martes, 4 de septiembre de 2012

Diamantes en el llavero




Estos días he contado algunas historias de personas –en su mayoría ateos, judíos o protestantes- que se convirtieron a nuestra fe al visitar por casualidad una iglesia católica.

            En ninguno de los casos alguien les obligó a entrar en el templo y, después de haberlo logrado, cerró las puertas bajo siete llaves. Ni un predicador con un pico de oro les convenció de las verdades apostólica y romana. Nadie les dio trabajo ni dinero por ello, ni fueron testigos de cómo un ciego veía o un muerto resucitaba. Ellos, simplemente, entraron en la iglesia; lo demás lo hizo Dios.

            Pero hoy, como conclusión a esta serie de “Entró en una iglesia por casualidad”, no quiero hablarles de nadie que vino de lejos y se convirtió, sino de los que llevamos muchos años visitando sagrarios, santiguándonos o arrodillándonos frente al altar, y actuamos muchas veces como si Cristo no fuera esa persona especial que está al frente del negocio cuando entramos y sigue al pie del cañón cuando el último feligrés apaga la luz y se marcha.

            Hay una historia antigua que me viene muy bien para ilustrar el asunto del que escribo. En un campamento de nómadas, cuando el grupo de trashumantes se disponía a descansar, cayó sobre ellos una gran luz que no bajaba de las estrellas. Comprendieron que estaban ante la presencia de un ángel, que como tantas veces ocurrió con pastores y niños, les traía algún mensaje importante. Ansiosos, esperaron que la voz que envolvía ese resplandor les indicase qué tenían que hacer.

            -Junten todas las piedras que puedan y llenen sus alforjas, luego viajen todo el día, y mañana, a esta hora, habrá entre ustedes algunos contentos y otros muy tristes.

            Tras despedirse, los nómadas se sintieron engañados. Los ángeles suelen anunciar acontecimientos insólitos, y éste lo único que les pedía es que se rompieran las espaldas cargando pedruscos. Esa misión no tenía sentido, pero, aunque de muy mala gana, todos obedecieron, unos con poco, otros con más.

            Al montar el campamento la noche siguiente después de viajar todo el día como les había pedido el mensajero, revisaron los talegos. Fue entonces cuando descubrieron que cada una de las piedras se había transformado en un diamante y que, según el número de los guijarros acarreados, eran más o menos ricos. Estaban felices por tener diamantes, pero se lamentaron de no haber confiado en el ángel y ni cargado más piedras de lo justo; por haber actuado sin generosidad en el esfuerzo y en la confianza.

            Los católicos no nos damos cuenta de que llevamos un diamante en el llavero. Lo largamos con descuido en cualquier parte, lo rayamos, lo perdemos, lo usamos de herramienta o pisapapeles. En ocasiones, para ver a Dios nos ponemos las gafas y os quitamos los ojos. Frossard, Claudia, Ratisbona y todos los que estos días nos han contado sus historias de conversión al contacto con la penumbra, el silencio y la presencia de Dios en una iglesia, experimentaron el enamoramiento de un flechazo. Ellos advirtieron lo que está a la vista de la fe y sólo puede ser notado con la mirada de la fe; lo que, lamentablemente, el común de los católicos de misa, bautizo y primera comunión no experimentamos porque nos hemos acostumbrado tanto a tener a Cristo en nuestras capillas y santuarios, que ya ni le hacemos caso.

            Nos pasa como a esas familias que llevan generaciones heredando un jarrón antiquísimo que adorna una pianola, y que sólo se utiliza para que se pudran unas rosas o para que el huésped desconsiderado apague las colillas del tabaco, hasta que alguien experto descubre que ese florero es una pieza centenaria y muy valiosa. Llegó a nuestro hogar antes que nosotros, que nuestros padres y que nuestros abuelos, allí se quedó pero nadie supo cuánto valor tenía hasta que otros se lo dijeron.

            La santa Edith Stein, antes de convertirse en santa desde su fe judía, cuenta que la primera cosa que le impresionó de la fe católica fue un hecho que presenció cuando, de visita a la catedral alemana donde vivía, una mañana, a la hora en que todo el mundo estaba en la escuela o en el trabajo, el templo estaba abierto, como era costumbre en todos los templos católicos. Mientras hacía la visita, vio cómo entró una señora cargada de bolsa de la compra y, de camino a casa, entró para arrodillarse y saludar al Señor. Eso nunca lo había visto antes ni en sinagogas ni en iglesias protestantes, donde los edificios sagrados sólo se abren en los días y las horas de las celebraciones. Allí, en aquella catedral, comprendió que en los santuarios católicos son el único sitio donde Dios está disponible a todas horas.

            Parece que eso lo hemos olvido los mismos católicos. Siempre me siento incómodo cuando me veo entre el público de una primera comunión, un funeral o un bautizo, esas celebraciones donde los católicos sociales acuden en masa sólo para hacer número o dejarse ver por si pasan lista y no quieren hacerles un feo a los anfitriones. En esas ocasiones las iglesias se transforman en teatros de variedades donde todo el mundo habla a gritos, suenan los móviles y las señoras se acercan a comulgar con la mitad de la ropa olvidada en el armario de casa.

            Haría falta que en las iglesias aprendiéramos a guardar silencio, a arrodillarnos en la consagración, a masticar despacio cada palabra de la liturgia, a tener levantado el corazón hacia el Señor para que el culto no sea un formulismo vacío y mecánico que repetimos como cacatúas. Estoy seguro que si se apagan los ecos de las charlas de los feligreses y dejamos oír sólo la voz de Cristo en el sagrario, volveremos a experimentar los mismo prodigios que deslumbraron a músicos, periodistas y millonarios, judíos y protestantes, y lograremos ver que junto a nosotros toda la vida hemos tenido delante un tesoro incalculable que hemos sido incapaces de ver porque, aunque tenemos puestas las gafas, nos hemos dejado atrás los ojos.




2 comentarios:

  1. El sábado, alguien muy cercano a mí, me dijo con una gran inocencia y sencillez, algo que no me dejó indiferente, algo ,que logró contagiarme.
    " Hoy en el momento de la consagración se me ha puesto la piel de gallina" ahí lo dejo...
    Un abrazo

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  2. Siii!!! como me encanta tu blog :).

    Bendiciones muchas..muchas...muchas.Hermano Saulo.

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