jueves, 6 de septiembre de 2012

Bruno y las Tres Fuentes

Bruno odiaba a la Virgen y quería matar al Papa. Su padre era alcohólico y se pasó la vida entrando y saliendo de la cárcel. Su madre cosía para sostener a la familia.

            Alguien convenció a Bruno, años más tarde, para que fuese a España a luchar con los republicanos en la Guerra civil. Allí conoció a un alemán protestante que le contagió su rencor hacia la Iglesia y todo lo católico. Llegó a acumular tanto encono que, una vez volvió a su Roma natal, compró un cuchillo y grabó sobre él este mensaje: “Muerte al Papa”.

            De vuelta a casa no tenía deseos de volver con su esposa ni de conocer a su hija que aún no había visto. Pero regresó para obligar a su mujer a repudiar la fe católica y unirse a grupos protestantes. Yolanda, su cónyuge, accedió a la apostasía a cambio de que ambos comulgaran los nueve primeros meses. Al acabar, se hicieron adventistas.

            En abril de 1947, Bruno tenía 34 años. Los superiores de la asociación misionera protestante a los que se había unido, informaron a Bruno que, como uno de los líderes, le tocaba hacer su presentación el trece de abril. Un día antes, sábado, Bruno decidió llevar a su familia al campo donde, mientras los niños jugaban, él podía estudiar y concentrarse en su discurso. Yolanda se había quedado en casa ya que estaba en las últimas semanas de un nuevo parto.

            Bruno decidió quedarse en un campo aledaño a la abadía de Tre Fontane, iglesia donde la tradición marca que fue decapitado San Pablo, y donde al caer su cabeza, rebotó tres veces en el suelo e hizo tres fuentes.

            Mientras sus tres hijos jugaban a la pelota, Bruno busca en la Biblia pruebas que confirmasen los argumentos que iba a exponer sobre los dogmas referidos a la Madre de Jesús.

            Los niños habían perdido el balón y no lograban encontrarlo. Recurrieron al padre; éste interrumpe su estudio, dejó los apuntes bajo el eucalipto donde preparaba su intervención, y fue a ayudar a sus hijos.

            Encontrada la pelota, se puso a jugar con los críos. En uno de los tiros, el balón se elevó y desapareció. Encargó al mayor, Carlo, que recogiera todo; la niña fue a recoger flores para su mamá y al más pequeño, Franco, lo dejó sentado.

            Cada cierto tiempo, Bruno gritaba a ver si el pequeño seguía sentado. A la cuarta vez, el niño no respondió. Fue cuando el padre corrió a buscarle. Lo encontró con las manitas juntas al pie de la gruta, con sus ojos fijos en ella mientras sonreía y movía los labios como entablando una conversación misteriosa. Bruno se acercó y oyó que el pequeño murmuraba:

            -Bella Señora, Bella Señora.

            Habló al niño, pero éste no reaccionó. Buscó a Isa, la niña, y al llegar la pequeña junto a su padre y su hermano, también cayó de rodillas y exclamó:

            -Bella Señora, Bella Señora.

            El padre se enfureció pensando que se trataba de una broma de mala pasada. Llamó al tercer crío, Carlo, y también cayó de rodillas y exclamó lo mismo:

            -Bella Señora, Bella Señora.

            Pensando que se trataba de un juego de los niños, trató de levantarlos, pero no podía: pesaban toneladas. Aterrado, Bruno levantó los ojos al cielo y gritó:
            -¡Dios mío, sálvanos!

            Enseguida todo se volvió oscuro a su alrededor y notó un dolor agudo en sus ojos. En seguida, dos manos blancas tocaron sus ojos retirando sobre ellos como un velo. Bruno también cayó de rodillas y una luz intensa iluminó la gruta. Inmediatamente, la figura de una mujer, vestida con una túnica blanca y ceñida la cintura con un lazo rosado. Los caballos eran negros y recogidos por una cinta verde esmeralda que, al igual que la túnica, le llegaba hasta los pies descalzos.

            La Bella Señora sostenía en su mano derecha sostenía un libro de pasta color ceniza: el Apocalipsis. La Virgen extendió el brazo izquierdo y le mostró una sotana  y un crucifijo roto. La sotana pertenecía al sacerdote al que se la destrozó cuando, siendo tranviario, cerró la puerta bruscamente al paso del cura; el crucifijo era el mismo que, al regresar de España, destrozó en mil pedazos.

