viernes, 21 de septiembre de 2012

El Carpintero de Nevers

La Revolución francesa fue algo más que la igualdad, la liberad y la fraternidad, la guillotina, Robespièrre y la toma de la Bastilla. Para los católicos fue una época de purificación y de martirio. En la región de la Vandée se calcula que más de ciento veinte mil creyentes fueron asesinados por no dejarse someter a los dictados del terror revolucionario. Se nacionalizaron los bienes del clero, se desmanteló la red educativa católica, se abolieron los votos religiosos; los sacerdotes pasaron a ser funcionarios del Estado y los sacerdotes que se negaban a jurar como apóstoles de la nueva religión laica eran asesinados. Miles de religiosos y monjas fueron ejecutados; cuarenta mil fueron obligados a huir del país, las obras de arte fueron destruidas, se cambió la adoración a Cristo por el culto a la diosa Razón.

            Después de las matanzas de sacerdotes durante aquel período terrible, uno de los jefes de la República que había asistido al saqueo de las iglesias y al genocidio de los consagrados, se dijo así mismo:

            -Ha llegado el momento de reemplazar a Jesucristo; voy a fundar una religión enteramente nueva que esté de acuerdo con el progreso.

            Al cabo de unos años, el inventor Reveillère-Lapauz acude desconsolado a Bonaparte, que por entonces era primer cónsul.

            -¿Lo creerías, Señor? Mi religión, tan linda, no prende.

            -Ciudadano, colega –dijo Bonaparte-, ¿tenéis seriamente la intención de hacer la competencia a Jesucristo? No hay más que un medio; haced lo que Él. Haceos crucificar un viernes y tratad de resucitar el domingo.

            El siguiente relato, ambientado en la revolución francesa, son palabras que dirigió Monseñor Gaume a un ateo. Para fijar mejor la idea, podemos trasladar la acción desde el siglo XIX al XXI, la guillotina por la cámara de gas o la silla eléctrica, los pescadores del río Loira francés, por cualquier banco de pesca de los océanos y mares del mundo, y veremos lo actual del ejemplo y cómo, por muchos siglos que han pasado o que pasaran, el asombroso surgimiento del cristianismo sólo pudo haber ocurrido porque Dios está detrás moviendo los hilos de toda la trama:

            “-Puesto que pretendéis que la conversión del mundo por un judío crucificado es una cosa muy natural y muy lógica, ¿por qué, después de tantos siglos, nadie ha repetido jamás el experimento? Ensayadlo vos mismo, os lo ruego. Nunca empresa alguna fue más digna de un gran corazón: vuestra filantropía, vuestra compasión por el género humano, doblegado bajo el yugo de la superstición, os prohíben rehusar el experimento propuesto; conocéis los elementos del problema y los tenéis al alcance de la mano.

            Un día bajáis a las orillas del Loira, llamáis a doce marineros y les decís: “Amigos míos, dejad vuestras barcas y vuestras redes, seguidme”. Ellos os siguen; subís con ellos a la inmediata colina y, apartándoos un poco, los hacéis sentar sobre el césped y les habláis de la siguiente manera:

            “-Vosotros me conocéis, sabéis que soy carpintero e hijo de un carpintero. Hace treinta años que trabajo en el taller de mi padre. ¡Pues bien! Estáis en un error; no soy lo que vosotros pensáis. Aquí donde me veis, yo soy Dios; yo soy quien ha creado el cielo y la tierra. He resuelto hacerme conocer y adorar en todo el universo hasta el fin de los siglos. Quiero asociaros a mi gloria. Aquí tenéis mi proyecto: empezaré recorriendo, durante algún tiempo, las campiñas de Nevers, predicando y mendigando. Se me acusa de diferentes crímenes, y yo me ingenio de tal modo que me hago condenar a muerte y conducir al cadalso. Ése es mi triunfo”.

            “Algunos días después de mi muerte, vosotros recorreréis las calles de Nevers, detenéis a los que pasan y les decís: Oíd la gran novedad. Aquel carpintero que vosotros conocíais, que ha sido a condenado a muerte por el tribunal y guillotinado en estos últimos días, es Hijo de Dios. Él nos ha encargado de decíroslo, y de ordenaros que le adoréis con nosotros; de lo contrario iréis al infierno. Para tener la dicha y el placer de adorarle, todos vosotros, hombres y mujeres, pobres y ricos, debéis empezar reconociendo que vosotros y vuestros padres y todos los pueblos civilizados no habéis sido hasta aquí más que unos idiotas, y que os habéis engañado al adorar groseramente al Dios de los cristianos.

            “Después debéis arrodillaros a nuestros pies, decirnos vuestros pecados, aun los más secretos, y hacer todas las penitencias que nos parezcan bien imponeros. Luego os complaceréis en dejar que se burlen de vosotros y os insulten, sin decir una palabra; consentiréis que os encarcelen, sin oponer la menor resistencia, y finalmente, os entregaréis para ser decapitados en una plaza pública, creyendo allá en lo íntimo de vuestro corazón que nada más grato podía aconteceros.

            “No debo ocultároslo: todo el mundo se burlará de vosotros; no importa, vosotros hablaréis siempre. El comisario de policía os prohibirá que prediquéis mi divinidad: vosotros no le haréis caso, y seguiréis predicándola con doblado fervor. Os arrestarán nuevamente, os azotarán; dejaos azotar. Finalmente, para imponeros silencio, os cortarán la cabeza: dejaos cortar la cabeza; entonces todo marchará a las mil maravillas.

            “Cuando todo esto haya sucedido, habremos obtenido un triunfo completo; todo el mundo se querrá convertir, yo seré reconocido como el verdadero Dios, se me adorará en Nevers, en París, en Roma, en Londres, en San Petersburgo, en Constantinopla, en Pekín.

            “Bien pronto el taller de mi padre se convertirá en una hermosa capilla, a la que acudirán turbas de peregrinos de los cuatro puntos cardinales. En cuanto a vosotros, seréis mis doce apóstoles, doce santos, cuya protección se invocará en todo el universo. ¡Qué gloria para vosotros! Convertir el mundo no es más difícil de lo que acabo de deciros, y ése es mi proyecto. Como veis, es muy sencillo, muy frágil, muy conforme a las leyes de la naturaleza y de la lógica. Puedo contar con vosotros, ¿verdad?

            Es fácil adivinar cómo sería recibido semejante discurso. Me parece oír a los buenos marineros, furiosos por la burla de que son objeto, increpar entre amenazas a su autor; me parece verlos descender a la ciudad y anunciar por todas partes que el carpintero fulano ha perdido la cabeza… Y no me extrañaría oír que, ese mismo día de los homenajes divinos, gozaría del privilegio indiscutido de ocupar el primer puesto entre los locos.

            Sin embargo, notémoslo bien, el proyecto del carpintero de Nevers, que es, sin duda alguna, lo sublime de la locura, no es más insensato que el de Jesús de Nazaret, si Jesús no es más que un simple mortal. ¿Qué digo? Es mucho menos absurdo todavía. Un carpintero de Nevers no lleva desventaja a un carpintero de Nazaret; un francés guillotinado no es inferior a un judío crucificado; doce marineros del Loira valen tanto, si no más que doce pescadores de los pequeños lagos de Galilea.

            Hacer adorar a un ciudadano francés del siglo XIX es menos difícil que adorar a un judío en el siglo de Augusto. En el primer caso, sólo sería preciso apartar a los pueblos de una religión, contraria a todas las pasiones. En el segundo caso, era necesario arrancar a los pueblos de una religión que halagaba todos los malos instintos del hombre.

            Así, pues, cuando se quiere explicar el establecimiento del cristianismo por causas humanas, se llega con la mayor facilidad al último grado de lo ridículo. Y, sin embargo, no hay efecto sin causa: haga lo que quiera el incrédulo, el cristianismo es un hecho, y este hecho importuno se yergue ante él con toda su sublimidad. Si, pues, no hay causa humana que pueda explicar el establecimiento del cristianismo, hay que reconocer una causa divina.

La Cruz y el Microscopio (10)



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