tan cierta como un huracán, que no mueve las cosas de sitio,
pero sí arranca de los corazones las raíces enfermas que lo envenenan y las
anclas de piedra a las que nos aferramos.
Arquímedes prometió que si le daban un punto de apoyo lograría mover el mundo.
Las historias que presento a continuación nos muestran a gente que no contaban
con el punto de apoyo de la fe para mover las montañas de sitio, que vivían
estancados en las aguan pantanosas de sus existencias sin sentido, hasta que
Dios les acercó esa palanca para que pudieran liberarse del cieno que les
sepultaba.
Lisa Moeller, una activista
lesbiana, sentía la falta de Dios, y Dios llegó en vísperas del orgullo gay.
"Fue de
noche, en mi hotel", recuerda: "Me acosté siendo completamente
homosexual. Mis gestos, mis vestidos, mi lenguaje corporal, etc. eran todos muy
masculinos. Odiaba a los hombres, asqueada con todos por los abusos que había
sufrido de aquel vecino siendo niña. Cuando me desperté, había una presencia en la habitación que no puedo describir con
palabras. Era una
paz que no había experimentado nunca antes".
Lo más llamativo para ella fue que a partir de entonces sus sentimientos homosexuales desaparecieron. Las mujeres dejaron de atraerle, y un día se sorprendió a sí misma mirando con interés a un hombre que estaba corriendo por el parque. Confiesa que sintió pánico, porque no sabía qué le estaba pasando.
El preso francés Jacques Fesh había sido condenado a muerte por un
grave delito que había cometido. Un día de octubre de 1954, se encontraba en la
cárcel y estaba especialmente triste. Sentía que su vida estaba vacía. Él dice:
En ese momento, como pidiendo ayuda,
grité desesperado:
Al
instante, como si Dios estuviera presente a mi lado, esperándome, una
paz inmensa me subió hasta la garganta… La alegría me invadió y sentí una gran
paz. En pocos instantes, todo se hizo claro y sentí una alegría sensible y
fortísima. Fue una
conversión instantánea. Dios le había contestado con su inmenso amor, cuando
más hundido y desesperado se encontraba.
El
día de su ejecución en la guillotina (1-10-1957) escribió:
Faltan cinco horas. Espero al Amor. Ha
sufrido tanto por mí… Dios es amor. Tengo los ojos fijos en el crucifijo y mis
miradas no se apartan de las llagas del Salvador. Quiero conservar su imagen en
mis ojos hasta el final. Recitaré el rosario y las oraciones de los moribundos
y, después, pondré mi alma en las manos del buen Dios. Dentro de cinco horas,
veré a Jesús.
Lisa y Jacques sintieron una
presencia oculta que les transformó. Es la misma brisa tenue que obligó a Elías
a cubrirse el rostro.
El
filósofo español Manuel García Llorente era ateo, aunque de niño había hecho la
primera comunión. Sus estudios de filosofía lo habían alejado de
Dios y de la religión. Al comenzar la guerra civil española, tuvo que huir a
Francia porque lo buscaban para matarlo. Estaba en París, desesperado por no
encontrar los medios humanos para conseguir que su familia llegara a la cidudad
para estar a salvo con él. En esas circunstancias, la noche del 29 al 30 de
abril de 1937, escuchó un trozo de música de Berlioz, titulada La infancia de Jesús, que lo dejó con
una gran paz interior. Dice así:
“Cuando terminó la música cerré la radio para no
perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y
por mi mente empezaron a desfilar imágenes de la niñez de Nuestro Señor
Jesucristo. Seguí representándome otros períodos de la vida del Señor... Y,
poco a poco, se fue agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo
hombre, clavado en la cruz... No me cabe duda de que esta especie de visión
(interior) no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y
penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. “Ése
es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva” -me
dije a mí mismo-. Ése es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los
hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae
la salvación. A Él sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es
pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a
nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y, puesto de rodillas, empecé a
balbucir el Padrenuestro, pero ¡se me había olvidado!
“Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome
mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían
buenamente. Recordé mi niñez, recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo
contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que
me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella y, lentamente, con
paciencia, fui recordando el Padrenuestro... También pude recordar el
Avemaría...
“Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es
verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan
profunda pueda verificarse en tan poco tiempo... En el relojito de pared
sonaron las doce. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una
paz extraordinaria. Me parece que debía sonreír... Pensé: Lo primero que haré
mañana será comprarme un libro devoto y algún manual de doctrina cristiana.
Aprenderé las oraciones, me instruiré lo mejor que pueda en las verdades
dogmáticas, procurando recibirlas con la
inocencia del niño... Compraré también los santos Evangelios y una vida de
Jesús. “¡Jesús, Jesús! ¡Bondad! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa,
un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!” Debí quedarme
dormido.
“Me
puse en pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de
aire fresco me azotó el rostro. Volví la
cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él.
Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la
habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica, de esas diminutas
de una o dos bujías en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada.
No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil,
agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma
claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras que
estoy trazando. Pero no tenía ninguna
sensación ni en la vista, ni en el oído ni en el tacto ni en el olfato ni en el
gusto. Sin embargo, lo percibía allí presente con entera claridad. Y no podía
caberme la menor duda de que era Él, puesto que lo percibía, aunque sin
sensaciones. ¿Cómo es eso posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí
presente y que yo, sin ver ni oír ni oler, ni gustar, ni tocar nada, lo
percibía con absoluta e indubitable evidencia... No sé cuánto tiempo permanecí
inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme
y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su
presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al
deleite sobrehumano que yo sentía...
“Era
una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y
que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos
al niño... ¿Cómo terminó la estancia de
Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de
segundo antes estaba Él aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese
gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba
allí, ya no había nadie en la habitación... Debió durar su presencia un poco
más de una hora.
En la habitación de aquel hotel de
París, García Llorente volvió a sentir la brisa tenue que advirtió Elías, y no
le cupo la menor duda de que era Cristo el que estaba oculto al otro lado de la
presencia extraordinaria. Su convicción fue tan poderosa que pasó de ser un
incrédulo a ordenarse sacerdote hasta que murió en 1942.
Pero esa brisa tenue sigue y sigue
soplando para muchos otros. Seguiremos viéndolo en las siguientes entradas.
Gracias. :)
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