jueves, 23 de diciembre de 2010

Caer del Caballo

En el metro de Madrid, un tiempo atrás un anuncio promocionaba la Lanzadera del Parque de Atracciones con un lema demoledor: “Nunca pensaste llegar tan alto. Nunca creíste caer tan rápido”.

A diferencia de los Testigos de Jehová, mormones y evangelistas, los católicos no vamos por los domicilios para que la gente se convierta a nuestro credo. Así Cristo se nos acerca despacio, como distraído, se hace el encontradizo, toca a la puerta de nuestra casa, no con el ímpetu de un vendedor de aspiradoras, sino disfrazado del repartidor del pan, del cartero o del fontanero que viene a liberar un desagüe. Y si no nos atrevemos a abrirle, sabe permanecer en el rellano sin dejar de sonreír ni perder la compostura, aguardando bajo los aguaceros del otoño o los rigores de agosto a que le dejemos pasar. Cuando nos damos cuenta, no sólo le hemos abierto la puerta de nuestra hogar, sino que le tenemos sentado en el sofá del salón y toma té y pastas con nosotros, y ya no queremos que se marche nunca porque ese huésped inesperado se ha convertido en el amo de nuestra vida.

Lo curioso es que Jesús no tiene siempre la misma receta ante el mismo problema, sino que actúa de distinta manera como distintos son los tipos de pecadores a los que quiere convertir. En ocasiones, nos cambia lentamente, como un seductor paciente y tenaz que no se desanima ante nuestra indiferencia, y nos persigue allá donde vamos, en el ruido de la fiesta y los días de vino y rosas, y también en los momentos en los que nos tambaleamos sobre la delgada cuerda de un trapecista, en los tiempos de tristeza y desesperación, cuando los amigos se han marchado todos, cuando ha cesado el ruido de los aplausos y el eco de los reconocimientos, y nos hemos quedado a solas con nuestra miseria. Si abrimos los ojos y nos fijamos, el único que ha permanecido es Él, en algún rincón de la sala está esperando a que le hagamos un señal para salir a nuestro encuentro y abrazarnos.

Otras veces el Señor sabe que la única forma de hacernos despertar es sacudiéndonos un par de bofetones que nos hagan despertar. Un ladrillazo lanzado cuando estamos en plena carrera que nos derribe del caballo y nos haga parar en seco. Como a San Pablo. Y de eso quería hablarles yo en una serie de artículos sobre la conversión tumbativa o fulminante.

Las dos manos de Cristo

El Padre Ramón Cué, SJ., en su obra Mi Cristo Roto explica muy bien la forma de pescar náufragos que tiene Nuestro Señor:

“Para conquistarnos dispone Dios de dos manos, la derecha y la izquierda

que representan dos técnicas y dos tácticas. La mano derecha es clara, abierta, transparente, luminosa. La mano izquierda busca atajos, da rodeos, es cálculo, diplomacia, no tiene prisa, si es necesario actúa a distancia y finge la voz, pero, aunque izquierda, no es maquiavélica ni traidora, porque la mueve el amor.

Para cada alma Dios tiene dos manos, pero las emplea de modo distinto porque todas las almas son diferentes. Con la derecha, como a palomas blancas o a ovejas dóciles, Dios guiaba a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco Javier, a las dos Teresas...

Para conquistar a Pedro, a Pablo, a Magdalena, a Agustín, a Ignacio de Loyola, Dios tuvo que emplear la izquierda. Ante la mano derecha, se rebelan, entonces entra en juego la izquierda, busca un disfraz y se trueca en rayo, en bala, trata de ser freno que nos detenga, quiere alzarnos del barro en que caímos, se nos mete en el pecho para ver si logra ablandar nuestros corazones. Sus recursos son infinitos, hoy la disimula con modernos y actuales disfraces, es el ser más actual...”

El conde de Bruissard se convirtió al instante cuando vio sonreír a Bernardette porque en ella descubrió a Jesús. Micaela, de la Comunidad Nuevo Horizonte, que durante años coqueteó con el espiritismo y el satanismo, sufrió una conversión fulminante cuando la persona a la que iba a matar le dio un abrazo. Otros sintieron la caricia de Dios en misa, en el momento de dar la paz y en el contacto con la mano de un hermano. En ocasiones es una voz interior la que urge a entrar en la iglesia, o es Cristo que, sin dejarse ver, se hace presente en la vida de personajes como el filósofo García Llorente o del guitarrista Narciso Yepes, de una forma inesperada y misteriosa, pero con tal fuerza, que les cambia el destino para siempre.

El filósofo italiano Federico Sciacca, en su obra El Ateo escribe:

“Dios es siempre despiadado con los ateos. Los persigue. Yo no sería ateo si Él no existiese”.

