jueves, 4 de octubre de 2012

La Brisa Tenue





Se cuenta en el Libro de Los Reyes que un ángel ordenó a Elías dirigirse al monte Horeb. Allí se refugió en una cueva donde pasó la noche, hasta que el Señor le dijo:

            -Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!

            Vino un huracán tan violento que descuajaba los montes y resquebrajaba las rocas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva.

            Elías no vio al Señor, pero supo que estaba allí y se tapó el rostro.

            En los siguientes post veremos cómo esa brisa tenue en la que se manifiesta Dios, vuelve a soplar para muchos los que han perdido la fe. Es un viento que no arrecia, un aire quieto y una presencia oculta tan cierta como un huracán, que no mueve las cosas de sitio, pero sí arranca de los corazones las raíces enfermas que lo envenenan y las anclas de piedra a las que nos aferramos.

            Arquímedes prometió  que si le daban  un punto de apoyo lograría mover el mundo. Las historias que presento a continuación nos muestran a gente que no contaban con el punto de apoyo de la fe para mover las montañas de sitio, que vivían estancados en las aguan pantanosas de sus existencias sin sentido, hasta que Dios les acercó esa palanca para que pudieran liberarse del cieno que les sepultaba.

            Lisa Moeller, una activista lesbiana, sentía la falta de Dios, y Dios llegó en vísperas del orgullo gay.

            "Fue de noche, en mi hotel", recuerda: "Me acosté siendo completamente homosexual. Mis gestos, mis vestidos, mi lenguaje corporal, etc. eran todos muy masculinos. Odiaba a los hombres, asqueada con todos por los abusos que había sufrido de aquel vecino siendo niña. Cuando me desperté, había una presencia en la habitación que no puedo describir con palabras. Era una paz que no había experimentado nunca antes".

            Lo más llamativo para ella fue que a partir de entonces sus sentimientos homosexuales desaparecieron. Las mujeres dejaron de atraerle, y un día se sorprendió a sí misma mirando con interés a un hombre que estaba corriendo por el parque. Confiesa que sintió pánico, porque no sabía qué le estaba pasando.

            El preso francés Jacques Fesh había sido condenado a muerte por un grave delito que había cometido. Un día de octubre de 1954, se encontraba en la cárcel y estaba especialmente triste. Sentía que su vida estaba vacía. Él dice: En ese momento, como pidiendo ayuda, grité desesperado:

            -¡Mon Dieu, mon Dieu! (Dios mío, Dios mío).

            Al instante, como si Dios estuviera presente a mi lado, esperándome, una paz inmensa me subió hasta la garganta… La alegría me invadió y sentí una gran paz. En pocos instantes, todo se hizo claro y sentí una alegría sensible y fortísima. Fue una conversión instantánea. Dios le había contestado con su inmenso amor, cuando más hundido y desesperado se encontraba.

            El día de su ejecución en la guillotina (1-10-1957) escribió:

            Faltan cinco horas. Espero al Amor. Ha sufrido tanto por mí… Dios es amor. Tengo los ojos fijos en el crucifijo y mis miradas no se apartan de las llagas del Salvador. Quiero conservar su imagen en mis ojos hasta el final. Recitaré el rosario y las oraciones de los moribundos y, después, pondré mi alma en las manos del buen Dios. Dentro de cinco horas, veré a Jesús.

            Lisa y Jacques sintieron una presencia oculta que les transformó. Es la misma brisa tenue que obligó a Elías a cubrirse el rostro.

            El filósofo español Manuel García Llorente era ateo, aunque de niño había hecho la primera comunión. Sus  estudios de filosofía lo habían alejado de Dios y de la religión. Al comenzar la guerra civil española, tuvo que huir a Francia porque lo buscaban para matarlo. Estaba en París, desesperado por no encontrar los medios humanos para conseguir que su familia llegara a la cidudad para estar a salvo con él. En esas circunstancias, la noche del 29 al 30 de abril de 1937, escuchó un trozo de música de Berlioz, titulada La infancia de Jesús, que lo dejó con una gran paz interior. Dice así:

“Cuando terminó la música cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Seguí representándome otros períodos de la vida del Señor... Y, poco a poco, se fue agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la cruz... No me cabe duda de que esta especie de visión (interior) no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. “Ése es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva” -me dije a mí mismo-. Ése es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. A Él sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y, puesto de rodillas, empecé a balbucir el Padrenuestro, pero ¡se me había olvidado!
 
“Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez, recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella y, lentamente, con paciencia, fui recordando el Padrenuestro... También pude recordar el Avemaría...

“Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo... En el relojito de pared sonaron las doce. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Me parece que debía sonreír... Pensé: Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones, me instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño... Compraré también los santos Evangelios y una vida de Jesús. “¡Jesús, Jesús! ¡Bondad! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!” Debí quedarme dormido.

“Me puse en pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica, de esas diminutas de una o dos bujías en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído ni en el tacto ni en el olfato ni en el gusto. Sin embargo, lo percibía allí presente con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que lo percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es eso posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver ni oír ni oler, ni gustar, ni tocar nada, lo percibía con absoluta e indubitable evidencia... No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía...

“Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño... ¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación... Debió durar su presencia un poco más de una hora.

            En la habitación de aquel hotel de París, García Llorente volvió a sentir la brisa tenue que advirtió Elías, y no le cupo la menor duda de que era Cristo el que estaba oculto al otro lado de la presencia extraordinaria. Su convicción fue tan poderosa que pasó de ser un incrédulo a ordenarse sacerdote hasta que murió en 1942.

            Pero esa brisa tenue sigue y sigue soplando para muchos otros. Seguiremos viéndolo en las siguientes entradas.


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