jueves, 20 de enero de 2011

Entró en una Iglesia a buscar un Amigo (4)

Caer del Caballo (5)

Douglas Hyde

Fue un gran periodista inglés, educado como metodista por sus padres, pero que en su juventud perdió la fe y se hizo comunista durante 20 años, ocho de los cuales fue director jefe del periódico Dayly Worker, el periódico del partido comunista inglés.

Yo creía que todos los sacerdotes, monjas y monjes eran inmorales, que los jesuitas eran siniestros y criminales. Y seguía conservando mis prejuicios comunistas.

En el partido sosteníamos que la población católica representaba la parte más atrasada, inculta y políticamente moribunda del pueblo y que los católicos estaban hundidos en la superstición y gobernados, sin esperanza de liberación, por los curas[1].

Un día al salir de la oficina, entré a una iglesia católica. Permanecí una hora sentado en la oscuridad, iluminada sólo por la vacilante llama de las velas del altar. A la mañana siguiente, volví teniendo cuidado de entrar, cuando no me viera nadie... Cuanto más veía aquella iglesia, más me gustaba. Pero seguía sin poder rezar. Era ridículo y degradante arrodillarse, un signo de sumisión, de rendimiento, de humildad. Era como hablar con alguien que no estaba presente, que ni siquiera existía. Pero yo seguí yendo día tras día, noche tras noche.

Una mañana sucedió algo. Estaba sentado en la penumbra de Santa Etheldreda en el último banco como de costumbre, cuando entró una joven de unos dieciocho años, pobremente vestida y no muy agraciada. A mí me parecía que sería una criada irlandesa. Pero, al pasar por mi lado, vi la expresión de su rostro: estaba preocupada.

Como yo, tenía evidentemente alguna grave preocupación. Con paso decidido avanzó por el centro de la iglesia hacia el altar, después giró hacia la izquierda, encaminándose a un reclinatorio en el que se arrodilló delante de Nuestra Señora, después de haber encendido una vela y echado unas monedas en la alcancía.

A la luz de la llama de la vela, pude ver cómo sus manos pasaban unas cuentas y cómo inclinaba la cabeza de vez en cuando. Aquella era una práctica católica que yo desconocía. Aquel era el mundo de la fe. Aquel era el mundo que yo buscaba ¿Era una superstición? ¿Era el mundo propio de los salvajes? Al pasar a mi lado, cuando salía, miré el rostro de la joven. Fuera cual fuera su preocupación había desaparecido. Sencillamente desaparecido. Y yo hacía meses y años que llevaba a cuestas el peso de la mía.

Cuando estuve seguro de que nadie me veía, me encaminé casi como un perro por el centro de la iglesia como ella había hecho. Al llegar al altar, giré a la izquierda, eché unas monedas en la alcancía, encendí una vela, me arrodillé en el reclinatorio e intenté rezar a Nuestra Señora. Pero era lo mismo que me ahorcaran por una oveja que por un cordero. Si iba a ser supersticioso e iba a rezar a alguien que no estaba allí, bien podría dar un paso más en mi superstición y rezar a una imagen. Pero ¿cómo se rezaba a Nuestra Señora? Yo no lo sabía. ¿Se rezaba a Ella o por medio de Ella como si fuese una intermediaria? ¿Se contemplaba la imagen para ver la realidad que había tras ella o había que dirigir las palabras solamente a la imagen? Tampoco lo sabía. Intenté recordar alguna oración dedicada a Ella de la literatura medieval o algo de los poemas de Chesterton o Belloc. Pero fue inútil... Fuera de la iglesia traté de recordar las palabras que había pronunciado y casi me eché a reír. Eran la letra de una música de baile del año veinte de un disco de gramófono que había comprado en mi adolescencia: Oh dulce y encantadora señora, sed buena. Oh Señora, sed buena conmigo.

A las ocho y media de la noche del 17 de enero de 1948 telefonee al colegio de los jesuitas de nuestro barrio para bautizar a nuestros dos hijos... y nuestra instrucción comenzó bajo la dirección del Padre Joseph Corr, un santo y culto anciano jesuita del norte de Irlanda, que comenzó su tarea sin hacernos más preguntas. Tardó semanas en saber quién era yo.