Parece que Dios siempre tiende la misma trampa y el hombre cae una y otra vez en ella, como en un juego de niños. Ya nos advierte San Agustín que “el Dios que te creó sin ti no puede salvarte sin ti”. Tania, una joven cubana, es hija de padres que abandonaron toda práctica religiosa tras la revolución castrista, y nunca recibió instrucción religiosa.

“En mi conversión influyó un momento muy especial que nunca olvidaré. Venía de la universidad leyendo en el autobús, completamente abarrotado. Una mujer muy pobre llevaba un vaso con un batido de chocolate. En Cuba este tipo de productos es un lujo. Al llegar a mi parada, esta mujer me ayudó con los bultos que yo traía y, sin querer, al moverme para bajar del vehículo, le tumbé el vaso. Cuando me di cuenta ya estaba fuera del bus. Ni siquiera tuve tiempo de pedirle perdón. Entonces la sensación que experimenté fue increíble. Aquello me había llegado al corazón. Me fui a casa llorando y cuando llegué, sola, me puse a escribir porque necesitaba hablar con alguien. Sentía una necesidad muy viva de que alguien me perdonase. Necesitaba el perdón. No conocía el sacramente de la penitencia, pero buscaba algún camino para encontrar el perdón”.

¿Cayó San Pablo de un caballo?

Escribe Thompson estos versos:

Le huía noche y día

a través de los arcos de los años,

y le huía a porfía

por entre los tortuosos aledaños

de mi alma…

He escalado esperanzas,

me he hundido en el abismo deleznable,

para huir de los Pasos que me alcanzan:

persecución sin prisa, imperturbable,

inminencia prevista y sin contraste.

Les oigo resonar… y aún más fuerte

una Voz que me advierte:

“Todo te deja, porque me dejaste”.

En el capítulo 9 de los Hechos de los Apóstoles, se narra la conversión de San Pablo de esta manera:

“Iba de camino, ya cerca de Damasco, cuando de repente lo deslumbró una luz que venía del cielo. Cayó en tierra y oyó una voz que le decía:

-Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

Contestó:

-¿Quién eres, Señor?

Le dijo:

-Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Ahora levántate, entra en la ciudad y allí te dirán lo que debes hacer”.

Por ningún sitio aparece ningún caballo, pero todos damos por supuesto que fue derribado montado sobre este animal. Sobre caballo, camello o a lomos de un asno, lo cierto que San Pabló cayó. Su soberbia de perseguidor de Cristo fue humillada y cegada por la verdad de Aquel a quien perseguía. Este tipo de conversiones que tumban de los potros del ateísmo, del racionalismo, se ha repetido a lo largo de la historia, a veces de forma sutil, madura a fuego lento, pero en otros momentos la mano izquierda de Dios necesita soltar un mandoble, como el caso de Pablo, para que nos paremos a mitad del camino y nos atrevamos a mirar a los ojos de Quien nos habla, a la Verdad absoluta.

Jesús habla todos los lenguajes

Una de las cosas que siempre me ha llamado la atención es la forma en que el Señor se muestra a cada persona. Si quiere tocar a un evangelista y su obsesión por la Sola Scriptura, no envía a las casas a un dominico o a un jesuita a que les dé un curso de apologética católica. Hace algo más eficaz: siembra en sus corazones la inquietud por profundizar en las enseñanzas bíblicas y cómo las entendieron los Primeros Padres. Cuando deciden emprender ese viaje, el camino de regreso no les devuelve a donde estaban, sino que toman la dirección de Roma.

Cuando trata de convertir a un judío, se muestra como el judío que fue. Cuando trata de transformar a un ateo, entonces no hay medias tintas y lo lleva a la Iglesia o se le muestra de una manera rotunda, como le sucedieron a Alfonso María de Ratisbona o André Frossard.

Si la oveja que se le ha perdido es un pecador irrecuperable, se adentra en las cárceles o le sigue a la misma muerte como a la doctora Gloria Polo, a la que el Señor le dio una segunda oportunidad con la condición de que contara al mundo su experiencia increíble hasta mil veces mil.

En los siguientes capítulos veremos cómo Cristo reúne a su rebaño en experiencias que se repiten: Al entrar en una iglesia en busca de un amigo, Al borde del delito, En la cárcel, En el dolor, Con una Presencia extraordinaria, oyendo voces o Locuciones que le ponen en camino, bajando En mitad de la muerte, En el Dolor.

En cada una de estas experiencias veremos elementos comunes de personas totalmente distintas entre sí que manifiestan la voluntad del Señor de transformarlas para siempre. Es la firma de Dios.