martes, 7 de septiembre de 2010

Los Ateos toman el Púlpito


Me parece que fue Henrich Böll el que dijo que no le gustaban los ateos porque se pasaban el día hablando de Dios. Algunos de ellos como el biólogo británico Richard Dawkins poseen en propiedad una cátedra de ateísmo en la Universidad de Oxford, y no para de escribir libros y dictar conferencias donde proclama que Dios es sólo un espejismo. Resulta una divertida paradoja: alguien que no cree en el Altísimo ha logrado acumular una gran fortuna a costa de él.
Nunca he creído que el destino me pudiera ser revelado consultado el horóscopo o que la buena o la mala ventura lograsen ser descifradas leyendo las rayas de la mano. No creo en escobas voladoras, varitas mágicas, unicornios ni caballos alados. Nunca me convencieron los que afirman haber sido abducidos por extraterrestres, los que dicen haber visto al monstruo del lago Ness, los que se fueron de acampada con el Hombre de las Nieves o los que aún esperan que entre los escombros de alguna ruina antiquísima encuentren la huella del minotauro. Que cada de lunático le encienda una vela a su extravagancia de cabecera.
Pero lo que no se me ocurriría nunca es fundar la asociación contra los Chalados que creen en el Unicornio, prohibir los cuentos de hadas o ponerle un piso a un club de fans del agnosticismo donde pudieran reunirse dos o más científicos que, en el nombre de la razón, lucharan por prohibir las leyendas urbanas o desenmascarar al Hombre del Saco. Para los incrédulos es tan esperpéntico creer en Dios como en el Ratoncito Pérez, de ahí que no salgo de mi asombro cuando observo que son legión los ateos profesionales que derrochan tiempo y fortuna tratando de convencer y convencerse de que vivir religiosamente es tan inútil como ladrarle a la luna.
Que Dios se apiade de ellos. Si no de su alma, al menos de su sentido común, porque tiene muy mala cara eso de no creer en Dios y dedicarle su vida a Él, aunque sea de forma tan lucrativa. No hay nadie más creyente que el ateo que se empeña en demostrar su incredulidad. Nadie que no temiese estar equivocado se aferraría con tanta pasión a demostrar lo evidente. Y es que hay mucha visceralidad, mucha pasión, demasiado encono en las posturas antirreligiosas. Cuando se es tan vehemente negando la nada, se descubre al hombre que teme descubrir al Todo.
Hace algunos años, en una estación de tren alemana alguien había escrito un grafiti transcribiendo la conocida sentencia de un filósofo de aquel país: “Dios ha muerto.” Nietzsche”. Poco después, otra voz anónima le había replicado: “Nietzsche ha muerto”. Dios”. Ésta es la gran tragedia del ateísmo: durante miles de años se ha afanado proclamando que Dios ha sido asesinado, pero su cadáver no aparece. Si nada significada nada, ¿para qué molestarse?

En España son también un ejército los insignes propagandistas anticatólicos. De vez en cuando me llegan noticias de las deposiciones intelectuales que evacúan gente como Rosa Montero o Maruja Torres. Son tan graciosas en su patetismo anticlerical, que siempre que leo algo de ellas me recuerdan a la niña del Excorcista. En cuanto son rociadas con un poco de agua bendita, la cabeza comienza a girarles en círculos y escupen una baba gelatinosa y verduzca. Se les pone delante el espejo de la Iglesia y de inmediato se retuercen con convulsiones de poseído.
Voltaire se declaró enemigo de la Iglesia; estaba convencido de que podía destruirla con el solo impulso de sus teorías y durante toda su vida respiró por los pulmones del odio y la enemistad hacia todo lo católico. Pero, mientras agonizaba, pidió un confesor y se reconcilió con la Iglesia. Nietzsche, por su parte, malvivió sus últimos doce años en un centro psiquiátrico y murió como un loco desesperado. Ni siquiera falleció como un chalado feliz. También Napoleón creyó que podía acabar con el catolicismo y así se lo hizo saber a un alto representante vaticano en una ocasión. “No podrá, majestad –le advirtió el nuncio-. A la Iglesia no hemos podido destruirla ni los propios católicos. Es un yunque que ha gastado muchos martillos”. En efecto, contra ella ha fracaso el Imperio Romano, sobrevivió a las invasiones bárbaras y fue la que conservó el arte y la civilización occidental en monasterios y desde allí la devolvió al mundo. Los bárbaros arrasaron Europa y destruyeron imperios y ejércitos poderosos como el romano, pero no lograron doblegar a la Iglesia que, con la bondad de la madre y la paciencia de la maestra, luego evangelizó a esos mismos pueblos salvajes. La Iglesia sobrevivió a la revolución francesa, al odio republicano en España y a la revolución cristera en México, a Hitler y a Stalin. El comunismo le quitó el micrófono pero no le apagó la voz, le arrebató el turno de palabra pero no impidió que se expresara. El Telón de Acero confinó al clero a campos de extermino, pero la Iglesia está acostumbrada a renacer desde las catacumbas y, desde ellas, ofició misas, ordenó sacerdotes y consagró obispos.
El gran error de los ateos es pensar que matando en el hombre la idea de Dios acaban con el mismo Dios. Se olvidan de que la fe es un don gratuito que concede el creador, cuando quiere, a quien quiere, donde quiere. No importa que, en nombre del racionalismo, la revolución, el marxismo o la ilustración se cierren conventos e iglesias, se incauten colegios, se quemen templos y catedrales, se destierren a religiosos y misioneros, se pasen a cuchillo, se fusilen o martiricen a millones de creyentes. No importa que impongan el ateísmo por decreto, que se profanen los lugares sacros, se destruyan el arte y la tradición religiosa, se prohíban las prácticas cristianas. Todo ello es tan inútil como pretender que, impidiendo hablar del pasado, se acabe al mismo tiempo con la memoria.

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