domingo, 12 de agosto de 2012

Un Violinista en el Metro

La vida cotidiana está repleta de fotos fijas que nos sorprenden varados en alguna orilla  del tiempo. El álbum de los retratos cotidianos está lleno de escenas en las que nos vemos saltando rápidamente de la cama, calzándonos las zapatillas, cepillándonos los dientes; metiéndonos a toda prisa en el autobús, tomando un café apresurado, echando un vistazo de sonámbulo a los titulares de los periódicos, dando besos tibios y abrazos de compromiso, corriendo a llevar o recoger los niños del cole, metidos en un atasco y volviendo a casa sin saludar a nuestros vecinos ni conocer de los compañeros de oficina algo más que su nombre y de qué equipo es aficionado.

            Hace algunos años, en el metro Washington, un hombre se sentó en una silla y comenzó a tocar el violín. Era enero y hacía un frío espantoso, pero durante cuarenta y cinco minutos aquel joven interpretó seis obras de Bach. En ese tiempo se calcula que pasaron por delante del músico alrededor de mil personas.

            Tuvo que pasar casi tres minutos para que el primer hombre se parara ante el violinista, pero hasta poco después no fue cuando recibió de una mujer la primera moneda: la arrojó rápidamente en la lata sin detener su marcha. Un momento más tarde, alguien se apoyó contra la pared para escucharle, pero enseguida miró el reloj y continuó su camino. El que más atención prestó fue un niño de tres años, que luchó durante unos segundos con su madre para que le permitiera quedarse a escuchar, pero su madre le cogió del brazo mientras el chiquillo volteaba la cabeza hacia atrás buscando al músico. Esta circunstancia se repitió con otros niños, y sus padres actuaron de la misma forma que la primera madre. En los tres cuartos de hora que duró el concierto callejero, sólo siete personas se detuvieron y otras veinte dieron dinero. En total, el músico recaudó unos treinta y dos dólares. Cuando acabó de tocar, no hubo ni aplausos ni reconocimiento.

            Lo que casi nadie sabía es que el violinista era Joshua Bell, uno de los mejores músicos del mundo, tocando obras de muy complicada ejecución en un violín valorado en más de tres millones y medio de dólares. Dos días antes de su actuación en el metro de la ciudad estadounidense, Bell llenó un teatro en Boston con entradas que costaban por encima de los cien euros. Y digo casi nadie, porque sólo una mujer, Stacy Fukuyama, sabía del talento de aquel concertista, y que cuando llegó, al final del repertorio, quedó paralizada tanto ante el alarde del virtuoso como de la ignorancia de los transeúntes.

            Si nos fijamos en los distintos personajes, tenemos en primer lugar a una masa anónima que pasa delante del violinista sin fijarse en él; para éstos el músico es absolutamente invisible. Están los que echan unas monedas en el bote pero sin pararse a observar el espectáculo, la calderilla que dejan es para satisfacer una caridad de oficio, una entrega sin amor, mecánica, lo mismo darían la limosna a un mono saltimbanqui, a un comedor de fuego o a un mimo. Aparecen después los niños que se empeñan en quedarse y las madres que les empujan a seguir caminando. Para los críos la prisa es una cosa de mayores y lo miran todo con los ojos nuevos de la inocencia. No entienden por qué sus madres les impiden quedarse y observar, qué emergencia es la que les acucia. Está la chica que le reconoció, paralizada tanto por la entidad del artista y del valor de su violín, como por el desconocimiento del público hacia la categoría del músico y de la incapacidad para reconocer su pericia artística. Finalmente, está Joshua Bell, el violinista, aclamado días antes en Boston por un público numeroso y entendido y que, si careciera del éxito de los ambientes elitistas, a duras penas sobreviviría como artista callejero en una gran ciudad. Seguiría siendo el mismo gran artista interpretando con la maestría de un genio las obras de Bach desde las notas sacadas con un instrumento de millones de dólares, pero nada de eso le salvaría de pasar inadvertido.

            Jesús es ese artista anónimo y prodigioso que toca cada día para nosotros obras maestras mientras nos sale al encuentro como alguien invisible y extraño, al que quizá a veces arrojamos unas monedas sin amor camino del trabajo. Ese virtuoso único que despliega un tesoro de valor infinito para que los cojamos a manos llenas, donde hay metida en un cofre sin fondo una fortuna que nunca se agota.

            A veces el corazón anhela la vida reposada de los monasterios, donde la existencia se saborea despacio y los instantes transcurren a cámara lenta como captadas por las lentes de esas cámaras ultramodernas que nos permiten observar cómo estalla una palomita de maíz, la explosión de una flor o cómo, en lo que dura un parpadeo, una oruga se transforma en mariposa. Cuántas veces Cristo pasa inadvertido por nuestra vida, incluso de las mismas iglesias, y apenas le dirigimos una mirada o un rezo distraído, pero Él sigue igual de tenaz tocando la más maravillosa de las músicas de la manera más increíble esperando que alguien le preste un poco de atención.




2 comentarios:

  1. Conocia esta historia y me parece algo no solo insolita sino que realmente pone a prueba lo que hemos llegado a ser. Yo personalmente reconozco que de ir sola, me hubiese parado menos tiempo del que hubiese querido y sin duda hubiese reconocido el talento, aunque no al artista por mi falta de cultura. Eso si, de haber ido con alguno de mis hijos seguro que me quedo hasta el final del repertorio. Eso me hace ver una vez más el porque mi vocación, que en un momento dado de mi vida se me desveló hacia el matrimonio y ser madre, cuando era otra la que yo esperaba. Los hijos son un flotador que nos salvan. Me pongo en la situación mientras te leo y es la conclusión a la llego con respecto a mi vida, la de dar gracias a Dios una vez más por los hijos que me ha dado. Estos monstruitos que ademas de sacarme de quicio, también son el ancla que me ayudan a afirmarme.
    Gracias por contarnos las cosas como lo haces.
    Un abrazo.

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  2. Si no cambias y os haceis como los ninos,no entrareis en el Reino de los Cielos.
    Que lastima que dejemos que las experiencias de la vida, nos haga esconder a ese nino que todos llevamos por dentro.
    Preciosa entrada.

    Mil bendiciones.

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