domingo, 16 de septiembre de 2012

Buscadores de Sentido


Desde que Nietzsche proclamara que Dios había muerto, miles de filósofos de la sospecha, de buscadores de sentido y de librepensadores, han puesto patas arriba la creación tratando de encontrar su cadáver. Según Jacobben, no hay un dios y el hombre es su profeta. Tal vez por ello el ateísmo se proclama la religión de la  alegría. El “comamos y bebamos que mañana moriremos” de Menandro.

            El hombre posee un afán insaciable de conocimiento: quiere saber, pero eso no le basta, quiere conocerlo todo, desentrañar los acertijos ocultos que explican el por qué de los sucesos y las leyes que hacen posible el orden de las cosas.

            El hombre es un ser religioso. Cuando se le obliga a abandonar el templo o la iglesia, acaba apareciendo en las trastiendas de brujas, videntes, cartománticos y nigromantes. Si es obligado a aborrecer o rechazar a Cristo, se refugia en dioses de más fácil digestión como el budismo o el hinduismo, religiones amables a los ojos del mundo y de Hollywood que, en apariencia, sólo requieren de un poco de incienso, una esterilla en el suelo, cruzar las piernas y respirar hondo. Aunque el nuevo converso ignore que cada vez que insufla aire de esa meditación oriental, está aspirando la niebla de Satanás.

            Tanto el creyente como el ateo son hombres de fe. El teísta cree que Dios existe; el ateo cree que no; ambos son personas creyentes.

            Los nuevos ateos exigen acabar con la religión. Están seguros de que así el hombre alcanzará la felicidad. Muy bien. ¿Dejarán de ocurrir las catástrofes naturales, los accidentes y los crímenes del hombre? ¿Dejarán de desbordarse los ríos, desencadenarse los maremotos y que la sequía y la hambruna se lleven por delante a millones de niños? ¿Dejará el ser humano de matarse entre sí, de estafar, mentir y manipular, de seguir haciéndose rico a costa del sufrimiento y del dolor de sus iguales? Cuando ocurra un crack económico, ¿logrará que la bolsa suba o que baje el precio del pan? ¿Dónde hallará justicia y reparación? ¿Hasta cuándo podrá detener el ojo por ojo y el diente por diente? Y cuando se vea frente al gigantesco muro de la adversidad, cuando el individuo se muestre tal como es: un muñeco frágil zarandeado por las manazas de un gigante sin corazón que se burla de él, ¿en dónde encontrará consuelo? Lo que el mundo ofrece no satisface nunca. Cuanto más nos internemos en el camino tratando de llenarnos del mundo y de nosotros, más cerca estaremos del punto de partida.

            En este sentido, los ateos poseen una fe muy infantil si creen que el hombre que mata, roba y miente, una vez sea persuadido de que Dios no existe, empezará a abrazar a su hermano, reglar flores y llenar la tierra de besos y versos. Eso es fe y no la de los que creemos en Dios.

            Y además se engañan. Todos los estudiosos sociológicos han demostrado  que el joven creyente vive más protegido contra las drogas, la violencia y el sexo precoz; las personas religiosas sufren menos ansiedad y estrés que los no religiosos y agnósticos, y afrontan la muerte con mayor sosiego.

            Quizás, por ello, entre otras razones,  las sociedades ateas perfectas como la de la Unión Soviética fracasaron clamorosamente. Hasta Voltaire alzó la voz para decir que si Dios no existiera, habría que inventarlo, y Arthur Miller advierte que la mera idea de que ocurran los milagros persiste en la cabeza de mucha gente, cuando esa idea muere, la gente es más desgraciada.

            Eliminando el sentimiento de Dios, desaparece la culpa. Cualquier código ético se diluye y la máxima libertad puede estar atada a la máxima esclavitud. Esto lo podemos ver en cualquier persona con inclinaciones compulsivas. El consumidor de pornografía, el ludópata, el heroinómano, cada vez que ceden a sus impulsos morbosos, está cometiendo actos ateos, son consagraciones perversas, está actuando como si no existiera el más allá, aunque el pornógrafo, el jugador empedernido o el fumador de crack sean personas creyentes. Cuanto mayor es esa adición, mayor es la insatisfacción. Pero lejos de poner fin a ella, esa frustración les hace volver una y otra vez sobre sus actos enfermizos.

            El pecado al que hombre se aferra es un placer envenenado que contienen en sí mismo la gloria y la derrota como hermanas siamesas que son imposibles de separar. Es el drama del hombre que desea demasiado. Un ser permanentemente insatisfecho a pesar de que obtiene todo aquello que persigue en el plano de las sensaciones y de los sentidos, porque la materia no agota toda la dimensión humana. Ese anhelo infinito en el pecador recalcitrante, le hace buscar lo duradero en lo pasajero, lo eterno en lo temporal, el amor perfecto en la criatura limitada, lo infinito en las cosas que acaban, la dicha efímera en las treguas de la angustia y la desesperación.

            Ése es el hombre en busca de significado. La imagen del niño queriendo vaciar el océano para esconderlo en un agujero escarbado en la playa. El mundo es un cuarto lleno de espejos engañosos. Busca en los placeres y en las dichas momentáneas una forma de redención. Busca llenarse de sexo, drogas, juegos de azar y dinero para vaciarse de su fragilidad, pero se encuentras indefenso y sin fuerzas ante la realidad de saber que, cuanto más sucumbe a las adicciones que le encadena, más vacío le deja. Para el existencialista, el placer es el hoyo en el que trata de esconder todo el océano.

La Cruz y el Microscopio (6)

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