Desde
que Nietzsche proclamara que Dios había muerto, miles de filósofos de la sospecha,
de buscadores de sentido y de librepensadores, han puesto patas arriba la
creación tratando de encontrar su cadáver. Según Jacobben, no hay un dios y el
hombre es su profeta. Tal vez por ello el ateísmo se proclama la religión de
la alegría. El “comamos y bebamos que
mañana moriremos” de Menandro.
El hombre posee un afán insaciable
de conocimiento: quiere saber, pero eso no le basta, quiere conocerlo todo, desentrañar
los acertijos ocultos que explican el por qué de los sucesos y las leyes que
hacen posible el orden de las cosas.
El hombre es un ser religioso.
Cuando se le obliga a abandonar el templo o la iglesia, acaba apareciendo en
las trastiendas de brujas, videntes, cartománticos y nigromantes. Si es
obligado a aborrecer o rechazar a Cristo, se refugia en dioses de más fácil
digestión como el budismo o el hinduismo, religiones amables a los ojos del
mundo y de Hollywood que, en apariencia, sólo requieren de un poco de incienso,
una esterilla en el suelo, cruzar las piernas y respirar hondo. Aunque el nuevo
converso ignore que cada vez que insufla aire de esa meditación oriental, está
aspirando la niebla de Satanás.
Tanto el creyente como el ateo son
hombres de fe. El teísta cree que Dios existe; el ateo cree que no; ambos son
personas creyentes.
Los nuevos ateos exigen acabar con
la religión. Están seguros de que así el hombre alcanzará la felicidad. Muy
bien. ¿Dejarán de ocurrir las catástrofes naturales, los accidentes y los
crímenes del hombre? ¿Dejarán de desbordarse los ríos, desencadenarse los
maremotos y que la sequía y la hambruna se lleven por delante a millones de
niños? ¿Dejará el ser humano de matarse entre sí, de estafar, mentir y manipular,
de seguir haciéndose rico a costa del sufrimiento y del dolor de sus iguales? Cuando
ocurra un crack económico, ¿logrará que la bolsa suba o que baje el precio del
pan? ¿Dónde hallará justicia y reparación? ¿Hasta cuándo podrá detener el ojo
por ojo y el diente por diente? Y cuando se vea frente al gigantesco muro de la
adversidad, cuando el individuo se muestre tal como es: un muñeco frágil
zarandeado por las manazas de un gigante sin corazón que se burla de él, ¿en
dónde encontrará consuelo? Lo que el mundo ofrece no satisface nunca. Cuanto
más nos internemos en el camino tratando de llenarnos del mundo y de nosotros,
más cerca estaremos del punto de partida.
En este sentido, los ateos poseen
una fe muy infantil si creen que el hombre que mata, roba y miente, una vez sea
persuadido de que Dios no existe, empezará a abrazar a su hermano, reglar
flores y llenar la tierra de besos y versos. Eso es fe y no la de los que
creemos en Dios.
Y además se engañan. Todos los
estudiosos sociológicos han demostrado
que el joven creyente vive más protegido contra las drogas, la violencia
y el sexo precoz; las personas religiosas sufren menos ansiedad y estrés que
los no religiosos y agnósticos, y afrontan la muerte con mayor sosiego.
Quizás, por ello, entre otras
razones, las sociedades ateas perfectas
como la de la Unión Soviética fracasaron clamorosamente. Hasta Voltaire alzó la
voz para decir que si Dios no existiera, habría que inventarlo, y Arthur Miller
advierte que la mera idea de que ocurran los milagros persiste en la cabeza de
mucha gente, cuando esa idea muere, la gente es más desgraciada.
Eliminando el sentimiento de Dios,
desaparece la culpa. Cualquier código ético se diluye y la máxima libertad
puede estar atada a la máxima esclavitud. Esto lo podemos ver en cualquier
persona con inclinaciones compulsivas. El consumidor de pornografía, el
ludópata, el heroinómano, cada vez que ceden a sus impulsos morbosos, está
cometiendo actos ateos, son consagraciones perversas, está actuando como si no
existiera el más allá, aunque el pornógrafo, el jugador empedernido o el
fumador de crack sean personas creyentes. Cuanto mayor es esa adición, mayor es
la insatisfacción. Pero lejos de poner fin a ella, esa frustración les hace
volver una y otra vez sobre sus actos enfermizos.
El pecado al que hombre se aferra es
un placer envenenado que contienen en sí mismo la gloria y la derrota como
hermanas siamesas que son imposibles de separar. Es el drama del hombre que
desea demasiado. Un ser permanentemente insatisfecho a pesar de que obtiene
todo aquello que persigue en el plano de las sensaciones y de los sentidos,
porque la materia no agota toda la dimensión humana. Ese anhelo infinito en el
pecador recalcitrante, le hace buscar lo duradero en lo pasajero, lo eterno en
lo temporal, el amor perfecto en la criatura limitada, lo infinito en las cosas
que acaban, la dicha efímera en las treguas de la angustia y la desesperación.
Ése es el hombre en busca de significado.
La imagen del niño queriendo vaciar el océano para esconderlo en un agujero
escarbado en la playa. El mundo es un cuarto lleno de espejos engañosos. Busca
en los placeres y en las dichas momentáneas una forma de redención. Busca
llenarse de sexo, drogas, juegos de azar y dinero para vaciarse de su
fragilidad, pero se encuentras indefenso y sin fuerzas ante la realidad de
saber que, cuanto más sucumbe a las adicciones que le encadena, más vacío le
deja. Para el existencialista, el placer es el hoyo en el que trata de esconder
todo el océano.
La Cruz y el Microscopio (6)
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