Manolita
llevaba veinte años apoyándose en una muleta para caminar. Se ayudaba en ella
desde que fue operada de la cadera. Aunque la gente no volviera la vista atrás
para comprobarlo, todos sabían que era la anciana la que se acercaba cuando
escuchaban el crujido duro de su pierna de hierro tableteando a lo largo del
pasillo central de la iglesia hasta que, con muchos apuros, lograba acomodarse
en el primer banco, justo frente al altar.
En el momento de la consagración,
Manolita apartaba la muleta y se arrodillaba. El golpear metálico y seco del apoyo
de hierro contra el suelo, era como la campanilla que los monaguillos hacían
sonar en el momento de la elevación.
Las cosas comenzaron a ir regular
cuando destinaron a la parroquia a uno de esos curas modernos.
-Para hacer comunidad –dijo el nuevo
sacerdote a la feligresía- voy a pedirles a todos que comulguen en la mano y
que permanezcan de pie durante la consagración.
Manolita fue la única que no dejó de
hacer ambas cosas. El nuevo párroco se sentía incómodo con la rebeldía de la
anciana, pero optó por no enfrentarse a ella directamente. Se limitó a
aprovechar la ocasión que le brindó la restauración de los bancos de la iglesia
para quitarles los reclinatorios a todos ellos.
No dio resultado. Manolita seguía
apartando la muleta, tintineando su brazo de metal sobre las baldosas y
arrodillándose. El sacerdote la esperó un domingo al final de la misa para
abordarla.
-Manolita –le dijo-, me han dicho
que sufriste una dolorosa operación de cadera.
-Así es, don José.
-Llámame Pepe, como todo el mundo,
Manolita.
-Muy bien don José.
El párroco comenzó a sofocarse un
poco. Le dijo:
-Dios no querría que te lesionaras
otra vez en la pierna operada. Él entiende que no te arrodilles.
-¿Por qué no? Puedo hacerlo. Si no,
¿qué iba a pensar san Pablo?
-¿San Pablo?
-Sí, don José. Ya dijo que, al
nombre del Señor, toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra.
-Ya conozco el estribillo y la
música. Pero no lo decía por las viejas de ochenta y operadas de la cadera.
-Ni por las de treinta y operadas
del pecho, porque a ninguna las veo inclinarse.
El cura se agitó nervioso.
-Además –dijo él- creí que quitando
los reclinatorios ya no te atreverías inclinarte.
-¿Y por qué iba a hacer eso, don
José? Para arrodillarme no me hace falta ningún reclinatorio, sólo tener
rodillas.
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