sábado, 28 de abril de 2012

Jesús nos hace señas


Me estuviste llamando, Señor, durante mucho tiempo, y yo no te escuché. Me llamabas en la alegría y en la fiesta, en la risa contagiosa de las celebraciones y en las noches de vino y rosas. Me hacías señas para que me fijara en Ti mientras chocaba mi copa de champán en el brindis o me subía al atrio de los triunfadores para recibir los aplausos y los premios. Pero yo no te escuchaba.

Confundido entre la multitud, te ibas moviendo de un lado a otro como un chiquillo revoltoso llamando la atención de sus papás, pero yo no te escuchaba. Permitiste que tuviera un buen empleo, un gran salario; pude comprar un coche de lujo, una casa de lujo, una vida de lujo. Me casé y me colmaste con el regalo de los hijos. Ahora sé que, en medio de tanto júbilo, en algún lugar de mi corazón tu voz, como un rumor de confesionario, tu voz se ahogaba por hacerse oír: “¿No me vas a dar las gracias…? Nada de esto tendrías sin mi bendición”.


Pero yo seguía sin escucharte, y Tú, como el buen padre que espera siempre el regreso del hijo descarriado, seguías llamando a mi puerta con la dulzura de los que aman. Golpeabas los cristales de mi ventana con piedritas tímidas, quizás pidiendo perdón por si interrumpías mi cena, y yo no te escuchaba.

Me llamabas con las manos desnudas de los pobres que aporreaban mi puerta para suplicar un poco de la sopa que tantas veces me sobraba, y yo no te escuchaba. Me sonreías desde la tristeza del anciano que se arrastraba y al que nunca acompañé a cruzar la calle o a subirle las bolsas del supermercado hasta el pisito triste donde consumía el final de su existencia.

Me veías desde los ojos del vecino con el que me encontraba en el ascensor y al que nunca dirigí un saludo; en la mirada del niño cuya pelota caía a mis pies y que yo no devolvía para que siguiese jugando.

Todos ellos eran invisibles para mí. Nunca volví el rostro encontrarme con el suyo; siempre seguía de largo, acuciado por la prisa, con las manos hundidas en los bolsillos y tarareando alguna cancioncilla que apagara tu voz que, tenaz como una profecía, seguía llamándome. Pero yo no te escuchaba.

Me llamabas cuando, con ocasión de algún funeral, un bautizo, alguna primera comunión, me veías en la iglesia pensando en el banquete, criticando el sermón del cura, o me quedaba detrás, junto a la puerta del templo, unido al coro de los que conversan sin respeto, pero yo no te escuchaba.


Hasta que un día perdiste la paciencia conmigo. Ya no te movías de un lado a otro como el chiquillo revoltoso buscando el foco de atención. Ya no me saludabas en la cortesía frustrada del vecino, en el balón perdido del chiquillo, en la fiesta o en la condecoración. Me derribaste del caballo como a San Pablo. Perdí el trabajo y el salario de lujo, la casa y el coche de lujo, la vida de lujo. A partir de entonces fueron las mías las manos del mendigo que aporreaba las puertas de los pudientes para pedir la sopa sobrante. Entonces fui yo el que sentí la indefensión y el abandono del que no tiene quien le ayude a cruzar la calle o acarrearle las bolsas de la tienda hasta el cuartucho donde asfixia su vida. Cuando se acabó el lujo y la diversión, cuando se apagaron las luces de la fiesta y cesó la música de la orquesta, cuando se extinguieron los aplausos y me retiraron los honores, entonces fue cuando pude escucharte. 

Te abrí la puerta y allí estabas, como siempre, donde siempre, sonriéndome como el padre bueno que socorre siempre al hijo que se ha lastimado en la caída. Ahora, contigo a mi lado, en medio de la necesidad, a pesar de la pobreza –o quizás gracias a ella-, soy el hombre más rico del mundo, y no quiero que te marches nunca.