sábado, 18 de septiembre de 2010

De Santos y Sacrílegos


Se cuenta que la misas del padre Pío, celebradas antes de que cantase el gallo, duraban como dos horas en una iglesia donde no cabía un pecador más. Los que vieron celebrar al fray capuchino nunca podrán olvidar el rostro del sacerdote que, en cada celebración, moría místicamente, su éxtasis de amor y dolor que doblegaba la voluntad del extraviado más impenitente, desarmaba asesinos, arreglaba matrimonios contrariados y volvía a la gracia a herejes que acudían donde el santo sólo para burlarse de él.
Hoy, en nuestras iglesias, ya no abunda tanto misticismo. Los sagrarios han sido arrinconados en capillas laterales, se han retirado los reclinatorios, desmontado los confesionarios y desclavadas de sus peanas las imágenes religiosas. De los comulgatorios no tenemos noticias desde que Pablo VI clausuró el Vaticano II. En nuestros templos católicos de occidente mucha gente ya ni reza. Muy pocos se reclinan en el momento de la consagración ante aquel cuyo nombre al ser oído –nos dice san Pablo- toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Particularmente dolorosa me parece la actitud de las religiosas, esposas de Cristo, que permanecen de pie mientras el sacerdote transforma el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.
Si uno quiere confesarse debe ir peregrinando de iglesia en iglesia buscando quien lo haga. Si entras en la iglesia antes de comenzar la misa, te sacude un griterío de mercadillo. He visto a catequistas yendo a comulgar mientras mastican chicle, he visto a celebrantes dar la eucaristía como si estuvieran repartiendo tortas de maíz. He visto a gente a acudir al altar con menos ropa que vergüenza. Ya nadie predica sobre el demonio o el infierno, ya casi no se habla de pecado.
Pero lo más trágico es el trato que se da a la Eucaristía. Muchos de los que ayudan a dar el sacramento no han sido nombrados por el Obispo como ministros extraordinarios. Los que damos catequesis y ensayamos con los niños el momento de recibir su primera comunión, sabemos que las hostias se desprenden en partículas pequeñísimas que se agarran a los dedos. Si no se tiene cuidado, caen al suelo. Y en cada una de esas partículas pequeñísimas que caen al suelo está Jesús en cuerpo, alma y divinidad. Qué doloroso es saber que muchas veces estamos pisoteando a nuestro Señor.