Estoy convencido de que todos los
católicos comprometidos, ya sea por costumbre o esporádicamente, en nuestras
plegarias hemos orado por los pecadores. Rezamos por nuestros hijos que se han
alejado de las prácticas cristianas y renunciado a los sacramentos; pedimos
porque sabemos que en sus vidas la idea de Dios les resulta antipática. Oramos
por nuestros otros conocidos y amigos que, negando a Cristo, rinden culto a los
dioses del dinero, del placer, del sexo; por los que están encadenados al
juego, a la pornografía, por los que laten con un corazón de granito, por los
que se han dejado deslumbrar por las luces fascinadoras de la vida moderna, por
los que derrochan sus fortunas en amontonar artilugios, en el ir al día de la
moda, del último cacharro tecnológico, en enredarse siempre en pasiones
inútiles, o en engordar las billeteras de echadores de cartas o adivinos
televisivos.
Pensamos
en ellos y pronunciamos sus nombres, reconocemos sus rostros y sabemos de sus
vidas. Pero a veces el pecador es anónimo. No sabemos quiénes son, dónde viven,
cuál es la atadura que les atrapan. Desconocemos dónde y cuándo Dios les
liberará de las cadenas que les encarcelan, pero estamos seguros que, de una
manera paciente y misteriosa. Jesús está tocando sus corazones, transformando
sus conciencias y, animado por la tenacidad de nuestros rezos, sus almas
esclavas serán lavadas con la sangre de Cristo.
De
vez en cuando nos llegan noticias de conversiones espectaculares. En Estado
Unidos en los últimos meses, dos activistas gays fueron tocados por Jesús y
ahora predican contra la vida homosexual a la que tanto sirvieron. Silvestre
Stalone regresó a la Iglesia
recientemente. En Méjico, Eduardo Verastegui, después de tenerlo todo, Cristo
le hizo ver que no poseía nada sin Él, y ahora usa de su talento artístico para
llevar el Evangelio a otros muchos.
Pero
la conversión de los famosos son los chispazos cegadores que nos hacen volver
la vista al cielo atraídos por los fogonazos y los colores que estallan en el
cielo. Pero los convertidos anónimos, los que un día son rescatados de sus
cárceles espirituales y se reintegran a la fe y a la Iglesia , son infinitamente
mayores en número. Ésa es la respuesta a nuestras oraciones, es la manera que
el Señor nos dice. “Ese hijo por el que llevas orando tanto tiempo, aunque no
le conocías, ya está en casa”. Por eso, sin tregua, sin cansancio, sin dejarnos
abatir por las dificultades, sigamos diciendo en nuestras plegarias: “Jesús,
Buen Pastor, sigue trayéndonos a las ovejas que se han perdido”.