jueves, 13 de enero de 2011

¡No te preocupes, Cariño!

La primera vez que Markie Works vio en televisión a la oronda monja franciscana, se dispuso a cambiar de canal. “¡Olvídame!”, dijo para sus adentros, desde Chicago, aquella noche de abril de 2001. Pero, mientras esquivaba varias botellas de cerveza vacías en busca del mando, algo en la monja le llamó la atención.

Por aquellas fechas, Markie consumía drogas de forma habitual y solía acabar la noche tomando unas cuantas copas antes de acostarse. Teniendo en cuenta por lo que la mujer había pasado, no se le podía echar la culpa de nada. Cuando contaba tan sólo 18 meses, la madre de Markie recibió de uno de sus tíos un tiro mortal en la cabeza. Los abusos y toda una sucesión de decisiones erróneas la condujeron hasta el efímero consuelo que dispensan unas cuentas líneas de polvo blanco y el fondo de un vaso de güisqui.

Era tal su deterioro físico y emocional que, a principios de semana, Markie rogó a Dios que, o bien se la llevara, o bien la rescatara de aquella vida. Fue en ese momento cuando la monja se cruzó en su camino.

La Madre Angélica, a punto de acabar su programa en directo, estaba contestando a una abatida espectadora, víctima toda su vida del rechazo y el maltrato materno. Tras escucharla comprensivamente, la monja, enfundada en su hábito recién sacado del tinte, se inclinó hacia adelante y, dirigiéndose a la cámara con sincero interés, dijo con su habitual desparpajo:

-No te preocupes, cariño. A partir de ahora, yo soy tu madre.

Markie se echó a llorar. Algo en el gesto de la madre, algo que rebosaba honradez y autenticidad, tocó su corazón herido. Era como si la madre Angélica estuviera hablando cara a cara con ella. Todo el dolor acumulado desde la pérdida de su madre, sus errores, la lamentable situación en la que se hallaba, estallaron en un liberador torrente de lágrimas. En aquel momento Angélica se convirtió en la madre espiritual de Markie. Aunque sus problemas no se esfumaron, Markie fue plenamente consciente de que “ya no tenía que seguir llevando la cruz sola”.

A raíz de aquello comenzó a ver todas las semanas La Madre Angélica en directo y, poco a poco, la desesperación que había arrasado su vida la fue abandonando. Hoy Markie ha dejado las drogas y el alcohol, tiene una familia y está profundamente agradecida a la madre Angélica por su guía espiritual y sus enseñanzas que le ayudaron a superar los malos tiempos. Ya no está sola.

Esta historia real, extraída del libro Experiencias y consejos de la Madre Angélica, escrita por Raymond Arroyo, ilustra maravillosamente el tema del que quería hablarles en este post.

Las manos pueden acariciar y pueden matar, la lengua podemos utilizarla para bendecir o para esparcir un veneno homicida. Ya nos lo dijo Jesús, que hasta de la última palabra ociosa debemos dar cuenta. Y un antiguo refrán castellano nos recuerda que el que mucho habla mucho se equivoca. Muchas veces es preferible estar callado a dar un mal consejo. Pero no siempre hacemos daño con la palabra; los gestos, los malos gestos, muchas veces despiden una fuerza de odio que nos sobrecoge. Alguien nos cruza una mirada de rabia y enseguida percibimos el filo de una espada nos está seccionando la yugular. Un mal ejemplo, una mueca desairada, una mirada envenenada, un sarcasmo entonado con el afán de herir, puede suponer la gasolina para que un suicida recorra el metro que le falta para llegar al puente y arrojarse al vacío. Todos podríamos recordar aquella frase de un tío, un primo o de un amigo de la infancia que nos marcó dolorosamente, y cómo esa huella quedó viva y fresca en nuestra alma; cómo nos hizo desconfiados, introvertidos, amargados, cómo levantó un muro de mil metros entre nosotros y el resto del mundo que impide atravesar la distancia del que, al otro lado, nos espera con los brazos abiertos para abrazarnos.

La Madre Angélica nos muestra que, por el contrario, una sola frase puede salvar una vida. En el evangelio el centurión que pidió a Jesús por su criado nos descubre esta dimensión salvadora: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Casi nunca somos conscientes del poder de la lengua, para bendecir o para condenar. Una frase puede provocar que un enigma se esclarezca, un problema encuentre solución o que un toxicómano halla un nuevo motivo para intentar dejar el vicio que lo esclaviza.

Este mundo moderno nos enseña a ser embusteros, calumniadores, blasfemos. La tele está llena de programas de criticones profesionales que despellejan en la plaza pública a cuento personaje famoso tiene algo que contar. Ya nadie contiene su lengua para soltar un taco tras otro. Todo el mundo maldice a todo el mundo; hemos convertido en héroes a los que lo único que les mantiene vivos es su hambre y sed de venganza. Ya nadie perdona ni nadie disculpa. La radio nos despierta antes de que cante al gallo poniendo verde a los gobernantes y a la oposición. Hay gente que ha hecho una fortuna a base de airear los trapos sucios de todo el mundo.

Yo quisiera ir por la vida sonriendo a todo el mundo, disculpando a todos, llenando de bendiciones a todos. Hacerme el distraído cuando alguien quiere que participe en la crítica a otro, cambiar de conversación cuando se está intentado esparcir un rumor ponzoñoso. Espero lograrlo alguna vez, por lo menos durante un día entero.