            Con voz dulce, la Virgen le dijo:

            -Soy la que está en la Trinidad Divina. Soy la Virgen de la revelación. Tú me has perseguido. ¡Ya basta! Entra en el redil. El juramento de Dios es santo: los nueves viernes que hiciste antes de entrar en el redil de la mentira son los que te han salvado. Obedece a la autoridad del Santo Padre.

            Esa tarde, la Virgen habla largo rato con Bruno. Entre otras cosas, le habla de su Asunción al cielo, que en aquel momento no había sido declarado dogma.

            -Mi cuerpo no podía marchitarse y no se marchitó.

            A lo largo de varias apariciones, la Virgen le reveló toda la doctrina católica, le pidió que se confesase y se reconciliara con la Iglesia, y de una forma infusa recibió todos los conocimientos de nuestra fe.

            Hubo otras tres apariciones. En la del 23 de mayo, a Bruno le acompañaba un amigo comunista que no sabía nada del asunto. Al entrar en la gruta, este hombre cae de rodillas como habían hecho los hijos de Bruno, confiesa sus pecados, pide perdón y se convierte.

            Sobre lo sucedido ese día, Bruno, el mismo que odiaba a la Virgen y quería asesinar al Papa, el mismo que se creía capaz de echar por tierra los dogmas y la devoción a María, decía después:

             “Quien ha tenido la alegría excepcional de ver la belleza tan celestial de María no puede hacer otra cosa que desear morir para poder gozar de tanta felicidad en el cielo”.

            La charla con la Virgen duró una hora y veinte minutos.

            “-Lo extraño es que de este extraordinario discurso no he podido olvidar ni siquiera una sílaba y, aunque no hubiese escrito enseguida un resumen, me hubiera quedado igualmente impreso en el alma”.

            Después de la aparición, sienten en la gruta un perfume maravilloso. Bruno limpia la gruta, que estaba llena de suciedad, y graba con una llave estas palabras: “El 12 de abril de 1947 se apareció en esta gruta la Virgen de la Revelación al protestante Bruno Cornacchiola y a sus hijos”.

            De camino a su casa, entran en la Iglesia de la abadía cercana y mostrándoles el sagrario les dice a sus hijos: “Hijos míos, antes siempre os he dicho que Jesús no está ahí y os he prohibido rezar, pero ahora os digo que Jesús está ahí, que habita ahí, dentro de esa casita. Adoradlo”.

            Al día siguiente de la aparición, Bruno fue a colocar a la gruta esta inscripción: “Yo era colaborador del mal, enemigo de la Iglesia y de la Santísima Virgen, el 12 de abril de 1947, en este lugar, se me apareció a mí y a mis hijos la Santísima Virgen de la Revelación. Me dijo que yo debía, con las señales y revelaciones que me daba, volver de nuevo a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana... Amad a María, nuestra dulce Madre. Amad a la Iglesia. Ella es el manto que nos protege del infierno. Rezad mucho. Rezad”.

            A partir de ese día, Bruno Cornacchiola, con sus 34 años, renunció a su fe adventista y retornó a la Iglesia Católica. En vez de predicar sermones contra la Inmaculada Concepción, hablaba de María Inmaculada y Asunta al cielo, como Ella misma se lo reveló. Desde entonces, ha recorrido el mundo, dando miles y miles de conferencias sobre el amor a María y a la Iglesia, la obediencia al Papa y el amor a Jesús Eucaristía (los primeros viernes lo salvaron). María se le siguió apareciendo unas 26 veces más a lo largo de los años. El 12 de abril de 1980, 33 años después de la primera aparición y ante treinta mil personas reunidas en la gruta, en el momento de la consagración de la misa, ocurrió el milagro del sol, durante media hora. El sol podía mirarse directamente sin que dañara la vista y giraba vertiginosamente sobre sí mismo, irradiando diversos colores. El sol apareció como una gran hostia blanca y en el centro se veían las letras JHS para indicar la presencia de Jesús en la hostia blanca de la Eucaristía. Este prodigio se repitió el 12 de abril de 1982.

            Años más tarde, Bruno visitaría al Papa y le entregaría el puñal con que una vez quiso matarlo. Ésta sería la primera vez que en el siglo XX María detiene la mano de un asesino que buscaba acabar con la vida del Santo Padre. La segunda fue un trece de mayo, el homicida se llamaba Alí y el Papa Juan Pablo




2 comentarios: