martes, 8 de mayo de 2012

Pecadores sin Rostro


Estoy convencido de que todos los católicos comprometidos, ya sea por costumbre o esporádicamente, en nuestras plegarias hemos orado por los pecadores. Rezamos por nuestros hijos que se han alejado de las prácticas cristianas y renunciado a los sacramentos; pedimos porque sabemos que en sus vidas la idea de Dios les resulta antipática. Oramos por nuestros otros conocidos y amigos que, negando a Cristo, rinden culto a los dioses del dinero, del placer, del sexo; por los que están encadenados al juego, a la pornografía, por los que laten con un corazón de granito, por los que se han dejado deslumbrar por las luces fascinadoras de la vida moderna, por los que derrochan sus fortunas en amontonar artilugios, en el ir al día de la moda, del último cacharro tecnológico, en enredarse siempre en pasiones inútiles, o en engordar las billeteras de echadores de cartas o adivinos televisivos.
           
            Pensamos en ellos y pronunciamos sus nombres, reconocemos sus rostros y sabemos de sus vidas. Pero a veces el pecador es anónimo. No sabemos quiénes son, dónde viven, cuál es la atadura que les atrapan. Desconocemos dónde y cuándo Dios les liberará de las cadenas que les encarcelan, pero estamos seguros que, de una manera paciente y misteriosa. Jesús está tocando sus corazones, transformando sus conciencias y, animado por la tenacidad de nuestros rezos, sus almas esclavas serán lavadas con la sangre de Cristo.
           
            De vez en cuando nos llegan noticias de conversiones espectaculares. En Estado Unidos en los últimos meses, dos activistas gays fueron tocados por Jesús y ahora predican contra la vida homosexual a la que tanto sirvieron. Silvestre Stalone regresó a la Iglesia recientemente. En Méjico, Eduardo Verastegui, después de tenerlo todo, Cristo le hizo ver que no poseía nada sin Él, y ahora usa de su talento artístico para llevar el Evangelio a otros muchos.

            Pero la conversión de los famosos son los chispazos cegadores que nos hacen volver la vista al cielo atraídos por los fogonazos y los colores que estallan en el cielo. Pero los convertidos anónimos, los que un día son rescatados de sus cárceles espirituales y se reintegran a la fe y a la Iglesia, son infinitamente mayores en número. Ésa es la respuesta a nuestras oraciones, es la manera que el Señor nos dice. “Ese hijo por el que llevas orando tanto tiempo, aunque no le conocías, ya está en casa”. Por eso, sin tregua, sin cansancio, sin dejarnos abatir por las dificultades, sigamos diciendo en nuestras plegarias: “Jesús, Buen Pastor, sigue trayéndonos a las ovejas que se han perdido”.